El género y la sexualidad entre rejas. Del cuerpo en el imaginario de las mujeres privadas de su libertad en Córdoba[1]

Gender and sexuality between bars. The body in the imaginary of women deprived of freedom in Córdoba

 

Laura Judith Sánchez[2]

 

Resumen

Este artículo se propone observar cómo se inscriben, a partir de ciertas modulaciones reglamentarias, los cuerpos de las mujeres apresadas en el sistema penal, explorando sobre los rastros de la administración del castigo en las mujeres detenidas en Córdoba. La prisión es un escenario extraordinario donde se producen intercambios e imposiciones simbólicas sobre los cuerpos y éstos a su vez son producidos desde marcos normativos sobre el género y la sexualidad. A partir de la comprensión del cuerpo como un intersticio entre ciertas lecturas criminológicas y feministas, recorremos las legislaciones y reglamentaciones de ejecución penal para poder extraer de allí una lectura entrelíneas. Luego, un recorrido por el encierro carcelario de las mujeres en Córdoba, a través de las voces de informantes claves nos permiten suturar el confinamiento con cierto “orden social” que delimita el imaginario de “las mujeres”.

Palabras claves: Mujeres; Cárcel; Cuerpo; Sexualidad; Regulaciones.

 

Abstract

This article aims to observe how the bodies of women are inscribed in the penal system, from certain regulatory modulations and exploring the traces of the administration of punishment in women detained in Córdoba. Prison is an extraordinary scenario where symbolic exchanges and impositions take place on bodies and these in turn are produced from normative frameworks on gender and sexuality. From the understanding of the body as an interstice between certain criminological and feminist readings, we go through the laws and regulations of criminal execution so that we can extract an interfaith reading from it. Then, a tour of the women's prison in Córdoba through the voices of key informants allows us to suture confinement with a “social order” that delimits the imaginary of “women”.

Keywords: Women; Prison; Body; Sexuality; Regulations.

 

Desobedecer los mandatos

Las mujeres hemos sido testigas[3] corpóreas de un conjunto de prescripciones que han estado al servicio de un orden dominante. Desde allí, se han inscripto nuestras re-presentaciones sociales, las imposiciones culturales y un modo de ser “femenina”. Ese orden social jerárquico y estratificado (Fraser, 1996 y 2008; Vaggione, 2012; Mattio, 2011) se ha extendido a todos los ámbitos de nuestra vida social, incluso al modo de castigarnos: sea invisibilizando a las mujeres (subsumiéndolas a las normas de los varones), sea regulando los mandatos que sobre ellas recaen (sustrayéndolas del orden del placer para alojarlas en el orden del deber).

Las mujeres presas también han atestiguado la doble sanción moral que supone infringir una norma penal (Bodelón, 1012; Carlen, 1983 y 2003; Fabre y Nari, 2000). Más allá del hecho cometido, son objeto de permanentes reproches sociales en torno al imaginario de la “buena madre”, el “ser femenino y delicado” y todos los valores cortesanos que aun inundan la imagen de la mujer[4]. Hay una desobediencia que es leída legal y moralmente, y bajo esa doble sanción son juzgadas y castigadas.

Por ello, mucho es lo que se pone en juego cuando se piensa en el cuerpo de las mujeres y cómo se lo conjura en el encierro carcelario. Muchos son los diálogos que se producen con la cultura intra y extra muros. Las murallas de la prisión por muy fuerte que se cimienten son permeables a las prescripciones sociales y culturales del género. La cárcel, como dispositivo de poder (Foucault, 2005), atraviesa el cuerpo de las “mujeres”, donde se ponen en circulación ciertos sentidos comunes acerca de las mujeres y se dispone el castigo como una forma particular de suministrar dolor[5] a partir de ese conjunto de representaciones que delimitan, más o menos[6], el universo de las “mujeres”.

Desde este lugar, nos proponemos explorar las representaciones y pre-concepciones sobre las mujeres privadas de su libertad, mediante las imágenes que se proyectan por fuera y dentro del encierro carcelario. Desmenuzar algunos sentidos construidos alrededor de la prisión, institución que se erige como rectora del orden con vocación correccional. Y desde allí dar lugar a las preguntas sobre ¿Qué se corrige? ¿Qué lecturas posibles se abren camino en la normativa de la ejecución penal? ¿Qué otros acontecimientos nos muestran el paso del convento a la cárcel? ¿Qué tela hay para cortar en el encierro de las mujeres?

Este es apenas un ensayo de una ruta posible que permita anudar el cuerpo a las distintas lenguas o por lo menos dar cuenta de cómo las distintas lenguas (jurídicas, políticas, testimoniales, etc.) alcanzan al cuerpo de las mujeres privadas de su libertad. Ensayamos acá las tensiones posibles en el campo del derecho y denunciamos las fronteras en el acceso a derechos, con el anhelo de contribuir a un horizonte emancipatorio.

 

Del hábito a la habitación del cuerpo

Habitar un cuerpo, aquí o allá, no es irrelevante en la cartografía vital de las personas en nuestra sociedad. El cuerpo es “ese vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo: actividades perceptivas, pero también la expresión de los sentimientos, las convenciones de los ritos de interacción, gestuales y expresivos, la puesta en escena de la apariencia, los juegos sutiles de la seducción, las técnicas corporales, el entrenamiento físico, la relación con el sufrimiento y el dolor, etc. La existencia es, en primer término, corporal” (Le Breton, 2011, p.7). El universo de las representaciones sociales y culturales se hacen en los cuerpos. Lo imaginario tiene su inscripción en el cuerpo, que nunca deja de trazar cierta relación con el “alma”, pese a los esfuerzos por disociarlos. Baste recordar la ingeniería imaginaria a la que remite la frase que circula en nuestro contexto sobre “el negro de alma”, expresión que tiene el extraordinario efecto de producir y volcar el “cuerpo negro” al alma.

Pese a ello, la separación del cuerpo y el alma que aconteció en la modernidad fue a fuerza de un largo proceso de destierro de las creencias populares (la hechicería sanaba el alma para curar el cuerpo). Mientras, se iba consolidando la idea del cuerpo como pura materia biológica desde el dispositivo biomédico (Le Breton, 2008). El cuerpo es pensado como resto, en tanto el emprendimiento anatomista ganaba terreno entre la separación del “ser” y el cuerpo. En los orígenes del borramiento ritualizado del cuerpo aparecen dos visiones de éste: “una lo desprecia, se distancia de él y lo caracteriza como algo de materia diferente a la del hombre al que encarna; se trata entonces de poseer un cuerpo; la otra mantiene la identidad de sustancia entre el hombre y el cuerpo; se trata entonces, de ser el cuerpo” (Le Breton, 2008, p.60).

Estas dos visiones, que podríamos llamar “biomédica” y “popular”, tiene sus implicancias en la forma de comprender al sujeto. La separación que se da entre el “ser” y su cuerpo es típica de un régimen social en el que el individuo prima por sobre el grupo. Mientras la cosmovisión “popular”, se asienta sobre saberes y formas de pensamiento de tipo comunitario (Le Breton, 2008). La introducción de la matriz del pensamiento biomédico tuvo efectos extraordinarios sobre la vida social, muy especialmente sobre el modo en que se sitúa el cuerpo en la sociedad. El nacimiento del individuo, el tratamiento del cuerpo como un resto y el alma errática del “ser” está en los cimientos de la sociedad moderna.

Esta producción de sentidos acerca de la separación de cuerpo y alma es precisamente la que abrió el camino a otras formas de castigo. El viejo régimen estaba constituido a partir de la diseminación de diversas formas de “castigo físico” (azotes, desmembramiento del cuerpo y pena capital); mientras el pensamiento iluminista (Beccaría, 1968) imaginó a la cárcel como el castigo moderno por excelencia. Y con ello, la privación de la libertad pasó a ocupar un lugar central.

Si en el castigo colonial se pensaba que expiar el cuerpo era en parte exculpar el alma es precisamente porque acontecía todo un universo de sentidos alrededor del cuerpo. Tal como lo muestra Le Breton (2008, pp. 29-82), era imposible imaginar, en el mundo pre-moderno, el cuerpo separado del alma. Por lo tanto, la expiación de alguna manera significaba un proceso de depuración del alma. La modernidad, que vino acompañada de una serie de cambios culturales y en los hábitos, incidió en el cambio de sensibilidades y mentalidades circulantes, lo que para las élites intelectuales significaba “civilizar” el castigo, dejar el grotesco de la espectacularidad del castigo en las plazas públicas y confiscarlo por un sistema que suponga una proporcionalidad en la pena (Caimari, 2004; Dain, 2012 y 2014). Se trataba de “castigos menos inmediatamente físicos, cierta discreción en el arte de hacer sufrir, un juego de dolores más sutiles, más silencioso, y despojado de su fasto visible” (Foucault, 2005, p.15).

La corrección del alma puede hacerse sin el desmembramiento del cuerpo. Pero en todo caso, éste siempre queda en el centro de la escena del castigo. Tal como lo ha mostrado Foucault (2005, p.23), la pena ha dejado de estar centrada en el suplicio como técnica de sufrimiento y ha tomado como objeto principal la pérdida de un derecho. De este modo, la prisión siempre ha funcionado con cierto suplemento punitivo que concierne al cuerpo mismo (las privaciones sexuales y la restricción de alimentos son apenas algunos ejemplos de ello).

Al mismo tiempo, el cuerpo constituye también el núcleo de muchos de los debates que atraviesan el sexo, el género y la sexualidad. Cuando hablamos de las “mujeres” hablamos de un modo particular de hacer el género, pero no en el aire, sino precisamente en el cuerpo. Éste funciona como el intersticio entre castigo y “mujeres”, es el punto de conexión entre el debate de las teorías feministas y las teorías del castigo.

El cuerpo como escenario donde se inscribe lo social y como lugar de la experiencia vivida (Frigon, 2001, p.20) materializa aquellos sufrimientos y angustias de las mujeres. No puede leerse a la mujer en la abstracción del ser humano, sino solo bajo el hecho concreto de estar siempre singularmente situada (Beauvoir, 2011, p.16). Los rastros de mujer permiten situarlas no solo dentro de los contextos (sociales, culturales, económicos, carcelarios), sino también afectivos.

Y es precisamente esa forma tan peculiar en que pensamos y sentimos lo que moldea la posibilidad de ser de los cuerpos. Allí mismo, se juega la posibilidad de hacerlo inteligible. Los discursos disponibles y aceptados de una época, son los que permiten acceder al reconocimiento del otro (Butler, 2009, pp.21-48). Los escenarios de reconocimiento son precisamente aquellos donde se hace posible la inteligibilidad de los cuerpos. De modo que, no es posible pensar el cuerpo por fuera de la producción de sentidos que hacemos social y culturalmente y del estatuto jurídico de éstos.

Así, el cuerpo no es sólo ese escenario donde se recrea la vida, sino la encarnación de la vida misma. Y el reconocimiento una forma de hacer habitable o no un cuerpo determinado. Conviene aquí rescatar, la idea de Butler (2011b) acerca de que toda vida es precaria y esa precariedad afecta tanto a la vida humana como a la no humana; pero, sin embargo, una política sobre los cuerpos lleva a una distribución diferencial de las precariedades, lo cual está ligado a la distribución diferencial de la salud y de los bienes y a aquellas formas de exposición a la intemperie, la violencia y/o la destrucción (Butler, 2011a, p.69).

Las vidas que están por “fuera de la política”, aquellas desatendidas y desprotegidas de las políticas públicas, están al mismo tiempo saturadas de relaciones de poder (Butler, 2006b; 2011a, p.70). Y son las relaciones de poder las que van determinando las con-figuraciones de lo humano y lo animal. Asimismo, la jerarquización en estas relaciones de poder aloja la potestad del ejercicio de la vida. Es así como se conforma la idea de que lo animal es jerárquicamente inferior y es por procesos semejantes por los que se adjudica la animalidad en algunos grupos humanos. En esta tensión, entre lo humano y lo animal, se abre una operación sistemática que habilita el ejercicio de la vida misma. En ese sentido, los cuerpos están condicionados al propio ejercicio de “la vida” y “lo vivible”.

La cárcel es el ejemplo paroxístico de estas relaciones de poder, cuya distribución de bienes no solo es escasa, sino que muy a menudo se trata de suministrar distintas dosis de violencia y sufrimiento bajo esa escasez (Daroqui y Rangugni, 2008). Es a través de la cárcel donde el Estado se muestra explícitamente en sus políticas públicas; la omisión se vuelve un acto explícito. La falta deliberada de suministros y distribución de bienes para las mujeres presas, es una forma de establecer aquellas relaciones de poder en un contexto de representaciones disponibles, donde se abre el juego a lo admisible e inadmisible en una sociedad dada.

 

Marcos normativos de los cuerpos en la prisión: el devenir de la sexualidad

En 1996 se sanciona la ley 24.660, ley de ejecución de la pena privativa de la libertad, que vino a derogar al decreto-ley 412 de 1958, que regía a nivel nacional. Dicha ley combina normas de carácter procesal, administrativo y penal, lo que trae como consecuencia que los dos primeros aspectos no puedan ser aplicados a las provincias por la distribución de competencias –conforme lo establecido en los artículos 121 al 128 de la Constitución Nacional, las provincias tienen reservadas para sí la potestad de regular en materia procesal y administrativa–. Esto ha llevado a que cada provincia dicte su propia normativa de ejecución, aunque en la mayoría de los casos han incorporado la regulación nacional al orden provincial (Sozzo, 2009, p.40).

Córdoba no fue una excepción en esta materia y tres años más tarde sancionó, en 1999, la ley N° 8812, que en su artículo 1 establece que la provincia se adecuará al régimen de la Ley Nacional N° 24.660 y el Poder Ejecutivo dictará la reglamentación correspondiente en aquellas materias que sean de su competencia. Asimismo, en 2008 se dictaron los dos decretos reglamentarios que rigen la materia: el 343/08 que regula el régimen penitenciario para personas procesadas y el 344/08 para personas condenadas. Este conjunto de reglamentaciones regula la vida de la prisión en Córdoba.

Tanto a nivel nacional como provincial la legislación en la materia no dispone de regulaciones diferenciales entre mujeres y varones, sino que homogeneiza el régimen penitenciario para ambos casos. No hay estipulaciones específicas para cada género, salvo en lo que respecta a la maternidad. Se regula específicamente sobre las mujeres cuando se refiere a ellas en tanto madres. Fuera de esos casos las leyes y decretos reglamentarios adoptan la expresión “internos” a lo largo de todo el texto legislativo para referirse tanto a varones como a mujeres privadas de su libertad. Por esa razón, la lectura que aquí hacemos del texto normativo tiene en cuenta aquellas dimensiones del cuerpo y la sexualidad que afectan a las mujeres, aunque desde luego también podrían pensarse para los varones.

La ley 24.660 dispone respecto de los establecimientos para mujeres que los mismos estarán a cargo exclusivamente de “personal femenino” y sólo excepcionalmente pueden desempeñarse varones en tareas específicas (art. 190)[7]. Dado el contexto de la ley (anterior a la ley de identidad de género) se entiende que cuando la ley habla de “personal femenino” está adjudicando esta posición subjetiva al sujeto “mujer”, esencializando el ser mujer a un bio-cuerpo de mujer[8] (Preciado, 2002, pp.135-157[9]). Desde luego, la ley requiere que ciertas operaciones sean percibidas como “autoevidente” para instalar un orden jurídico que siempre está vinculado con un orden social jerárquico y estratificado. De este modo, se hace extensivo el patriarcado y la heteronormatividad en esta ley. Después de todo, tal como lo expone Vaggione, “el derecho tiene una larga historia institucionalizando el patriarcado y la heteronormatividad como sistemas de poder” (2012, p.35).

Específicamente, la ley de ejecución penal nacional se encarga de regular las condiciones de detención de las mujeres en tanto madres. Así, se regula específicamente la situación de las mujeres embarazadas, imponiendo que “deben existir dependencias especiales para la atención a las internas embarazadas y de las que han dado a luz”. Se prevé, asimismo, que el parto se lleve a cabo en un servicio de maternidad (art. 192). Lamentablemente, en la cárcel de mujeres de Córdoba no existe ninguna dependencia que procure un cuidado especial para las mujeres gestantes. Sí ocurre, en general, que al momento de parir se las traslada a la maternidad pública provincial para ser atendidas, aunque muchas mujeres que pasaron por esa situación cuentan el maltrato institucional al que fueron sometidas[10]. Es de esperar que a la violencia obstétrica que algunos colectivos de mujeres denuncian se superponga la violencia penitenciaria, en tanto la imposición del cuidado de la seguridad posibilita lógicas de poder en las relaciones entre guardiacárceles y presas.

La mujer presa embarazada queda “eximida de la obligación de trabajar y de toda otra modalidad de tratamiento incompatible con su estado, cuarenta y cinco días antes y después del parto”. La ley impone que, transcurrido ese periodo, su tratamiento no interferirá con el cuidado que deba dispensar a su hijo. Esta última disposición prevista en el artículo 193, resulta muy difícil de constatar pues ingresa en los márgenes de discrecionalidad que la propia ley le otorga al organismo técnico criminológico al momento de hacer valer el avance de una fase a otra.

Durante el periodo de gestación o lactancia no se puede ejercitar ninguna corrección disciplinaria que pueda afectar al hijo/a, según el criterio médico. Por un lado, la norma atiende el cuidado de la niña/o. Por otro lado, ese cuidado está a cargo de la voz de una/un profesional médico. En ese caso, “la corrección disciplinaria será formalmente aplicada por la directora y quedará sólo como antecedente del comportamiento de la interna” (art. 194)[11].

Finalmente, en lo que respecta a las hijas e hijos, la ley dispone que cuando éstas/os sean menores de cuatro años podrán permanecer con la madre en la cárcel. Al cumplirse la edad fijada, “si el progenitor no estuviere en condiciones de hacerse cargo del hijo, la administración penitenciaria dará intervención a la autoridad judicial o administrativa que corresponda” (art. 196). Esta disposición debe interpretarse en concordancia con el artículo 32, introducido por la ley 26.472, que reformó la 24.660 en el año 2008. A la luz de este artículo tanto la mujer embarazada como la madre de un niño menor de cinco años o de una persona con discapacidad a su cargo, podrán acceder a la prisión domiciliaria otorgada por el juez competente[12].

Como se puede observar casi todas las disposiciones que específicamente atienden a las mujeres giran en torno al ser madres. Si bien la maternidad es un punto importantísimo en las mujeres presas, no es la única singularidad que hace al “mundo de las mujeres presas”. Hay una suerte de “delegación práctica” sobre algunos aspectos de la vida de las mujeres tales como: el suministro de insumos higiénicos específicos para los momentos de menstruación o la misma provisión de anticonceptivos. Esa substitución y desplazamiento de una política legislativa a una política administrativa oficia como una barrera en el ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. La ley enfoca y regula aquellos aspectos generales que atienden a la concepción, pero no hace lo propio con la “anticoncepción” de las mujeres, ni tampoco atiende los aspectos vinculados a su sexualidad y sus ciclos menstruales[13]. Todo ello abre a la pregunta sobre el gobierno de los derechos reproductivos y las posibles tensiones que se dan en el contexto de encierro (Roth, 2010).

La prisión, como todas las instituciones totales (Goffman, 2009), regula la mayor parte de la vida en su interior. La sexualidad y la intimidad de las personas son reglamentadas meticulosamente, de modo tal que muchísimos aspectos que en la vida extra-muros son considerados intimísimos, dentro de la cárcel desaparecen de ese registro e ingresan a una dimensión que es objeto de control, regulación y vigilancia. Y también de premios y castigos. Así, en el anexo I de ambos decretos reglamentarios, que regulan las normas disciplinarias para las personas privadas de su libertad, se imponen obligaciones que afectan la intimidad de los sujetos, hecho que se pone en tensión con otra normativa de nuestro ordenamiento jurídico, tal como el principio de razonabilidad constitucional, que surge del artículo 28 de la Constitución Nacional[14].

Dicha normativa dispone como infracción leve “descuidar el aseo personal e higiene del lugar de alojamiento” (art. 3 inc. b). Claramente, este comportamiento fuera de la prisión no ocuparía la atención de nadie; sin embargo, dentro de la prisión no bañarse o descuidar el aspecto personal significan mucho para quienes vigilan la “normalización” de las mujeres. Lo mismo ocurre con el inc. c del artículo 3 que establece como infracción “cocinar en lugares u horarios no autorizados”. Establecer como infracción esta conducta afecta especialmente a las mujeres presas ya que muchas de ellas añoran las épocas en que se les permitía cocinar para sus visitas familiares, especialmente para sus hijos e hijas[15]. Este modo tan particular de regular una conducta, que atienden a controlar el orden de la institución, paradójicamente afecta el lazo con el otro, especialmente a sus afectos más próximos.

Otras sanciones apuntan a resguardar la “seguridad” de la prisión, pero en el mismo sentido ponen en tensión otros derechos, como el de la intimidad y la privacidad tal como ocurre con las infracciones medias de “negarse al examen médico a su ingreso o reingreso al establecimiento, o los exámenes médicos legales y reglamentarios exigibles” (art. 4 inc. a). En la vida fuera de la prisión a nadie se le ocurriría que fuera una imposición una revisación médica, aun cuando se trate de aspectos preventivos de la salud, los exámenes médicos siempre son promovidos por quien es el titular de ese derecho, casi nunca vienen como imposición. Más claramente queda reflejada con la infracción del art. 4 inc. h. que considera una infracción media “negarse injustificadamente a recibir el tratamiento médico indicado o los medicamentos conforme lo prescripto”. Estos trazos disciplinares van inmiscuyéndose en el cuerpo de las mujeres privadas de su libertad, más allá de la razonabilidad o no de la medida.

La intervención en la regulación de los cuerpos es mucho más evidente frente a las sanciones por auto-agredirse o el mero intento de hacerlo, constituyendo este hecho una falta en sí misma. Sería el equivalente a castigar a quien intenta suicidarse. El inc. f. del art. 4 dispone que será una infracción media “autoagredirse o intentarlo con el propósito de obtener beneficios, ventajas o prerrogativas en relación a sus condiciones de alojamiento o régimen aplicable”. Esta disposición es cuando menos llamativa porque habilita un castigo frente a una agresión hacia una/o misma/o. Así mismo, la prohibición de auto-lesionarse por las condiciones de detención evidencia, ya en la enunciación legislativa, notas sobre la precariedad de la realidad carcelaria. Muchas veces lo que provoca el reclamo es precisamente el sufrimiento que las mismas condiciones de vida en prisión provocan. Hay aquí una disposición completa del cuerpo de las mujeres presas, éste es sustraído de la esfera de disposición del sujeto para ser adjudicado completamente al control de la institución.

En otro sentido, se encuentran prohibidas las sanciones disciplinarias que afecten a las mujeres presas gestantes o al hijo/a lactante, siempre que esto esté respaldado por el servicio médico y debidamente documentado (art. 25)[16]. Esta misma restricción rige cuando la presa tenga su hijo/a menor de 4 años en prisión y la sanción pueda afectar la salud física o emocional del niño/a (en este caso la sanción se suspende hasta que cese el riesgo, art. 26). El régimen disciplinario encuentra sus límites en los bordes de la maternidad, que queda franqueada en una inevitable tensión entre la madre y el hijo/a (Pereson, 2012).

El “orden” y la “seguridad” al igual que condicionan el reglamento disciplinario, son dos directrices transversales a toda la institución, razón por la cual también afectan las comunicaciones y especialmente las relacionadas con las visitas. En conexión a esto último, nos interesa traer aquí lo establecido para las visitas en general y para las visitas íntimas en particular. Estas están reguladas en el anexo II: “reglamento de comunicaciones de los internos” de ambos decretos reglamentarios (343/08 y 344/08).

Según lo dispuesto en el artículo 3 de dicho reglamento “el visitante y sus pertenencias, por razones de seguridad, serán registrados. El registro, dentro de la dignidad de la persona humana, será dirigido y realizado por personas del mismo sexo del visitante. El registro manual, en la medida de lo posible, será sustituido por sensores no intensivos u otras técnicas no táctiles apropiadas y eficaces (…)”. La requisa, según lo establecen los decretos, debieran ser lo menos intrusivas e invasivas para la intimidad de las personas; sin embargo, constituyen también un mecanismo de poder en un marco de relaciones desiguales que en ocasiones no cumplen con el umbral mínimo de derechos establecidos.

Las visitas en general son solicitadas por la presa ante el director/a, que las autoriza, y expide un carnet o tarjeta individual a quien efectúa la visita que debe presentar, junto a algún documento que acredite su identidad, al concurrir a la cárcel los días dispuestos para éstas (artículos 5, 6 y 7 de los decretos). El cronograma de visitas debe ser publicado y difundido para conocimiento de las personas privadas de su libertad y sus visitantes; y la frecuencia de las visitas ordinarias no podrá ser menor a una vez a la semana con una duración de dos horas, salvo régimen terapéutico especializado en razón del tratamiento (art. 5). La directora/o puede establecer situaciones especiales o de excepción, como suele ocurrir con los cumpleaños o aniversarios.

El mismo art. 5 de los reglamentos dispone que “el director de cada establecimiento determinará la frecuencia y duración de las distintas clases de visitas, en horarios diurnos y en turnos distintos para hombres y mujeres, teniendo en cuenta el sexo y la edad de los visitantes[17], el número máximo de visitantes que el interno podrá recibir simultáneamente, según fuere su régimen, el nivel de seguridad y las posibilidades de las instalaciones destinadas a tal efecto”. Es interesante observar como a pesar de que el género no ha sido una dimensión que ocupe el interés legislativo, instituye un “mundo simbólico” en la propia ley. Es decir, el género organiza la prisión aun cuando no sea objeto de su problematización. Como ha sucedido en otros lugares del mundo, las cárceles de mujeres han sido organizadas a partir de la regulación las prisiones de varones y tienen todas las características generales de su organización represiva (Carlen, 1983, p.16).

El reglamento también muestra un especial interés en regular la acreditación de las relaciones de pareja que condicionan, desde luego, el derecho de visitas. Así, el vínculo conyugal se acredita presentando la partida o libreta de matrimonio del visitante con el interno (art. 8). Los convivientes con hijos reconocidos podrán acreditarla con la partida de nacimiento de los hijos (art. 14 inc. IV). Y los convivientes que no tuvieren descendencia deberán acreditarlo a través de una información sumaria judicial o administrativa (art. 15). De esta manera, el régimen de visitas de parejas es legitimado a partir de otras instituciones, como el matrimonio, la maternidad/paternidad y en caso de ausencia de éstas la autoridad judicial o administrativa será quien acredite el vínculo.

La legitimación del derecho de visita no sólo se obtiene cuando median otras instituciones, sino también mediante normas morales dominantes. El servicio penitenciario no sólo está obligado a guardar el debido control sobre la institución carcelaria, sino también es un garante de cierto orden moral. En este sentido, no se autorizarán, según el art. 25, la visita de “novio, novia o conviviente cuando el interno tuviese registrada a otra persona en el mismo carácter”; tampoco se autorizará “al conviviente cuando visite a otro interno en tal carácter o cuando el interno reciba la visita de su cónyuge”. La monogamia como régimen sexo-afectivo es especialmente regulada y tenida en cuenta para los vínculos entre presos/as con el afuera. Esto, por otro lado, explicita la dimensión pública de aquellos aspectos que muchas veces son considerados “privados” en la vida extra-carcelaria. Pareciera que la cárcel tiene la capacidad de mostrar con menos eufemismos y más explícitamente estas intersecciones, en donde lo público y lo privado apenas son del orden de lo imaginario.

Así mismo, las visitas íntimas se encuentran previstas en el art. 33 donde se prevé que “el interno” podrá recibir la visita de “su cónyuge o, a falta de éste, del conviviente o persona con quien mantuviera vida marital al momento de la detención, en la forma y modo que determina este reglamento, resguardando la intimidad de ambos y la tranquilidad del establecimiento. Previa evaluación de la calidad del vínculo se podrá autorizar esta modalidad de visita en el caso de una relación afectiva iniciada con posterioridad a la privación de la libertad, siempre que acredite una vinculación no inferior a los seis meses.” Ingresan aquí también al orden moral custodiando la cuestión del tiempo, es decir, se establece un mínimo de duración de la relación, que indicaría un vínculo con promesa de estabilidad. Además, de la “evaluación de la calidad del vínculo” que supondría algo así como un ojo experto en relaciones, sin quedar del todo claro las pautas o estándares que garantizan esa “calidad vincular”.

Además, el derecho de visita íntima o “reunión conyugal” como lo llama la ley está sujeto a algunos otros condicionantes reglamentarios. Por ejemplo, para acceder a este derecho, tanto al inicio como periódicamente cada seis meses, “se requerirá un informe del Servicio Médico del establecimiento sobre el estado de salud psicofísica del interno y si padece o no alguna enfermedad infectocontagiosa, el que será puesto en conocimiento del interno. Si del informe surgiere la existencia de una enfermedad infectocontagiosa, especialmente las de transmisión sexual, el médico deberá informar al interno sobre el carácter de la misma, medios y normas de transmitirla, dejándose constancia de ello.” Todo ello según se regula en el art. 35 a lo que se agrega que la visita “no se autorizará si se constataran indicios de que las condiciones de la visita de reunión conyugal pudieran afectar la salud del interno o de la visita”. En el caso del cónyuge, conviviente o persona que asista a la visita íntima, ésta debe presentar los resultados de los exámenes médicos y de laboratorios ante el Servicio Médico del establecimiento, dicho estudios deben ser renovados cada 3 meses. Se agrega a estos requisitos, un certificado médico sobre su estado de salud psicofísico. Se trata de un claro despliegue del biopoder a través de una modulación sanitaria.

Como medida preventiva los decretos reglamentarios prevén que el Servicio Médico brinde información y asesoramiento “médico-preventiva” sobre las enfermedades de transmisión sexual al visitante y a la persona presa. Esta disposición está destinada a “evitar la propagación de las enfermedades”. Mediante el artículo 37 se difunde la información, aunque no se regula específicamente sobre el suministro de medios de prevención, tales como el preservativo (masculino y femenino); tampoco se pronuncia sobre la anticoncepción. En este sentido se vuelve evidente las medidas de control sobre los sujetos, pero no la intención política de “controlar las posibles enfermedades de transmisión sexual”.

Las “visitas de reunión conyugal”, como las llaman los decretos, deben ser solicitadas por las/os presas/os por escrito e identificando a la persona visitante propuesta. Con ello se inicia un expediente donde se constata: a) el vínculo invocado, b) conformidad por escrito del visitante propuesto, c) constancia de que se han presentado los informes médicos y de laboratorios que certifican inexistencia de enfermedades infectocontagiosas de acuerdo a las exigencias del art. 35 que veíamos antes y d) informes médicos de la persona presa y la visitante. Reunidos estos requisitos el/la Director/a autoriza la “visita de reunión conyugal” (art. 39). En la medida de lo posible estas visitas “se otorgarán cada quince días, con una duración máxima de dieciocho horas”. Los días y horarios son dispuestos por la directora/o del establecimiento, así como también puede autorizar lapsos de hasta cuarenta y ocho horas cuando la visita provenga de fuera de la provincia, en caso de casamiento o aniversario (art. 40).

El artículo 42 dispone que “las visitas se realizarán en sectores especialmente predispuestos que aseguren su realización en condiciones mínimas de infraestructura, y dentro de un marco de orden, higiene e independencia dentro del establecimiento”. Este texto normativo cobra particular importancia para el caso de las mujeres presas, cuyo derecho de visitas íntimas llegó mucho más tarde que en los varones privados de su libertad[18].

Por otro lado, se prohíben las “visitas de reunión conyugal” a las presas o presos que estén alojados en establecimientos médicos, psiquiátricos o asistenciales o cuando se desarrollen regímenes terapéuticos especializados (art. 43). Es una norma interesante pues muestra un régimen de enunciación habilitante o no de la sexualidad, que explicitan los condicionantes bio-médico sobre los cuerpos sexuados de las mujeres presas. Cierta continuidad entre los dispositivos psiquiátricos y carcelarios se inmiscuyen en la propia administración de las prisiones.

Finalmente, las personas presas que estén alojadas en distintos establecimientos penitenciarios pueden visitarse de acuerdo a las disposiciones de los reglamentos (art. 45), con la condición de “tener Conducta o comportamiento Bueno cinco (5), y no registrar faltas graves en el último trimestre” (art. 47). Rige también para el régimen de visitas íntimas todo lo dicho más arriba respecto del informe del Servicio Médico que acredite el estado de salud psicofísica y no padecer de enfermedades infectocontagiosas (art. 50).

Basta un recorrido por las propias reglamentaciones carcelarias para observar como las disposiciones que conciernen al cuerpo acaban por reproducir y reforzar un orden social dominante, que instituye mandatos e imperativos sobre un modo de estar en el mundo. La regulación sobre la sexualidad no es un accidente legislativo o un mero discurrir disciplinar, es mucho más que eso: instituye un orden jerárquico, material y simbólico, por dentro y fuera de la prisión. Un régimen patriarcal que se reinventa y se escamotea por todos lados, sutilezas de un lenguaje lego que naturaliza la artificial dominación.

 

Del rebaño a la jauría[19]

La cárcel de mujeres actualmente difiere en mucho de lo que históricamente ocurría con las mujeres privadas de su libertad que iban a parar al Correccional de Mujeres del Buen Pastor en la Ciudad de Córdoba. Hasta el 2004 las únicas cárceles del interior que alojaban mujeres eran las de Río Cuarto[20] y Villa María[21]. El control social correccional en las mujeres aparecía vinculado a ciertos roles de género y a un orden moral sexual (Vasallo, 2012; Tello, 2012). A diferencia de lo que ocurría con los varones cuyo encierro estaba dirigido a un control social en torno a la punición de ciertos delitos[22]. De allí también que el castigo como lo conocemos en la modernidad esté dirigido principalmente a varones y que las normativas legales se hayan ocupado principalmente en regular la cárcel como si fueran exclusivamente habitadas por hombres. De esta manera el castigo aparece “masculinizado”.

“(…) la cárcel estaba para controlar a los hombres, para las mujeres existían otros mecanismos de control, y lo que existía era el Buen Pastor que era un correccional de mujeres, pero era un correccional no para las mujeres que incurrían en el delito, sino para las mujeres que eran rebeldes, las mujeres que las familias las llevaban. Toda la historia del Buen Pastor es interesante en ese sentido”. (Entrevista Informante Clave, Margarita Rodríguez, personal técnico retirado del SPC, 11/04/2016)

Las monjas de la Congregación del Buen Pastor eran las dueñas del edificio y eran también las que se encargaban de todas las medidas de control dentro de la cárcel (Ini, 2000; Guy, 2000). El Servicio Penitenciario provincial, que co-dirigía la prisión, estaba a cargo de la seguridad y el control del cuidado externo de ésta. A partir de la ley 24.660, gradualmente, el Servicio Penitenciario comenzará a ocuparse de algunas cuestiones administrativas de la institución. De alguna manera los cambios legislativos comienzan a incidir en el castigo de las mujeres y poco a poco éste se comenzará a laicizar, el estado provincial empezará a ganar terreno en la punición de las mujeres y la iglesia emprenderá su “retirada”.

Hacia el año 2000 queda habilitado el complejo penitenciario de Bouwer[23], compuesto por distintos Establecimientos Penitenciarios. La mayoría de ellos alojan a varones, con excepción del EP3 que es el correccional de mujeres. El EP3 será uno de los últimos establecimientos en finalizar su construcción hacia 2004, año en que finalmente las mujeres son trasladadas allí. Esto reconfigura el castigo de las mujeres en distintas direcciones: por primera vez las mujeres estarán alojadas en un edificio carcelario y las condiciones de detención estarán dirigidas por el Servicio Penitenciario plenamente, ya no como guardianes del orden externo, sino para controlar y vigilar la vida dentro de la prisión[24].

La ley 24660 en ese sentido ya había comenzado a reformar las prisiones en general y con ello la cárcel de mujeres en particular. Dos aspectos se destacan de esta ley: su proyecto correccional/normalizador (Sozzo, 2009, pp.33-37) y, asociado a esto, el emprendimiento de reformas penitenciarias que llevaba aparejada la “prisión normalizadora”, es decir, la profesionalización de los cargos altos y de la conducción institucional.

El modelo correccional/normalizador emerge de la ley de ejecución penitenciaria en su artículo 1 al establecer que la “ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social (…)”. Esta finalidad de la pena marcará el rumbo del proyecto correccional albergado en la ley. La finalidad de la cárcel entonces, será la “normalización” de las condenadas y por añadidura también de las procesadas (aun cuando paradójicamente estas últimas sean inocentes según nuestro régimen legal).

La profesionalización del Servicio Penitenciario que implicará la reforma penitenciaria surgirá también de la ley 24.660, que en su artículo 202 dispone “la conducción de los servicios penitenciarios o correccionales y la jefatura de sus principales áreas, así como la dirección de los establecimientos deberán estar a cargo de personal penitenciario con título universitario de carrera afín a la función”. Estos aires reformistas irán marcando las tendencias de la conducción del servicio penitenciario, acompañados desde luego con cierta voluntad política por materializar el proyecto de reforma de las cárceles en Córdoba.

Un impacto importante que tuvo esta reforma es que antes de la ley 24.660 la dirección de la cárcel de mujeres estaba a cargo de varones; después de 1996 asume por primera vez una directora mujer, aunque aún estaba reservado el cargo para el personal de seguridad, es decir, todavía no se había logrado que la dirección estuviera a cargo de una profesional como acontecerá años más tarde.

“Y a partir de la 24.660, en algún momento, después del año 96, se ocupa de las tareas administrativas el Servicio Penitenciario. O sea que la primera directora en esta etapa es una mujer de Seguridad, pero es mujer. Porque antes eran varones. (…) O sea, con la reforma procesal penal. Antes era el director, porque fue como una transición, antes el Director era masculino y del Servicio Penitenciario, que tiene que ver con todo lo que es la jerarquía y el lugar que ocupa la mujer dentro de la institución penitenciaria, y a partir de esta ley, por primera vez una mujer dentro del rango de seguridad penitenciaria ocupa la dirección por un tiempo. Y después está la primera técnica”. (Entrevista Informante Clave, Margarita Rodríguez, personal técnico retirado del SPC, 11/04/2016).

Ya en 1999 asume por primera vez una profesional, Graciela Lucientes de Funes, como Jefa del Servicio Penitenciario, es decir, era quien tenía a cargo la conducción de todas las cárceles de Córdoba. Esto no sólo fue una novedad por el nuevo perfil de la jefatura, que será dirigida por una profesional, sino también por ser una mujer, rompiendo aquella vieja tradición[25] de ser los varones quienes ocupaban cargos jerárquicos.

“Y a partir del 99, si no recuerdo mal, entra como jefa del Servicio Penitenciario Graciela Luciente de Funes, que es psicóloga y que empieza cumplimentar lo más… O sea, dijéramos en términos académicos, empieza a ocuparse de la reforma penitenciaria y pone la primera técnica mujer. (…) Con ella se abre una etapa de directores de establecimientos profesionales, con títulos universitarios (…). Bueno, ahí empieza un período, donde las jefas del establecimiento son mujeres hasta que, en el año 2008, la actual jefatura va terminando con las jefaturas profesionales, lo que significa títulos universitarios para la ley 24.660. Y desde el 2008 hasta la actualidad son jefaturas de oficiales; mujeres, pero oficiales”.  (Entrevista Informante Clave, Margarita Rodríguez, personal técnico retirado del SPC, 11/04/2016).

Las reformas penitenciarias, acompañadas de los cambios legislativos y la construcción del nuevo edificio carcelario, también provocaron cambios en la vida de las personas privadas de su libertad en diversos sentidos. La distancia de la cárcel de Bouwer impactó en la vida de las mujeres presas y de sus familias. El Buen Pastor era un edificio ubicado en el casco céntrico de la ciudad, con un fácil acceso y muchas líneas de transportes públicos que facilitaban la llegada de las visitas; mientras que Bouwer es una cárcel ubicada en una zona rural hacia el sur de la provincia, en el Departamento de Santa María, a 17 km de distancia de la ciudad de Córdoba, cuyo acceso de transporte público es interurbano con una frecuencia mucho menor que en la ciudad y con costos más elevados. Esto afectó considerablemente la economía familiar de las personas presas, que de por sí se trataba, y continúa siendo así, de sectores de la sociedad menos favorecidos, ya que la “selectividad del sistema penal” en la justicia, sigue contribuyendo a que se criminalicen a las personas más pobres. Por otro lado, la distancia también repercutió en la escasa economía de las mujeres alojadas en las cárceles, cuyas comunicaciones telefónicas vieron incrementar el costo de sus llamadas por ser de larga distancia.

“(…) El tema de las comunicaciones, viven hablando por teléfono a la casa, tanto los varones como las mujeres. Si les preguntas no sé cuántas veces por día habla. (…) Hay mucha comunicación y por eso también necesitan mucho la tarjeta telefónica. Bueno, en Cruz del Eje era un lío el tema de las monedas, porque el teléfono era con monedas. Esto de poder mantener la comunicación… Por eso también es complicado cuando los alejan porque ya las llamadas dejan de ser urbanas, entonces vos donde antes podías hablar quince minutos allí podés hablar dos y es costoso. Digo, esta necesidad de comunicación que tienen es tremenda… bueno y es lógica digamos. Y porque también, porque se ve obturada por la cárcel, la cárcel hace todo para que… en vez de promover el lazo social, hace todo para interrumpirlo digamos, porque la cárcel está estructurada de ese modo, no porque sean unos perversos los guardiacárceles, que de hecho un montón lo son, sino porque bueno, hay un dispositivo creado que tiene unas características y que opera de eso modo”. (Jimena Rosso, Informante Clave, miembro de la PPN, 09/10/2013).

Por otra parte, las mujeres presas alojadas en el Buen Pastor convivían entre mujeres de diversas proveniencias y con distintas causas, algunas contraventoras, otras presas políticas y también las que estaban detenidas por delitos. Esta heterogeneidad posibilitaba un intercambio e interacción muy diverso entre ellas. A su vez, el viejo convento tenía una arquitectura menos parecido a una cárcel y más próximo a una casa, por lo que funcionaba más como hogar-asilo que como “penitenciaria”. Todo ello, generaba una dinámica de vida en el correccional muy distinto al régimen de Bouwer, con una estructura mucho más jerárquica y verticalista, sometidas a medidas de control y vigilancias tendientes a la corrección de, ahora sí, “la mujer delincuente”. Cambia en este sentido también el estatus de la mujer presa: de la “mujer transgresora” a la “mujer delincuente”.

“Los cambios tienen que ver también con la transformación de la criminalidad de la mujer. El Buen Pastor alojaba mujeres rebeldes, no necesariamente estaban derivadas por el sistema penal. En esa época los delitos que caracterizaban a las mujeres tenían más que ver con relaciones vinculares, homicidios, por ejemplo. O… prostitución. Que en algún momento la llevaban al Buen Pastor, pero que después, cuando ya estaban muy criminalizadas las llevaban a Encausados a las contraventoras. O sea, el sector de Encausados era el sector de contravenciones y ahí iban, yo también estuve en esa parte peleándola, iban mujeres y travestis. Te estoy hablando de antes de la 24.660.(…) las mujeres del correccional de Buen Pastor eran aquellas que podían ser corregidas. ¿Qué pasa? La ley de drogas, que se implementa más o menos por la misma época que la 24.660, un poco antes si no me equivoco. La ley de drogas (…) aumenta el alojamiento de mujeres; la mujer empieza a verse involucrada en causas de drogas, entonces se aumenta la población de mujeres”. (Entrevista Informante Clave, Margarita Rodríguez, personal técnico retirado del SPC, 11/04/2016).

La ley 23.737, que modificó el Código Penal hacia finales de 1989, afectó de un modo especial a las mujeres. Bajo esta ley fueron principalmente detenidas aquellas personas que transportaban y comercializaban (vendiendo principalmente) estupefacientes. La persecución de los delitos por droga en la “lucha contra el narcotráfico” termino por encarcelar al peldaño más bajo, como ocurre con la mayoría de las personas privadas de su libertad. Esta criminalización acabó afectando a las mujeres en tanto la mayoría de los “puntos de ventas al por menor” de estupefacientes funcionan en casas de familias pobres. Este tipo de actividad combina la labor doméstica y de cuidado que muchas mujeres tienen a su cargo, al tiempo que sostienen y/o contribuyen en la economía de sus hogares. En la práctica, esta ley no solo no significó un avance en desmantelar las “grandes redes de narcotráfico”, sino que produjo un incremento de la población de mujeres encarceladas, de modo tal que hacia mediados del 2000 la gran mayoría de la población penitenciaria “femenina” estaba compuesta por mujeres imputadas de delitos vinculados con drogas (Corda, 2015, pp.13-18; PPN, 2017, p.19)[26].

“(…) pero si, la ley 23.737. Entonces, ¿qué pasa? Empiezan a caer mujeres atípicas. Ponele, hasta te diría que empiezan a ser detenida la pareja. Una “pareja legal”, donde él está detenido, entonces empiezan los primeros encuentros. Porque… antes la mujer o había matado a su pareja o era soltera y había matado a su hermano, las características de las mujeres que caían no tenían parejas estables. Por lo tanto, en el Buen Pastor la visita del hombre no existía para encuentros sexuales. A partir de que empiezan a ser detenidos por la problemática de la droga, en líneas generales, (…) te podría decir que a partir de que empieza esta ley, aumenta por un lado las mujeres por delitos de drogas y sumado al marido alojado. O sea que a partir del derecho del marido empieza la privada de la mujer, que empieza a ser trasladada la mujer a la penitenciaria, porque en Encausados, mientras que había procesados no existía contacto sexual o existía una vez a la semana, no me acuerdo… Pero me parece que estaba relacionado con estos tipos de cambios en la criminalidad de la mujer y en los tipos de vínculos estables derivados de ello, no es cierto; como la ley de drogas se introduce el arresto de grupos familiares. Casi te aseguraría que es a partir de los derechos del hombre a la privada, que aparece la visita de la mujer. A la mujer se la trasladaba al lugar del hombre para mantener relaciones en la privada. Bueno y van apareciendo también los derechos de los procesados, que antes no tenían acceso a la privada, porque Encausados no estaba equipado para privadas (…)” (Entrevista Informante Clave, Margarita Rodríguez, personal técnico retirado del SPC, 11/04/2016).

La sexualidad de las mujeres en la prisión emerge como reconocimiento al derecho a gozar del varón. Sólo a partir del derecho a visitas íntimas de los presos varones es que comienza a ser imaginada una sexualidad “femenina”. Las mujeres presas, que históricamente no le reconocían el derecho de visitas privadas, obtendrán este derecho recién en el último tramo de la cárcel del Buen Pastor[27]. La falta de reconocimiento de este derecho refleja toda una mentalidad social en torno a la sexualidad de las mujeres; no solo las monjas prohibían las visitas íntimas de las mujeres, sino que esto era posible por un entorno social que habilita tal invisibilidad (Mingolla, 2013). De hecho, en pleno comienzo del siglo XXI, cuando se construye la cárcel de Bouwer -que fue presentada como prisión modelo del proyecto “normalizador”- el diseño arquitectónico no fue acompañado de una reglamentación amplia para las mujeres. Es decir, el régimen de las visitas íntimas de las mujeres seguía condicionado a que se comprobara estar legalmente casadas y sin algún tipo de “impedimento físico” (como no estar menstruando). De modo que, el ejercicio del derecho de visitas íntimas solo podía ejercerse mediante un matrimonio legal, que era asumido como la legítima forma de ejercer la sexualidad de las mujeres. Las mujeres con parejas varones detenidos eran trasladadas a la cárcel de varones donde había un espacio dispuesto para mantener relaciones sexuales.

“Nunca la mujer tuvo “privadas” por ejemplo. (…) Y ahí es interesante relacionarlo con toda la historia de las monjas. Pero lo importante es que, hay toda una reforma penitenciaria, digamos. Donde se saca del ámbito confesional la administración de la mujer y sin embargo no se tiene en cuenta este aspecto. La mujer podía ingresar como visita privada del hombre detenido si era casada, históricamente. Cuando se abre Bouwer hombres, se hace un sector para las visitas, o sea, se sectorializa el ingreso de la visita, se saca la privada del pabellón, de toda la promiscuidad que era el pabellón; se hace el túnel, el “rulero”, que le llamábamos, no túnel…

(…) cuando se abre Bouwer había que crear una institución con lineamientos distintos. Bueno y, por ejemplo, la mujer no tenía el derecho o no podía ingresar si estaba menstruando. Y en el Buen Pastor, cuando se van a Bouwer, en el 2005, o sea, en pleno siglo XXI, no se calculó la posibilidad de que recibiera visitas íntimas por fuera del matrimonio”. (Entrevista Informante Clave, Margarita Rodríguez, personal técnico retirado del SPC, 11/04/2016).

“Cuando se construyó el Correccional de Mujeres en Bouwer había un espacio para las visitas íntimas, pero las gozaban aquellas mujeres que tenían parejas constituidas conforme a la reglamentación vigente en ese momento. La 412 del año 58 no daba lugar al concubinato, así que ese reconocimiento debe de haber sido una lucha que ellas debieron lograr con el paso del tiempo. Recién en el año 1996, con la ley 24.660 se incorpora la posibilidad del concubino o del concubinario. Además, cuando pasan a Encausados, se habilita un espacio para la visita íntima de las mujeres, pero allí están poco tiempo. Cuando pasan a la cárcel de Bouwer, la construyen con un sector para las privadas, igual que para los hombres. Lo que pasa es que fue una lucha para las mujeres ir accediendo a las visitas íntimas en la institución, por más que estuviera reglamentado. Por otro lado, dependía de que la mujer tuviera marido afuera o pareja que en principio tenía que ser condenado, porque con los procesados se fue abriendo el derecho en iguales condiciones que los condenados con el paso del tiempo y especialmente con la 24.660”. (Entrevista ampliada Informante Clave, Margarita Rodríguez, personal técnico retirado del SPC, 26/03/2018).

El régimen carcelario para las mujeres, por un lado, extiende el ordenamiento jurídico y las disposiciones carcelarias de varones como si fueran un mismo género, subrogando el cuerpo de las mujeres en el de los varones y, por otro lado, oculta e “invisibiliza” la sexualidad de las mujeres y sólo se ocupa de distinguirlas cuando devienen madres. El castigo en la mujer o bien ha sido tendiente a exaltar su sexualidad -criminalizando la prostitución, por ejemplo- o bien ha suprimido, invisibilizado o tachado el ejercicio de la sexualidad de éstas, con la excepción de la maternidad que ha ocupado un interés exclusivo en los diseñadores de la prisión correccional.

 

La cárcel de mujeres: ¿Una metamorfosis del cuerpo sustraído?

El castigo significa un conjunto de prácticas normativas y significantes, que muy a menudo se aproxima a la ilegalidad, en un marco institucional de legalidad. Pero esas prácticas cambian de acuerdo a las contingencias sociales donde se producen y a los sentidos disponibles de una cultura dada. Dentro de esa producción simbólica ingresan distintos estatus del sujeto, que se establecen jerárquicamente y que permiten elaborar marcos de legibilidad de los cuerpos. El género y la sexualidad ingresan como modulaciones desde donde se intercepta al cuerpo para hacer inteligible al sujeto.

El sujeto ingresa al campo del derecho de la mano de las disposiciones normativas, devenidas en leyes, que le permiten acceder al universo de los derechos y que lo instituyen ciudadana/o. En ese marco, “las mujeres” ingresan al campo del derecho desventajadas. El reconocimiento de éstas requiere de una reformulación de sus términos, por fuera de la universalidad y la abstracción. Y es justamente lo que está ausente en las reglamentaciones y regulaciones en torno a la ejecución de la pena para las mujeres. Dado que no hay una especificidad para las mujeres en la ley nacional y los reglamentos provinciales que las contemplen, quedan subsumidas al castigo de los varones.

Las regulaciones y reglamentaciones en torno al encarcelamiento de las mujeres dan cuenta de la desatención a la cuestión de género que tiene la ejecución de la pena. Tanto a nivel nacional como provincial la legislación en la materia no dispone de regulaciones diferenciales entre mujeres y varones, sino que directamente homogeneiza el régimen penitenciario para ambos casos. No hay estipulaciones específicas para cada género, salvo en lo que respecta a la maternidad. Como suele ocurrir en los debates en torno a la reproducción de las mujeres, hay una saturación de regulaciones en torno a las mujeres en tanto madres, pero una ausencia total de disposiciones acerca de la anticoncepción y de los cuidados específicos que las mujeres requieren para su salud integral. Tampoco las legislaciones penitenciarias contemplan la diversidad sexual y la identidad de género.

La sexualidad y numerosos aspectos que atienden al cuerpo, tales como el aseo y la higiene personal, aparecen ligados al régimen disciplinario y sancionatorio. Estas sanciones atienden al resguardo del “orden” y la “seguridad” de la prisión, pese a tratarse de aspectos vinculados con las necesidades y derechos de las mujeres presas. En esa dirección, el régimen de visitas de parejas es legitimado a partir de otras instituciones, como el matrimonio, la maternidad/paternidad y en caso de ausencia de éstas la autoridad judicial o administrativa será quien debe acreditar el vínculo. La legitimación del derecho de visita no sólo se obtiene cuando median otras instituciones, sino también mediante normas morales dominantes. En ese sentido, el Servicio Penitenciario no sólo está obligado a guardar el debido control sobre la institución carcelaria, sino también es un garante de cierto orden moral.

En las últimas décadas hemos asistido a toda una transformación edilicia y estructural de la cárcel de mujeres, se produjo un proceso de secularización plena del castigo de las mujeres y, sin embargo, no se produjeron desplazamientos en las fronteras de los derechos de las mujeres presas. El cuerpo de la mujer ahora es sigilosamente controlado por una institución que la subsume al cuerpo del varón a la hora de organizar la prisión, pero proyecta la re-producción social al momento de pre-figurar “la mujer”. El género organiza la cárcel y el conjunto de prácticas que se desarrollan en ella. Pese a que ni la legislación ni la administración se ocupan explícitamente de los aspectos atinentes al género y la sexualidad, un universo de re-presentaciones entorno a ellas se viven en la prisión.

 

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[1] Fecha de recepción: 25/09/2020. Fecha de aceptación: 30/11/2020.

[2] Feminista. Prof. de Sociología Jurídica; Dra. en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Mgter. en Criminología por la Universidad Nacional del Litoral (UNL). Becaria Post-doctoral del CONICET.

[3] Sostengo aquí un fonema de la lengua oral o la lengua viva pues refleja un posicionamiento político respecto de la incorporación de otros sujetos al lenguaje y con ello a la vida. Al igual que el lenguaje inclusivo, ciertas variantes expresivas advierten sobre la necesidad de visibilizar otros cuerpos, otras expresiones y en última instancia un sujeto con género que se cuela en el lenguaje, vive en él y re-produce su estatus.

[4] Desde la perspectiva de la víctima Madriz (2001) ha mostrado también como se construye la categoría de “buena” y “mala” víctima y cómo esto afecta y condiciona el comportamiento de las mujeres.

[5] Sigo acá la idea de autores clásicos como Nils Chistie, que en 1988 en su libro Los límites del dolor, nos muestra como todo castigo supone algún grado de sufrimiento. Más recientemente, Sozzo (2007, 2009) ha utilizado esta misma noción para analizar los modelos de prisión en Argentina.

[6] Digo “más o menos” para abrir paso a la inestabilidad de la propia noción de “las mujeres”. Es decir, dando lugar a la pregunta que el propio feminismo nos ha heredado sobre ¿qué es una Mujer? (Dorlin, 2009: 67- 89). Porque pese a qué la categoría de “Mujer” funciona para aglutinar a un conjunto de personas con determinadas características y atributos biológicos y culturales, hay una re-actualización permanente que re-edita el guion que anhela captar el imaginario de “La Mujer”, pero que fracasa en esa misma pretensión (Butler, 2006).

[7] Lo mismo dispone el decreto provincial 343, en su Artículo 82, por lo que el análisis realizado aquí para el nivel nacional, vale para la normativa provincial.

[8] Claramente no sólo el ser mujer está esencializado, también la posición masculina a lo largo de toda la ley se presenta como obvia, como si se tratara en todos los casos de “mujeres” cuando se habla de femeninas y de “varones” cuando se habla de masculinos.

[9] En el capítulo “Tecnologías del sexo” estx autore retoma la contribución de Donna Haraway para hacer su apuesta teórica mostrando como la tecnología es una categoría clave alrededor de la que se estructura las especies (humanas / no humanas), el género (masculino / femenino), la raza (blanco / negro) y la cultura (avanzado / primitivo). En ese punto, se vislumbran la distinción entre bio-cuerpo y tecno-cuerpo.

[10] Este trabajo se inscribe en una investigación mayor donde se hicieron 20 entrevistas, entre los años 2013 y 2014, a mujeres privadas de su libertad en la cárcel de Bouwer. Allí emergen relatos y denuncias de las condiciones de vida en el encierro, como las enunciadas en este texto. A partir de la visibilidad de las malas condiciones en la que se encuentran las mujeres presas, en 2019, luego de una serie de muertes en el penal (muchas vinculadas con el acceso a la salud) se creó una Mesa de Diálogo Interinstitucional para dar respuestas a las problemáticas que sufren las mujeres encarceladas, donde participa el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Provincia y distintos organismos y organizaciones de la sociedad civil. Ver: https://www.lavoz.com.ar/sucesos/carcel-de-mujeres-tras-intervencion-crearon-una-mesa-interinstitucional

[11] Una disposición semejante establece el art. 25 del decreto provincial N° 344/08 y el art. 90 del decreto 343/08 (que, como ya hemos dicho, rigen para condenadas y procesadas respectivamente).

[12] En el caso del decreto 343/08 que dispone la normativa para procesadas vale lo dicho para la ley nacional, pues este se restringe a reproducir casi textualmente sus artículos y bajo el título IV que trata sobre “Grupos diferenciados” establece la normativa para “mujeres” (art. 82 al 90). En lo que respecta al anexo I (sobre el reglamento de disciplina de los internos) y el anexo II (reglamento de comunicación de los internos) estos decretos provinciales disponen exactamente del mismo régimen legal, es decir, condenadas y procesadas tienen estipuladas de manera idéntica las mismas normas.

[13] Algunas investigaciones empíricas han mostrado como a nivel federal el suministro de preservativos por parte del Servicio Penitenciario es azaroso, discontinuo y en algunos casos inexistentes (Daroqui y otres, 2006, p.128).

[14] El artículo 28 establece “Los principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores artículos, no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio.” 

[15] Este registro surge tanto de las entrevistas a les informantes claves como de los relatos de las mujeres presas, especialmente aquellas que vivieron el traspaso de la cárcel del Buen Pastor al Establecimiento Penitenciario Nº 3 de Bouwer.

[16] En estos casos la sanción es colocada formalmente y queda asentado en el legajo de la presa.

[17] El destacado me pertenece.

[18] No hay precisión con respecto al año exacto en que se adquiere el derecho de visitas íntimas. Pero si sabemos por los relatos de las mujeres y algunas personas entrevistadas del servicio penitenciario que las visitas íntimas en mujeres se dieron entre fines de los 90 y principios de 2000 con la creación del EP3 de Bouwer. Las pocas mujeres presas que estuvieron alojadas en el Buen Pastor remiten el derecho de visitas íntimas al embarazo de una compañera que se dio en el marco de una visita familiar, cuando se encuentra con su marido. Mientras en el registro de une de les informantes claves este derecho se adquiere recién en Bouwer, es decir, a partir de 2004 cuando se crea la cárcel de mujeres. Lo que es cierto es que recién allí, se crea un espacio físico para las visitas íntimas de las mujeres, antes de ese año no existía tal espacio y las mujeres presas que tenían parejas varones presos eran trasladadas a la cárcel de varones para el ejercicio de este derecho. La cárcel de Bouwer es un complejo penitenciario en donde hay distintos establecimientos penales. Entre 2000 y 2001 se trasladas a los varones y es el primer lugar que establece un espacio diferenciado para las “visitas comunes” y las “visitas íntimas”. De acuerdo al testimonio de une informante clave, “en la cárcel de varones siempre estuvieron habilitadas las visitas, solo que se daban en los lugares comunes, lo cual era objeto de disputas y negociaciones constantes, incluso de intercambios entre reclusos. En Bouwer aparece “el tubo” y un lugar diferenciado para la visita íntima” … “antes de la ley 24.660 las visitas estaban divididas. Una vez al mes ingresaba la visita general y los fines de semana se daban las visitas íntimas. Con respecto al sexo, te puedo decir que los hombres siempre tuvieron la posibilidad del ingreso de la pareja y otras más, porque el sistema tanto de la ley como la infraestructura de la penitenciaria no dio para la organización de la vista y precisamente cuando se intenta implementar es que se da el motín de 2005 en el Penal de San Martín.” (Conversación telefónica por audios con Informante Clave, ex agente del SPC, 24/11/2020)

[19] Agradezco la sugerencia del título a Natalia Monasterolo, quien me arrimó con mucha delicadeza metafórica esta idea: “a las ovejas se las guía, a través del mando del pastor, que castiga con amor. A las perras se las hostiga, se las encierra en jaulas, es decir, se las castiga con odio y desprecio.”

[20] El Establecimiento Penitenciario Nº 6 de Río Cuarto está ubicado en la localidad que lleva ese nombre a 218 km de la Capital, es el más antiguo del interior de la provincia. Se inauguró el 25 de octubre de 1909 y aloja a varones y mujeres condenadas y procesadas. Para más información puede consultarse el sitio oficial: https://www.cba.gov.ar/establecimiento-penitenciario-no-6-rio-cuarto/.

[21] El Establecimiento Penitenciario Nº 5 fue inaugurado el 4 de junio de 1937 en la ciudad de Villa María a 149 km de la Capital y aloja a mujeres y varones de la región. Para más información puede consultarse el sitio oficial: https://www.cba.gov.ar/establecimiento-penitenciario-no-5-villa-maria/.

[22] La diferencia entre el control social en las mujeres y los varones, no quita la selectividad que ha caracterizado desde siempre al sistema penal.

[23] Tal como lo especificaremos más adelante es un complejo, donde funciona tanta el Establecimiento Penitenciario Nº 3 (cárcel de mujeres) como establecimientos para varones privados de su libertad. Está fuera del ejido urbano de la Ciudad de Córdoba, a 17 km de distancia. 

[24] El Buen Pastor funcionó como cárcel hasta el año 2000. Durante la intervención del brigadier Raúl Óscar Lacabanne en Córdoba (entre 1974 y 1975) y la última dictadura militar (1976-1983), el penal funcionó además para la reclusión de detenidas políticas (Tello, 2012). Hasta 1989 la dirección de la cárcel estuvo en manos de las monjas del Buen Pastor y desde entonces comenzó a dirigirlo el Servicio Penitenciario de Córdoba hasta el 2000, año en que se desacraliza la Capilla por una ley provincial y se traslada a las mujeres presas a Encausados donde fueron “transitoriamente” alojadas, hasta la inauguración del Establecimiento Penitenciario N°3 de la cárcel de Bouwer en 2004. Es decir, durante casi un siglo las monjas tuvieron algún rol en el castigo de las mujeres. Incluso luego de 1989 (año en el que el estado provincial asume la dirección del castigo), las monjas continuaban a cargo de la custodia espiritual de las mujeres detenidas.

 

[25] Pese a vislumbrarse una ruptura en la conducción de los mandos altos del Servicio Penitenciario, Graciela Lucientes de Funes fue la única mujer en ocupar ese cargo.

[26] En el mismo sentido Malacalza (2015, pp.117 y 118) indica que en los últimos años se ha producido en la provincia de Buenos Aires un aumento significativo del número de mujeres detenidas a partir de la desfederalización en materia de estupefaciente. De modo tal que, según la autora, el 40% de las mujeres presas en esa provincia están detenidas por este tipo de delitos. Sostiene Malacalza: “los tipos penales que la ley contiene no hacen distinción aparente entre hombres y mujeres, pero su aplicación ha producido un impacto diferenciado, que se traduce en un incremento significativo en la criminalización de mujeres pobres imputadas por el delito de tenencia simple de estupefacientes; facilitación gratuita de estupefacientes y tenencia de estupefacientes con fines de comercialización”.

[27] En un taller con mujeres presas en Bouwer, algunas de las previamente habían estado alojadas en Encausado y antes en el Buen Pastor cuentan cómo se logró el derecho de visitas íntimas para ellas. De acuerdo al relato, una de las presas se quedó embaraza y las monjas se preguntaban cómo podía ser. Una de las presas cuenta que fue en una “visita común”, que entra varias hicieron un círculo y dentro de este estaba una de las presas con su esposo (que estaba de visitas). Por ese encuentro, se queda embarazada y es recién a partir de allí que se empieza a habilitar las “visitas íntimas” a las mujeres con esposos. (Relato tomado de un taller en la cárcel de Bouwer)