La táctica del hashtag, escraches y los feminismos en Uruguay[1]

The strategy of the hashtag, escraches and feminisms in Uruguay

 

Lucía Giudice[2]

 

Resumen

En los últimos meses, a través de la estrategia del hashtag en redes sociales, diversos ámbitos de la educación y cultura uruguaya fueron denunciados como escenarios de acoso y abuso sexual. De este modo, las denuncias fueron tramitadas forma no oficial. En este artículo se busca analizar desde una perspectiva jurídica crítica feminista la estrategia del hashtag como una de las técnicas empleadas por los feminismos para visibilizar las diversas dimensiones de la violencia machista ante la ausencia de estructuras e instituciones que den respuesta a los problemas específicos de las mujeres y sujetos feminizados. A estos efectos, se analizará si el hashtag como estrategia es equiparable a los escraches, y en todo caso, cuáles son las diferencias entre sí. En el pequeño país, la marea feminista dejó fuertes debates afuera pero también a la interna del movimiento feminista uruguayo, así como desnudó las consecuencias que esta estrategia tiene para las denunciantes. 

Palabras clave: feminismos; derecho; escrache; punitivismo; redes sociales.

 

Abstract

Recently, through the hashtag strategy on social networks, various areas of Uruguayan education and culture have been denounced as scenes of sexual harassment and abuse. Thus, the complaints were processed unofficially. This article seeks to analyze from a feminist critical legal perspective the hashtag strategy as one of the techniques used by feminisms to make visible the various dimensions of sexist violence in the absence of structures and institutions that respond to the specific problems of women and feminized subjects. For these purposes, it will be analyzed if the hashtag as a strategy is comparable to the “escraches” (a word from the slang that the group H.I.J.O.S.) took as its own for a mode of direct activism against those responsible for human rights violations of the last Argentine dictatorship) and in any case, what are the differences between them. In the small country, the feminist tide left strong debates outside but also within the Uruguayan feminist movement, as well as exposed the consequences that this strategy has for the complainants.

Keywords: feminisms; law; punitivism; social networks.

 


 

“Tal vez a usted le parece, desde su perspectiva, que el mundo es un tribunal donde todo se pesa en la balanza de la justicia. No, señora jueza, el mundo es una balanza rota.” – (Gabriel Calderón; Ana contra la muerte)  

 

Introducción

La potencia transformadora de los feminismos en este siglo vino acompañada por el uso de las redes sociales para visibilizar las dimensiones de la violencia machista que el derecho, tal y como fue creado, no podía ni puede canalizar en su totalidad. Ante la ausencia de estructuras e instituciones que den respuesta a los problemas específicos de las mujeres y sujetos feminizados, se emplea el escrache en redes como una estrategia que genera fuertes debates afuera pero también a la interna del movimiento feminista.

Hace unos meses en Uruguay, el hashtag #MeLoDijeronEnLaFmed (referido a la Facultad de Medicina – Universidad de la República) se convirtió rápidamente en tendencia para exponer episodios de violencia verbal, psicológica, y física sufridos por las estudiantes y docentes de parte de varones cis del ámbito universitarios de la salud. Pocos días después, sucedió lo mismo con el #MeLoDijeronEnlaFder (referido a la Facultad de Derecho), con menos impacto, pero con la misma potencia que su predecesor. En cuestión de días apareció #VaronesCarnaval, a partir del cual se dieron detalles, nombres y apellidos de posibles acosadores y/o abusadores.

Sin perjuicio de que hay acuerdo acerca de la utilidad de estas campañas para dar voz a quienes no pueden manifestar por otro medio la violencia padecida, la estrategia no está en nada exenta de problemas. Por el contrario, tuvo como consecuencia el hostigamiento a presuntas víctimas, amenazas a les titulares de las cuentas en redes, así como el uso de los hashtags para denunciar hechos que desnaturalizan por completo la intención inicial. Pero, además, todo esto sirvió para poner de manifiesto los profundos desacuerdos que existen a la interna del movimiento feminista (como en cualquier movimiento político) acerca de las prácticas que llevamos a delante para combatir el sistema de opresión en el que viven las mujeres y disidencias.

En un país que se caracteriza por amortiguar (o enmascarar) las diferencias en el plano discursivo, el debate entre los feminismos todavía no ha alcanzado el punto álgido de discusión. A pesar de la tendencia a ocultar estas discrepancias, es importante naturalizar que las feministas tenemos entre nosotras acaloradas discusiones sobre cuál es la manera de desmontar la organización patriarcal y sus consecuencias. En ese contexto y en esta coyuntura histórica surgen preguntas ineludibles, entre las cuales se encuentran: ¿son suficientes las instituciones que tenemos? ¿qué debemos cambiar? ¿son nuestras estrategias las adecuadas para los fines que perseguimos? ¿debe ser el escrache una de ellas? ¿Es el hashtag la forma de escrache del siglo XXI? Hasta el momento no parece existir una única respuesta a estas preguntas y es probable que dentro de las diversas vías de acción cometamos errores o caigamos en contradicciones no deseadas. Pero, como dijo Ileana Arduino, las contradicciones no se eligen, se instalan. Enfrentarlas es necesario y saludable, pero también reclama un esfuerzo extra, tal como se nos exige siempre a las mujeres. 

 

Hashtags y escraches

Antes de ingresar al tema que motiva este artículo, es preciso formular algunas aclaraciones sobre los escraches, hashtags y las posibles relaciones entre ambos.

“Escrache” es una palabra del lunfardo que el colectivo Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.) tomó como propia para un modo de activismo directo contra los responsables de violaciones a los derechos humanos de la última dictadura argentina. El objetivo fue a la vez de denuncia y de sanción social, así como crear conciencia pública sobre la impunidad en los crímenes cometidos por el Estado y la Junta Militar.

Bajo este modelo y en muchas otras circunstancias, el escrache tiene lugar cuando los mecanismos institucionales de defensa de la sociedad ante situaciones que la dañan no son efectivos o no existen. Y consiste en alertar a los vecinos de una presencia que genera un riesgo colectivo, y comunicar al propio escrachado que resulta indeseable para la comunidad. H.I.J.O.S. puso en circulación todo aquello que sus opresores o victimarios habían querido mantener oculto. Esto también funcionó como una estrategia para recuperar la voz y validar el relato propio acerca de aquellos hechos. Los escraches son acciones políticas en las que la dimensión creativa coadyuva a su visibilidad y potencia. Así, en Argentina, de donde proviene el término en análisis, existe una larga historia de prácticas de activismo artístico, entendiendo por ello experiencias que producen desbordamientos en la intersección entre arte y política, desdibujando sus fronteras, provocando mutuas contaminaciones e interpelaciones de sus modos de hacer y de circular instituidos tanto en el arte como en la política. Se trata de acciones gráficas, de intervención en la trama pública, que apelan a modos de hacer colectivos y buscan incidir en su entorno, así como visibilizar la protesta. (Longoni, 2018)

El escrache como intervención social lejos de ser un acto espontáneo, adquiere sentido a través del trabajo colectivo y enunciación explícita, denunciando la falta de respuesta de lo público. No se trata de meros insultos o abucheos, ni es una pura expresión de descontento, porque denuncia doblemente los motivos que causan su reacción y el hecho de que no hay canales institucionales para reclamar una intervención estatal que investigue y eventualmente sancione los hechos denunciados (Maffía, 2013). 

En este punto es interesante lo que Ulises Gorini expresaba sobre las Madres de Plaza de Mayo y el protagonismo que asumió para ellas la dimensión visual y la generación de símbolos que las identificara como grupo: «Querían ser vistas. Era una obsesión. […] Se dieron cuenta de que su propia imagen de madres estaba, a su modo, imponiendo otra verdad» (Gorini, 2006, p.117 en Langoni, 2018). En efecto, el escrache, en su origen, busca visibilizar a través de símbolos una situación intolerable que no encuentra remedio a través de los canales institucionales existentes. Pero no se trata de cualquier expresión, sino de aquellas organizadas, colectivas, que adquieren sentido y relevancia a través de la adhesión de otras personas comprometidas con lo que se denuncia. 

Más recientemente, Maffía explicó que el escrache en las redes aparece por el maltrato institucional y la inexistencia de espacios institucionales:

“La desconfianza en las denuncias de las mujeres, la sospecha de que son ellas quienes buscan la situación o que tratan de conseguir notoriedad empezó a hacer que las mujeres dejaran de hacer las denuncias formales. En la Justicia hay una construcción de impunidad que opera contra las denuncias. El escrache como mecanismo es riesgoso. Tiene un efecto virtuoso, que es encontrar contrapartes en las redes que te dicen que te creen y te acompañan, y además puede despertar a otras personas que han sufrido una situación similar.” (Maffía, S/D)

Precisamente, una de las formas que algunos colectivos han pretendido adoptar como escrache en redes es el uso del hashtag. Este término refiere a una etiqueta que representa un tema sobre el cual los usuarios de una red social pueden incluir una aportación u opinión con solo escribir la cadena de caracteres tras el símbolo # que da nombre a ese tema-etiqueta. Además, el hashtag constituye un mecanismo para indexar y recuperar mensajes relacionados con el tema correspondiente. La popularidad de los hashtags está vinculada a su introducción en la red social Twitter, donde se utilizan como palabras clave que atraen la atención de los usuarios sobre un tema y actúan como recolectores de información y emociones (La Rocca, 2020).

Pero por supuesto, previo del actual estado tecnológico sin el cual el hashtag resultaría impracticable, existían a través de la prensa escrita diversas formas de divulgar ideas, panfletos, discusiones y protestas. Quizá el momento clave en la historia de la escritura fue la aparición de la imprenta, lo que como sabemos devino en la creación de la prensa y esta tuvo un fortísimo impacto en el movimiento feminista.  Así, la prensa sufragista proporciona la evidencia del papel crucial que desempeñaron los medios impresos en la formación de los llamados nuevos movimientos sociales y en la redefinición de la política que se originó en los márgenes de la esfera institucional formal (López Claries, 2018).

La cultura periodística feminista y las columnas de correspondencia en Gran Bretaña generaron un espacio de debate en el que los temas políticos y cotidianos se entremezclaban. Editoriales de periódicos publicados en Londres utilizaron métodos publicitarios, de marketing y espectáculo promocional para circular ideas feministas en la esfera pública. El movimiento sufragista era consciente de que la publicación periódica tenía un valor más allá del propio medio de difusión propagandístico y que a través de su circulación podía forjar relaciones sólidas entre el público lector y el periódico (López Claries, 2018,).

Como reseña López Claries (2018), numerosas investigaciones feministas han descrito el movimiento del Hashtag Feminism como un nuevo modelo de activismo feminista y como una poderosa táctica para combatir las inequidades de género en una escala global. Esto atendiendo a las potencialidades asociadas a la posibilidad de crear contra-narrativas que exceden los límites físicos inmediatos y la capacidad de ofrecer un gran potencial para difundir ampliamente las ideas feministas, dar forma a nuevos modos de discurso sobre género y sexismo, conectar con diferentes grupos y permitir que surjan modos creativos de protesta).  La inmediatez del medio soporte y la potencia viral que pueden alcanzar, provocó que el uso de hashtags se haya extendido en movimientos sociales, funcionando incluso como eslogan de las campañas. El aumento de popularidad de este tipo de campañas en la red social Twitter significa uno de los desarrollos más destacados del activismo digital feminista durante la última década y esto es especialmente visible en los casos que motivan el presente trabajo.

Uno de los casos con más repercusión en los medios ha sido la campaña surgida en 2015 en Argentina #NiUnaMenos y expandida posteriormente a gran parte de Latinoamérica y España. Al respecto, Catalina Trebisacce presenta una inmejorable descripción: En las plataformas virtuales estallaron oleadas de posteos de distintas mujeres, algunas figuras reconocidas, otras no, que, en un improvisado ritual de exorcismo colectivo narraban experiencias dolientes de abuso sufridas a lo largo de sus vidas. Primero fue una, luego otra, más tarde otras, a los días siguientes aparecían montones más. (2018, p.186)

Esto es lo que (salvando las distancias obvias) sucedió en Uruguay fundamentalmente durante los meses de agosto y setiembre de 2020 y las denuncias en Twitter a través de los hashtags #MelodijeronenlaFMed y #MelodijeronenlaFDer. Por esta vía se canalizaron cientos de denuncias contra prácticas llevadas adelante por varones cis en la Facultad de Medicina y la Facultad de Derecho de la Universidad de la República. Mayormente, las expresiones no referían a sujetos concretos con nombre y apellido sino a actitudes o episodios concretos que podrían ser catalogados como acoso sexual en el ámbito laboral o educativo de acuerdo con la Ley N° 18.561 aprobada por el Parlamento uruguayo el 11 de setiembre de 2009. Hasta el momento es imposible conocer si alguno de los hechos divulgados en redes fue puesto a conocimiento formal de las autoridades educativas dado que las investigaciones que en todo caso se activan son de carácter reservado, principalmente como forma de preservar a la víctima de los hechos. Sin embargo, en efecto, estos hashtags operaron como el exorcismo colectivo al que refiere Trebisacce. En cuestión de semanas tuvo lugar una catarata de denuncias sobre las situaciones que las mujeres padecen en esos ámbitos educativos, dándole visibilidad a estos hechos en los medios de comunicación, generando discusiones al respecto y obligando a las autoridades a pronunciarse al respecto.

A su vez, esta campaña tuvo un efecto expansivo respecto de otros ámbitos ajenos al educativo. Así, apareció al poco tiempo el hashtag #VaronesCarnaval donde muchas mujeres denunciaron informalmente hechos de abuso o acoso por parte de varones cis de un ambiente cultural de relevancia como es el Carnaval en Uruguay que nuclea a diversas agrupaciones y seguidores de éstas, en una dinámica muy similar a la de las bandas de rock y sus fans. A diferencia de lo sucedido con los dos hashtags anteriores, esta vez, la Fiscalía General de la Nación decidió intervenir e investigar estos hechos de apariencia delictiva, poniendo a su vez una línea telefónica al servicio de recibir más denuncias vinculadas a dichos ámbitos.  A la vez, además de que en efecto se denunció en varios casos con nombre y apellido de los supuestos acosadores, éste fenómeno en redes tuvo la particularidad de generar en algunos de los acusados la admisión de ciertos hechos, pero bajo la excusa que podría resumirse en “todos estamos aprendiendo en este nuevo tiempo”.

Y esto justamente es lo que hace difícil dar una respuesta definitiva a si el uso de hashtags es una forma de escrache en el siglo XXI a través de las redes sociales. Evidentemente la intención de quienes la emplean es esa, pero en los hechos la situación de los episodios que se denuncian es sustancialmente diferente a los escraches que llevaba adelante el colectivo H.I.J.O.S. Así, si por escrache entendemos únicamente como un tipo de intervención social y colectiva de carácter político ante la ausencia de respuestas institucionales, parecerías que la técnica del hashtag por sí sola no entra en esta categoría. Sin embargo, muchas de las denunciantes de los casos que reseñé aseguraban en sus propias publicaciones que preferían expresar los episodios a través de estos medios dado que sienten que no existen los canales institucionales suficientemente seguros para procesar la denuncia de estos hechos. De esta forma, así como no cualquier acción de grupos de activismo artístico puede ser confundida con los escraches (Longoni, 2018), lo mismo sucede con el uso de los hashtags: en todo caso podríamos decir que estos últimos son posibles instrumentos al servicio de los escraches, así como, el Grupo de Arte Callejero (GAC) colaboró con sus acciones a los escraches organizados por H.I.J.OS.

Lo cierto es que, aún cuando los movimientos que inician las campañas del hashtag no tengan la intención específica de que intervenga la justicia penal, inevitablemente, otros grupos ven en las denuncias que allí se canalizan una forma de exigir la condenada institucional de los acusados. Lo que en principio pretendía ser un escrache a las prácticas machistas y la aquiescencia de las instituciones, luego se convierte en reclamos respecto de los cuales se exige su tramitación ante las autoridades competentes, lo que en algunos casos se traduce en clamor punitivista.

 

La encrucijada del punitivismo

La discusión acerca del escrache, las acusaciones y el castigo es relevante y necesaria si tenemos en cuenta que los procesos a partir de los cuales se demuestra en los estados de derecho la responsabilidad de las personas en la comisión de una conducta delictiva no fueron pensados ni construidos en función de la violencia que viven las mujeres por su condición de tales. Dicho, en otros términos, las reglas del derecho penal fueron concebidas para resolver problemas asociados con caracteres típicamente masculinos. Sin embargo, sucede que los principios que pretenden contener la fuerza del poder estatal punitivo actual suponen una virtud que debe ser defendida en un sistema que se caracteriza por empuñar su fuerza contra las personas más vulneradas de la sociedad y estas no son solo las mujeres, a pesar de la especificidad de la vulneración que sufrimos.

Como ha explicado Zaffaroni (2000), el patriarcado, junto con la confiscación de las víctimas y el establecimiento de la verdad por interrogación violenta son formas de las tres vigas maestras sobre las que se asienta un mismo poder estructuralmente discriminante. Este poder, precisamente, tiende la trampa de un contacto envolvente del feminismo con el poder punitivo para neutralizar su carácter profundamente transformador. Así, el discurso feminista, antidiscriminatorio por excelencia, corre el riesgo de verse entrampado con el discurso legitimante del poder punitivo. Caer en la trampa que nos tiene tendido el sistema no responde, por supuesto, a que las feministas sean desprevenidas. Por el contrario, la sociedad corporativizada se defiende aprovechando y fomentando la espontánea tendencia a la fragmentación de los discursos antidiscriminatorios. Así, entre todas las formas de discriminación sostenidas por el armazón de la sociedad jerarquizada, cada persona sufre o tiene una sensibilidad particular para alguna de ellas. Como explica el autor, es algo que podría explicarse como una especie de tendencia a defender la prioridad y propiedad del propio dolor. La fragmentación de estos discursos provoca una multiplicidad de cosmovisiones parcializadas. Cada segmento social discriminado encara su lucha desde su posición de discriminación, fragmentando la lucha conforme a su particular visión parcializada del mundo. De esta forma, al fragmentarse la lucha misma, se producen contradicciones entre los discriminados que impiden su coalición (2000).   

Pero, además, todos los sistemas normativos tienen en común que, si bien protegen a los que tienen menos capacidad de hacer valer sus derechos de la arbitrariedad de los más fuertes, simultáneamente pueden utilizarse para controlar a los sectores más débiles de la sociedad, ya que el ejercicio de la capacidad de controlar es monopolio del poder. De este modo, coexiste un doble discurso, el que legitima al sistema normativo como garantía de los derechos de los más débiles y el que recela de él, dado que su creación, interpretación y aplicación la realizan siempre los sectores dominantes. Por otra parte, en los últimos años se están produciendo cambios legales que van en el sentido de pasar de un marco normativo garantista, en la línea de la defensa de los derechos humanos, a una tendencia crecientemente punitivista. Este cambio es especialmente peligroso, porque aumenta la vulnerabilidad de los sectores con menos poder. (Juliano, 2020)  

En este punto se presenta la discusión entre el feminismo punitivista y el anti-punitivo. Tamara Pitch define al primero como “las movilizaciones que, apelando al feminismo y la defensa de las mujeres, se vuelven protagonistas de pedidos de criminalización (introducción de nuevos delitos en el sistema jurídico) y/o delitos existentes” (2020, p.19). De forma muy sintética, esta disyuntiva puede reconducirse en la diferencia entre los feminismos que de algún modo ceden al derecho penal la gestión de alguna de las dimensiones de la violencia de género y los feminismos que, por el contrario, desconfían por completo del derecho penal y buscan, incluso, combatirlo.

Fundamentalmente, las nociones de que todes somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario, la necesidad de que existan pruebas para condenar a una persona por lo que se la acusa, así como el derecho a acceder al debido proceso, importan garantías para todes. Sin embargo, estos principios parecen representar serios obstáculos cuando lo que se denuncia es un delito sexual como la violación y el abuso sexual en los que, muchas veces, la única prueba con la que se cuenta es la palabra de la persona que lo sufrió.  

Si bien existen diversas normas que condenan penalmente las conductas descritas, la maquinaria que debe activarse para su prueba y juzgamiento opera en los mismos términos androcéntricos de base que los demás segmentos del sistema jurídico. Y esto nos coloca en una paradoja que para su resolución parece exigirnos optar entre las garantías de quienes queremos proteger. Así, o aceptamos los principios del derecho penal liberal y sometemos la situación de las mujeres víctimas de violencia a esas reglas, o bien renunciamos a aquellos principios por completo.

Nancy Giampaolo advirtió que los escraches en sí mismos no son ni buenos ni malos, porque dependen del contexto, y el escrachado no siempre es culpable. Si el feminismo no quiere convertirse en una perspectiva punitivista debe estar dispuesto a revisar sus métodos (2020). Esto tiene que ver con la forma en que el sistema trata a los acusados y los condena. Justamente, como señala Pitch, la cuestión a reflexionar no es solamente la de la utilidad y eficacia del derecho penal para abordar ciertos actos, sino también la de la reducción de las mujeres al papel de víctimas, así como la necesaria simplificación de la sexualidad. En este sentido, Pitch duda de si las mujeres  deben recurrir al derecho penal, y cuando lo hacen, cuál es el precio que deben pagar o el beneficio que obtienen. (Lamas, 2020)

 

Efecto rebote del escrache: cuando el dolor se vuelve político

Como señala Danila Suárez Tomé, pocos lemas resuenan tanto en el feminismo como “lo personal es político”, y explica que su centralidad se debe al aporte más importante que hizo el pensamiento feminista: la comprobación de que nada hay de natural en la división sexual y las asignaciones sociales que se hacen a partir de ella. La irrupción del feminismo en la política, tanto en su teoría como en su práctica, viene a cuestionar en forma y contenido este orden que se nos revela como “natural” y de escaso interés político. El feminismo es, en su mismo surgimiento y existencia, un cuestionamiento performativo a la ideología que sostiene que existen roles naturales asignados a los sexos y que, como consecuencia, ancla en el cuerpo de las mujeres su sujeción al dominio de lo doméstico. Pero también es un cuestionamiento directo a la idea de que una revolución de lo doméstico no tiene sentido, porque allí es donde el feminismo encuentra, paradójicamente, relaciones de poder y dominación fundamentales. El ámbito personal fue el dominio fundamental en el que la teoría feminista de fines de la década de 1960 hizo foco, especialmente en Estados Unidos y Europa. Esas feministas no acotaron su lucha a las demandas en materia de derechos económicos, educacionales, sociales y políticos, sino que las ampliaron hasta llegar a su raíz cultural. (2020)

El referido lema es el título de un breve texto de la feminista norteamericana Carol Hanisch, donde expuso que en los conocidos “grupos de autoconciencia”, las mujeres llegaban a la conclusión de que los problemas personales también eran problemas políticos. No políticos en términos partidarios o de demostraciones en la calle, sino en términos de los efectos que emergen de las relaciones de poder que configuran las dinámicas de lo social. La consideración de lo personal como político ha venido a transformar de modo profundo y complejo los dos términos del lema: lo personal y lo político. Y los procesos que se desenvuelven en esta transformación todavía no han alcanzado su fin. (Suárez Tomé, 2020)

Una vez que activamos la maquinaria del escrache en las redes, no solo comienza a operar la fuerza punitiva del estado contra las personas denunciadas, sino que además recaen consecuencias graves contra las denunciantes. Se estampa la etiqueta de víctima que el sistema tiene reservado para quienes sufren cualquier delito, y que se refuerza especialmente cuando se trata de una mujer como sujeto pasivo de un delito sexual. A la vez, se ejerce sobre la denunciante la presión para que acuda a instancias forales, lo que supone procesos penales donde se somete a prueba lo que la persona dijo y en los que el estado expropia la palabra y el deseo de juzgamiento. 

Lo anterior es especialmente riesgoso si consideramos que puede implicar la instrumentalización del dolor ajeno en beneficio de la causa colectiva. Así, la auto asunción del estatus de víctima parece hoy ineludible e indispensable para ser reconocidas como interlocutoras políticas y “nuestra” subjetividad política se construye a través de las “otras” como víctimas, con la consecuencia de que “nosotras” hablamos y las “otras”, las “víctimas” son habladas por “nosotras” y, por lo tanto, las “otras” son reducidas al silencio (Pitch, 2020). Pero, además, cuando a las mujeres se les atribuye un estatuto de víctima que necesitan proclamar constantemente su “inocencia” y pasividad, produce que el protagonismo femenino reduce su voz a la de la víctima y vuelve necesarias nuevas demandas de legislación y criminalización para mantenerse visibles en la escena pública como actores colectivos (Pitch, 2009).

En sentido similar, Elisabeth Badinter (2003) afirma que el victimismo instala una actitud acrítica hacia la víctima y pervierte una exigencia legítima de reparación al persistir todo el tiempo en el lamento y la exigencia. Además, tal como sostiene Pitch, este discurso puede tener efectos perversos tanto “sobre la autoconciencia, el sentido de sí de las mujeres, como sobre el tipo de acción política a llevar a cabo y, por último y más general, sobre un clima cultural ya muy afectado por la respuesta represiva que se da al sentido de inseguridad difuso en nuestras sociedades.” (Citado en Lamas, 2020, p.59)

Por esto es importante no ceder gentilmente al papel de víctimas que, tarde o temprano, nos exige ajustarnos a guiones muy conservadores que termina despolitizando nuestras acciones. Hay que pensar si más allá del tiempo del hartazgo y el estallido no habría que pesar el riesgo de que nuestros gritos terminen funcionando para expandir persecuciones que no alteran el orden de las cosas (Arduino, 2018).

Todo este contexto que se genera en torno a las denuncias en redes dice mucho sobre los denunciados y denunciantes, pero habla también del entramado que excede a los involucrados directos. Así,

“no revisar esa táctica tampoco nos mantiene a resguardo de los costos: el backlash de las mitómanas, de la desacreditación, de la banalización de nuestros reclamos, la reedición de moralinas conservadoras sobre nuestras libertades, la devolución en forma de denuncias contra quienes denuncian o la captura instrumental punitiva y el fomento de la delación como modo de relación son ejemplos de ello.” (Arduino, S/D).

Incluso aceptando las consecuencias negativas de todo este engranaje, se suma otra paradoja que los feminismos tenemos que resolver: el derecho penal no da respuesta a la dimensión colectiva de los conflictos. Refiriéndose a la tipificación penal de la mayor expresión de la violencia contra las mujeres como lo es el femicidio, María Acale explicó que en este tipo de conductas autor y víctima se encuentran incluidos en colectivos concretos: el de quienes históricamente discriminan a las mujeres, y el de quienes históricamente sufren las agresiones: el plus de pena se justificaría por la “pertenencia al género femenino históricamente discriminado a manos del masculino”, que es un bien jurídico de exclusiva titularidad femenina […] desde donde habría que deducir quién es el grupo menospreciante: el formado por los hombres o, lo que parece ser lo mismo, el género masculino, que es el “culpable” de la situación en la que se encuentra aquél.  Así, la víctima de estas conductas no sería ya la concreta mujer que ha sufrido en sus carnes los actos de violencia, sino el género femenino y el autor del delito no sería ya el hombre que en particular ha llevado a cabo los actos constitutivos de delito, sino todo el género masculino. El problema es que esto sobrepasa el ámbito de la responsabilidad penal que dirime típicamente conflictos del plano individual, pero no alcanza a lo colectivo, es decir que las reglas del sistema penal cumplen mayormente una función relevante para que las conductas específicas, con efectos concretos e identificables, reciban el castigo que está previsto en la ley (debate aparte merece por qué esas conductas y no otras, y por qué esas penas y no otras), pero es imposible que suceda lo mismo en cuanto a la dimensión colectiva de los problemas. Así, la instrumentalización para la causa colectiva del dolor de una mujer que sufrió violencia de género se vuelve inevitable cuando comienzan a operar los mecanismos jurídicos. (Acale, 2016)

En este sentido, Pitch (2009) señala que hay costos importantes cuando se acude a la justicia penal, ya que para que un fenómeno sea traducido en el lenguaje normativo de la ley hay que simplificarlo y esta traducción supone casi siempre una traición a las demandas de sujetos colectivos, que hacen referencia en general a problemas sociales y culturales con múltiples implicaciones, las que en esta traducción al lenguaje penal se pierden inevitablemente. El derecho penal da responsabilidad al ofensor cuando a menudo las violencias contra las mujeres se deben a la influencia de contextos culturales o condiciones sociales, lo que produce una implícita individualización de la responsabilidad y el riesgo de la simplificación del escenario. Esto genera que se interpreten las violencias como una confrontación entre la malvada intencionalidad del ofensor y la víctima inocente y pasiva, lo que en definitiva invisibiliza las causas de la criminalidad y, en específico de la violencia hacia las mujeres. (Citado en Lamas, 2020).

 

El movimiento feminista en la encrucijada del derecho

Como si todo lo anterior no fuese suficiente, la tendencia de utilizar el derecho en beneficio de las mujeres, al mismo tiempo choca con la paradoja de invocar las categorías de “víctima” y “mujer” como exentas de problemas.  

A pesar de que suele haber una necesidad muy extendida de separar al derecho de la política, los dos terrenos están imbricados de forma inevitable. En términos de Witgens (2003), el derecho es separado de la política por una razón política. La separación opera en terrenos epistemológicos lo que contribuye a ocultar la elección que realiza la política. Como resultado de esta operación, el dominio de decisiones morales y políticas de las instancias de creación y aplicación del derecho se presenta en base a la idea de “neutralidad”, tomada como un valor defendible a costa incluso de negar (en el sentido más psicoanalítico de la palabra) cómo son verdaderamente las cosas. 

Sin embargo, la neutralidad, en realidad siempre conlleva al privilegio de un interés sobre otro. La insistencia en que “lo jurídico” es una cuestión ajena o diferente a “lo político”, ha triunfado logrando el ocultamiento de las preferencias ideológicas que existen en las diversas instancias de creación y aplicación del derecho. Ese discurso hegemónico rige, primero en la educación jurídica universitaria, y luego, de forma consecuente, en la práctica de los operadores del sistema jurídico.

El derecho construye una ilusión, un mundo en el que se pretende que las cosas sean meramente como el discurso enuncia, instaurando una realidad en función de la cual actuamos. Así, nos constituye, nos instala frente a los otros y a las instituciones. Las normas jurídicas tipifican nuestros comportamientos, dándoles entidad a algunos por encima de otros. Como plantea Alicia Ruiz (1986), se trata de una práctica social específica que supone más de lo que podemos ver porque, en su función simbólica, significa más que el conjunto de actos, discursos o elementos normativos que usualmente se emplean para referenciarlo. El derecho no permite ni prohíbe de manera casual, ni tampoco lo hace como un mero reflejo de la estructura de dominación social y económica que integra. Los “motivos” de las prohibiciones en el derecho responden, en efecto, a una razón de ser que obedece al establecimiento de reglas del juego que hagan factible la subsistencia del sistema social tal como fue concebido por sus creadores y por quienes se encargan de perpetuarlo en el tiempo. 

La novedad y la relevancia que la producción de las teorías críticas del derecho aporta a la reflexión jurídica es incuestionable, pero, además, en ellas (especialmente en el movimiento Critical Legal Studies) podemos encontrar una fuerte influencia en los feminismos jurídicos, a pesar de las evidentes diferencias entre sí. Las feministas jurídicas, en su mayoría son mujeres universitarias que ven al mundo desde su posición de sujetos de dominación, opresión y devaluación (Costa, 2016).

Las feministas del derecho que surgen en los años 70’, utilizan la crítica marxiana al ideal igualitario del Estado burgués en relación con su carácter abstracto, y señalan la contradicción que surge entre el imperio de la igualdad en el plano jurídico-político (“Todos somos iguales ante la ley”) y las desigualdades propias de la sociedad de mercado (Costa, 2016). Existen además diversas vertientes del feminismo jurídico que ponen el énfasis en diversos aspectos y conciben la subordinación de género como el resultado de distintos factores. Pero en general, puede admitirse que, para los feminismos jurídicos, el sistema jurídico opera como un legitimador del statu quo. Las decisiones jurídicas, desde esta visión generalmente apoyan a los sectores sociales privilegiados, los cuáles, además, gozan de mejores condiciones materiales para el ejercicio de sus derechos. El discurso jurídico entonces, opera más allá de la normatividad. Instala creencias y ficciones en las personas que están sujetas al mismo.

Catherine MacKinnon, por ejemplo, es una de las primeras juristas feministas que denuncia la masculinidad del derecho, aludiendo no sólo a la acción directamente sexista y discriminatoria que el derecho puede tener en determinados momentos, sino que dirige su crítica al derecho como institución y globalidad que reproduce dicha discriminación. El derecho es una maquinaria diseñada en función del sujeto varón y sus necesidades, y es justamente en este sentido que opera. Desde esta mirada, y con fuerte incidencia deja en evidencia que la presunta neutralidad y objetividad del derecho no es tal. (MacKinnon, 1995)

Puede decirse que los feminismos jurídicos comparten que no basta con modificar las leyes existentes o crear nuevas –aunque hacerlo sea de vital importancia- porque el discurso jurídico opera más allá de la pura normatividad. El derecho instala creencias, ficciones y mitos que consolidan un imaginario colectivo resistente a las transformaciones. También es necesario modificar la forma en que las instituciones aplican las normas y los procesos a los que participan las mujeres como parte interesada, víctima o victimaria. 

Haydeé Birgin apunta que el derecho se consolida como creador de género y reclama ser comprendido junto a la idea de que el derecho tiene género. Desde este enfoque, es posible analizar el poder del derecho como algo más que una sanción negativa que oprime a la mujer. (2000). Si bien la afirmación de que el derecho es masculino tiene un efecto de cierre acerca de cómo pensamos el derecho, la idea de que este tiene género nos permite pensarlo en términos de procesos que habrán de operar de muy diversas maneras, y que no presumen inexorablemente que, cualquier cosa que el derecho haga, siempre explota a la mujer y favorece al hombre. En este sentido, es posible argumentar que una misma práctica adquiere significados diferentes para hombres y mujeres, porque es leída a través de discursos diferentes. Así, no debemos pensar que una práctica per se daña más a la mujer porque se la aplica de modo diferente cuando se trata de un varón. La noción de que el derecho posee género nos permite dar lugar a una postura subjetiva que no permanezca fijada al sexo por determinantes biológicos, psicológicos ni sociales. Esto implica la posibilidad de empezar a ver cómo el derecho insiste en una versión específica de la diferenciación de género, sin por eso tener que plantear nuestra propia forma de diferenciación, como si se trata de una especie de punto de partida o de llegada. De este modo, dice Smart, podemos evitar la trampa de afirmar la existencia de una mujer pre-cultural para utilizarla como vara de medición de las distorsiones del patriarcado, a la vez que podemos eludir la utopía de imaginar en qué nos convertiremos las mujeres una vez que hayamos derrotado al patriarcado. Desde este enfoque es posible deconstruir el derecho como dotado de género tanto en su conceptualización como en su práctica, pero también es posible ver que el derecho opera al modo de una tecnología de género. Es decir que podemos comenzar el análisis del derecho como proceso de producción de identidades de género fijo en vez de analizar su aplicación a sujetos que ya poseían un género. Así, la idea de mujer es una posición de sujeto dotado de género que existe por medio del discurso jurídico. (Smart, 2000)

Precisamente, la presunción de neutralidad que protege al derecho y sus instituciones descansa en la presentación de la categoría “sujeto del derecho” como exenta de problemas. El derecho regula las conductas de este sujeto asumiéndolo como único y universal, pero en realidad el sujeto en el que piensan los creadores de la ley responde a la fijación de ciertos roles.

Smart explica que antes que dejar librado el derecho a las formas de análisis que heredamos del modernismo, “como si se tratara de una esfera atávica, o de algún conjunto inalterable de reglas y principios”, es preciso reconocer que han surgido nuevas maneras de analizar el derecho en circunstancias posmodernas. Dentro de la obra feminista, esto es reconocible en un desplazamiento que pretende analizar el derecho como una “tecnología de género”. Este enfoque supone al derecho como un mecanismo fijador de diferencias de género que construye femineidad y masculinidad con modalidades opuestas. Así, el derecho ya no es analizado como aquello que actúa sobre sujetos de un género previamente dado, sino que, por el contrario, se entiende que la ley constituye una parte del proceso de la continua reproducción de la difícil diferenciación de género, especialmente en términos binarios. (Smart, 2000, p.67)

Si se parte de esta forma de ver al derecho, el propio sistema establece criterios de diferenciación que hacen que las prácticas que típicamente afectan a un género afecten al otro de manera diferente. Y en este punto resulta fundamental comprender que, como señala Simone De Beauvoir, el hombre define a la mujer no en sí misma, sino con relación a él, en virtud de que el sujeto se concibe a sí mismo en base a la oposición, es decir que pretende afirmarse como lo esencial, constituyendo al otro como algo completamente secundario. Así, “Él es el Sujeto, él es lo Absoluto; ella es lo Otro.”  (de Beauvoir, 2018, p.18)

Sin embargo, en las últimas décadas el “Otro” al que refería de Beauvoir en 1949 se ha complejizado. Desde la introducción de la categoría “género” en discurso feminista hasta las críticas al esencialismo, el debate ha generado importantes (en algunos casos irreconciliables) diferencias dentro del movimiento. Así, como explica Oliva Portolés (2010), ya a partir de los 70, el concepto de género va a recibir ciertas críticas desde todos los frentes. Primero por las mujeres que no se sienten representadas por el feminismo existente hasta entonces, apareciendo así las feministas negras y lesbianas cuyo objetivo era definir y clarificar una política propia y las posibilidades de coalición con otras organizaciones progresistas, entre ellas con las organizaciones negras masculinas. Esta corriente continuó durante los 80 con obras de autoras que denuncian lo que se ha llamado la “heterosexualidad obligatoria”; o aquellas que se plantean en qué medida la palabra “mujer” las nombra, que sigue hasta la actualidad. Todas estas divergencias se han encargado de criticar la reificación del género que se produce desde el momento en que se establece la definición del sujeto femenino a partir del único eje del género, lo que ha dado un estatus cuasi ontológico a una noción que pretendía ser una mera categoría de análisis (2010).  Y, por supuesto, a esto se suma más recientemente el reconocimiento de las sexualidades disidentes y las desigualdades que sufren frente a los varones cis.

El enfoque jurídico feminista, por su parte, se constituye, en general, como una herramienta para identificar los problemas que involucran típicamente al binomio varón cis/mujer cis, porque es justamente en base a esa dualidad diferenciada que el sistema jurídico está estructurado.

Los feminismos jurídicos se han encargado de identificar los factores sociales y culturales que establecen diferencias entre las personas de distinto género y producen desigualdad entre ellas. Esta perspectiva ha permitido poner de manifiesto que, social y culturalmente, a varones cis por un lado y a las mujeres, se les han adscrito, de manera diferenciada, ciertos roles y características que han contribuido a crear imágenes estereotipadas de los sexos y a que las mujeres reciban tratos desiguales, desventajosos e injustificados con relación a los varones cis, lo que repercute necesariamente en la desventaja de otros grupos que sin ser mujeres cis no cumplen con el estereotipo de varón que espera la sociedad patriarcal. Este tipo de tratos se vio a la vez reflejado en y perpetuado por el derecho, lo que explica que en buena parte del siglo XX los códigos establecieran, por ejemplo, que era el varón quien administraba los bienes de la sociedad conyugal o que la violación sexual dentro del matrimonio no era un acto que mereciera un castigo penal (Villanueva Flores, 2012) o, como es el caso del Código Civil uruguayo se establezca como estándar de buena conducta la del “buen padre de familia”, todavía vigente.  

El derecho penal que interviene cuando lo requerimos a través de las redes sociales no sirve para evitar la violencia de género como hecho histórico, social y político que se encuentra estructuralmente enquistado en lo más profundo de nuestras sociedades. De hecho, el derecho penal no ofrece respuestas para ningún delito, porque siempre llega después, sin perjuicio de la función preventiva que algunos juristas le atribuyen con escasa evidencia empírica que lo demuestre.

Por lo pronto, lo que efectivamente sabemos es que las normas penales se cumplen una vez que alguien ha realizado la conducta por la que se lo acusa. Mientras tanto, mientras la conducta no ocurra, mientras no se perpetúe la violación, mientras un sujeto no abuse, lastime, acose o mate, el derecho penal estará quieto y expectante. En este sentido, Patricia Laurenzo (2012, p.136) señaló categóricamente:

“La única solución de fondo para la violencia de género —igual que para otros conflictos profundos de la sociedad— pasa por cambios estructurales en la cultura y los valores comunitarios que nada tienen que ver con el Derecho penal. Solo cuando se consigan vencer definitivamente los cimientos de la sociedad patriarcal, el ser mujer dejará de constituir un factor de riesgo vital añadido a tantos otros que compartimos cuantos convivimos en las modernas sociedades violentas.”

Mientras la estrategia del hashtag sirve para visibilizar la violencia que viven las mujeres e incomodar a los violentos, una vez que comienza a circular masivamente en las redes, se adueña de él quien quiere, en una dinámica que escapa rápidamente a nuestro alcance y control. Por supuesto, esto se tradujo en el uso de la plataforma para canalizar la denuncia de hechos que, aunque reprochables, no constituyen delitos y quedan excluidos de una posible solución jurídico-institucional, lo que nos exige pensar qué hacemos con todo lo que surge de esas denuncias.

Este asunto ofrece un problema adicional y es la apelación al derecho como respuesta a todos problemas que se presenten. En este sentido, el incremento de académicas feministas dedicadas al derecho, así como abogadas feministas que practican la profesión pero que, no obstante resultar un avance significativo, trajo consigo algunas consecuencias que merecen atención. Una de ellas implica el entusiasmo -por momentos desmedido- en utilizar el derecho para la causa de la mujer. Esta estrategia podría persistir en otorgar al derecho un lugar especial para la resolución de los problemas sociales. Esta tendencia, no sólo no logra desafiar la visión magnificada que el derecho tienen de sí mismo, concediéndole así el poder, sino que también aumente los alcances “imperialistas del derecho”. Al emplear esta expresión, la autora pretende referir de forma muy lúcida al proceso de legalización de la vida diaria que se ha hecho visible de forma creciente en los países desarrollados occidentales en el siglo XIX. De ahí que la idea de que cada problema social tiene una solución legal ha llegado a ser ampliamente sostenida, y cuando la ley fracasa, a menudo se imponen más leyes como solución para cubrir la inadecuación de la ley existente.  Esto no implica que no pueda obtenerse nada de la estrategia ni que no haya alternativas evidentemente disponibles a la espera de ser efectivamente usadas, pero sí es preciso reconocer que la legalización de la vida diaria transforma y cambia los problemas que encuentra; y es necesario tener especial cuidado siendo que produce la impresión de que hay procedimientos que, más que quitar la posibilidad de ir ganando poder, son emancipatorios; cuando en realidad lo que hace es otorgar la toma de decisiones a los tribunales y de allí que da al derecho aún más poder del que tiene. A la vez requiere una dependencia creciente de una elite legal constituida por las únicas personas que pueden interpretar y negociar un sistema cada vez más complejo. (Smart, 2000, p.33).

Simone de Beauvoir advirtió con crudeza que las mujeres no hicimos más que obtener de los hombres lo que ellos han tenido a bien otorgarnos, que no hemos tomado nada, sino recibido aquello que los dueños del mundo estuvieron dispuestos a darnos. Para peor, nos dijo que en el preciso momento en que las mujeres empezamos a participar en la elaboración del mundo, ese mundo es todavía un mundo que pertenece a los hombres: ellos no lo dudan, nosotras lo dudamos apenas (2018). Este es precisamente un fuertísimo argumento a favor de un debate feminista que reconduzca la pelea más allá de las herramientas que nos ofrece el sistema.

Pero, además, el cuestionamiento al uso del derecho penal es trasladable al uso de las redes sociales como medio exclusivo para canalizar el combate contra la violencia basada en género. Como explica con claridad Trebisacce:

La tecnología del escrache gobierna las redes y nuestras mentes. Panóptico digital que trabaja con el instantáneo efectismo de la palabra hecha imagen que no soporta el tiempo diacrónico de ningún proceso crítico. La recepción acrítica de la tecnología del escrache virtual por parte del campo feminista se explica a partir de un presente asaltado por la urgencia, aplastado en su capacidad de imaginación política y enredado los ojos en la lengua jurídica y los flashes del monitor. Este es nuestro gran fracaso en el corazón mismo de nuestro éxito. Dinamitamos nuestras comunidades, dejamos de inventar otros mundos (otros modos de solución, de construcción y de reparo) y perdemos capacidad de acción delegando la solución (punitiva, además) al Estado o a la narciso-inquisitorial comunidad virtual. (Trabisacce, 2018, p.189)

En definitiva, la encrucijada en la que se encuentran los feminismos se hace visible: o repensamos nuestras estrategias y creamos nuevas reglas, o bien, estamos condenadas a seguir luchando con las que la jerarquía nos ha dejado a la mano, convirtiéndonos así en agentes reproductores de las desigualdades que furiosamente denunciamos.

 

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[1] Fecha de recepción: 12/10/2020. Fecha de aprobación: 16/12/2020.

[2] Ab. por la Universidad de la República. Especialista en Estudios críticos del derecho y Derechos humanos (CLACSO); docente del Instituto de Filosofía y Teoría General del Derecho e investigadora del Observatorio del Sistema de Justicia y Legislación, Facultad de Derecho de la Universidad de la República. Maestranda en Democracia constitucional y Rule of law global por el Instituto Tarello para la Filosofía del Derecho, Universidad de Génova.