Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos

N° 13 (diciembre-mayo). Año 2021. ISSN: 2525-0841. Págs.58-68

http://criticayresistencias.com.ar

Edita: Fundación El llano - Centro de Estudios Políticos y Sociales de América Latina (CEPSAL)

 

 

 

Desobediencia civil y democracia: consideraciones filosóficas y jurídicas sobre la necesidad de establecer legítimas diferencias en la evaluación de los medios de protesta empleados por grupos en situación de vulnerabilidad[1]

Social disobedience and democracy: a philosophical and legal analysis on the need to establish legitimate differences in the evaluation of means of protest used by people in situation of vulnerability

 

Guido Ferro[2]

 

Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-No hay restricciones adicionales 4.0 (CC BY-NC 4.0)

 

Resumen

El presente trabajo procura evaluar críticamente algunas consideraciones teóricas en torno al problema de la protesta social en democracia, en general, y a los medios legítimos de protestas, en particular. En este sentido, en primer lugar, se argumenta en pos de la justificación de un derecho a la protesta social en democracia como medio de expresión y de participación en la vida política comunitaria. Asimismo, se sostiene que en aquellos casos en que las protestas sociales sean llevadas a cabo por grupos cuyos derechos fueron históricamente postergados, no puede pretenderse el mismo nivel de exigencia a la hora de evaluar la legitimidad de los medios de desobediencia (in)civil utilizados que en los supuestos de protestas de personas o grupos hegemónicos. A tales fines, se reponen argumentos filosóficos y jurídicos en favor de efectuar dichas legítimas distinciones y se responde a potenciales objeciones que puedan formularse en consecuencia. Asimismo, se evalúan diversos instrumentos internacionales de derechos humanos que se alinean con la tesis aquí propuesta. Finalmente, se concluye que las teorías de la desobediencia civil que se formulan sin atender a las particularidades de los grupos que protestan y su lugar en el entramado social incurren en enunciaciones demasiado genéricas que carecen de una perspectiva interseccional, y desconocen, así, algunos de los pilares, en términos iusfilosóficos, de todo orden democrático: la igualdad real y no meramente formal de oportunidades y la consagrada legitimidad de las acciones positivas.

Palabras clave: Protesta social; Desobediencia civil; Democracia; Vulnerabilidad social; Acciones positivas

 

Abstract

This work evaluates from a critical perspective some theoretical considerations about the problem of social protest during democracy, in general, and about the legitimate means of protest, in particular. In this sense, it will be argued that the necessity of a right to social protest during democracy as a mean of expression and participation in community life is philosophically justified.  Therefore, it will be highlighted that, in those cases in which social protests are held by people in situation of vulnerability, it is not possible to expect the same level of exigence when it comes to evaluating the legitimacy of the means of (un)civil disobedience as in those cases where other social groups protest. In view of the above, different philosophical and legal arguments will be considered so as to establish the abovementioned legitimate differences and some possible objections will also be responded to. In addition to that, different international human rights instruments will be considered. Finally, it will be concluded that the social disobediences theories that are formulated without taking into account the particular realities of those groups that protest incur in general statements that lack an intersectional perspective and, hence, do not consider some of the fundamental basis of every democracy: the real –and not merely formal– equality of opportunities and the legitimacy of positive actions.

Keywords: Social protest; Civil disobedience; Democracy; Social vulnerability; Positive actions

 

  1. Consideraciones iniciales sobre el problema planteado

La cuestión bajo análisis se inscribe en el problema más bien general de la desobediencia civil y la legitimación de medios coercitivos de protesta. Lejos se encuentra el propósito del presente reconstruir, siquiera sintéticamente, las diversas posturas filosóficas (e incluso jurídicas) que pueden plantearse al respecto. Bastan, quizás, algunas breves líneas introductorias que delimiten el terreno argumentativo en el que se inscribe la hipótesis sostenida y que posibiliten una comprensión más clara y precisa de ésta.

La pregunta iusfilosófica por la desobediencia civil ha tenido que enfrentar, desde hace siglos, un interrogante común: ¿cómo puede existir, en un orden democrático, un derecho a desobedecer el derecho? Esto es, ¿implica el mero sintagma “desobediencia civil” una suerte de oxímoron o contradictio in terminis? Evaluar la legitimidad de los medios empleados según los grupos que protestan –eje central de nuestro trabajo– requiere, entonces, posicionarnos, aún de modo somero, frente a esta pregunta.

En tal sentido, uno de los exponentes contemporáneos de esta discusión es Rawls  para quien la desobediencia civil constituye “un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el objeto de ocasionar un cambio en la ley o en los programas del gobierno” (1999, p. 320).

La perspectiva que atraviesa el análisis crítico de este trabajo partirá, en más o en menos, de dicha definición clásica de desobediencia civil, con los matices que se expondrán luego. No obstante, resulta imprescindible señalar desde el comienzo que, como todo enunciado de carácter general, adolece de posibles distanciamientos de cuestiones prácticas concretas.

En efecto, la hipótesis aquí sostenida gira en torno de un pivote claro: las circunstancias concretas, históricas, sociales y culturales en las que se inscribe una protesta social. De modo que sin perjuicio de una línea directriz común que delimite el campo discursivo en el que se desenvuelve el problema planteado, no ha de olvidarse que la evaluación de medios de protesta (y las propuestas que en este sentido se efectúen a lo largo del presente) no pueden ser impermeables a las particularidades de cada caso, y, en ese sentido, han de obrar como directrices provisorias y siempre revisables.

 

  1. Sobre la legitimidad de la protesta social en general

Ahora bien, en miras a evaluar la legitimidad de los medios de protesta por parte de grupos en situación de vulnerabilidad, resulta necesario señalar, al menos brevemente, por qué sostener la legitimidad de la desobediencia civil no persuasiva en el marco de un sistema democrático, en general.

En este marco, varies pensadores de línea liberal postulan la legitimidad del uso de medios coercitivos de protesta en regímenes autoritarios, pero consideran que no resulta justificable su empleo en el marco de una sociedad democrática e “igualitaria” (Aitchison, 2018, p. 666). El acento en la supuesta igualdad de los regímenes democráticos posa una objeción importante a la utilización de estos medios, puesto que pondrían en riesgo pilares fundamentales de la concepción clásica de la democracia.

Otra postura relativamente clásica al respecto, entre cuyes exponentes puede situarse a Raz (1979), sostiene que, dado que toda protesta social conlleva cierta idea de perjuicio para parte de la comunidad, cualquier consideración en favor de la desobediencia civil debe superar, en un Estado razonablemente justo, una “presunción en contra de ella” basada en los resultados indeseables que siempre la acompañan (p. 262).

Muy por el contrario, la posición en la que se inscribe la perspectiva que aquí se defiende, asume a la protesta social en democracia como legítima hasta tanto se demuestre explícitamente lo contrario. En efecto, no se trata de una mera situación al margen de toda norma respecto de la cual han de efectuarse ciertas excusas absolutorias, sino que constituye per se un ejercicio legítimo de prerrogativas en un estado democrático, tal como mostraremos luego.

En efecto, la tesis aquí esgrimida se alinea con quienes han visto en la protesta social un modo efectivo y legítimo para, incluso en un marco democrático, contribuir al debate público. Así, una protesta efectuada en un espacio público, según Gargarella, implica “componentes expresivos” que demandan el otorgamiento de protección a estos actos, que se realizan, precisamente, en espacios públicos, i.e., en lugares que históricamente han sido utilizados a los fines de expresar ideas y debates políticos (Gargarella, 2008).

 

  1. Participación en la vida democrática y grupos en situación de vulnerabilidad

En similar sentido al expuesto por Gargarella, y en criterio aquí también compartido, se ha dicho que la desobediencia civil fortalece la democracia en términos de justicia y equidad, echando luz sobre las imperfecciones que todo sistema democrático ostenta en la práctica (Delmas, 2018, p. 87). Ello, sobre todo, en casos como los que ocupan al presente trabajo, en los que grupos sociales han sido tradicionalmente excluidos de dichos espacios de decisión de poder[3]. Como se reseñará luego, atender a una etérea igualdad formal[4] implica desatender las circunstancias históricas y prácticas en las que las protestas acontecen. En suma, el recurso a la protesta se trata de una herramienta muchas veces sustitutiva o reparatoria, incluso en sociedades democráticas.

La noción de coerción como herramienta sustitutiva [surrogate tool] (Aitchison, 2018, p. 668) se alinea con lo que aquí pretende demostrarse. Evidentemente existen grupos cuya participación política se ve cercenada ya sea por obstáculos formales o informales. Entre los primeros se encuentran, por ejemplo, ciertos migrantes regulares o incluso irregulares cuyos derechos de participación en la vida democrática son nulos y que, sin embargo, se ven perjudicados por las decisiones formales del poder de turno. Entre los segundos, puede pensarse en aquellos grupos cuya participación política –amén de estar reconocida– se torna ilegítima por cuestiones coyunturales, por ejemplo, al desacreditar a ciertos grupos por su falta de acceso a la educación o por segregaciones históricas que silencian sus voces (pensemos, a modo ilustrativo, en la ridiculización de ciertas identidades disidentes por parte de los medios hegemónicos de comunicación).

En efecto, reconocer estos obstáculos permite pensar en el uso de medios de desobediencia civil por parte de estos grupos como una herramienta legítima que resulta sustitutiva de modos tradicionales de participación en la vida democrática, con los aspectos ilocusionarios reseñados, y que hacen caer por su propio peso, entonces, las teorías que endilgan a la protesta social en democracia como un oxímoron.

 

  IV.         Recepción de la protesta social en el derecho internacional de los derechos humanos

Buena parte de las consideraciones efectuadas previamente han sido recogidas por la hermenéutica de los órganos internacionales de tratados. Lejos está nuestro propósito de efectuar una exégesis pormenorizada de dicha faena interpretativa, más sí resulta necesario efectuar algunas breves consideraciones al respecto.

En primer término, debe señalarse que el “derecho a la protesta social” no se encuentra receptado como tal en la normativa internacional de derechos humanos, no obstante, el reconocimiento de diversos derechos que podríamos considerar interdependientes, así como la interpretación efectuada por diversos órganos del sistema universal e interamericano permiten o bien postular –tal como aquí sostenemos– la necesidad de un reconocimiento posterior explícito de dicho derecho, o al menos, y en términos prácticos inmediatos, legitimar prima facie la práctica en función del marco normativo existente.

Así, buena parte de la exégesis jurídica relativa a la protesta social se asienta en lo relativo al derecho de reunión pacífica (consagrado, p.e., en el art. 21 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos -PIDCP- y en el art. 15 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos -CADH-), el derecho a la libertad de asociación (art. 22 y 16, respectivamente) y el derecho a la libertad de expresión (art. 19 y 13, respectivamente).

Múltiples documentos del sistema internacional e interamericano de derechos humanos señalan algunos criterios hermenéuticos fundamentales para el tema que nos ocupa. Uno en particular que resulta sumamente ilustrativo es el “Informe conjunto del Relator Especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación y el Relator Especial sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias acerca de la gestión adecuada de las manifestaciones” (2016). Allí leemos que la posibilidad de “reunirse y actuar de forma colectiva es fundamental para el desarrollo democrático, económico, social y personal, la expresión de las ideas y la promoción de una ciudadanía comprometida” (pár. 4). Observamos aquí algo que ya señalamos: el ejercicio del derecho a la protesta social (o en sentido estricto, de reunión) no sólo implica un beneficio para aquelles que efectúan lo protesta o que se benefician de modo inmediato de sus resultados, sino que, a su vez, constituye un modo de patentizar las libertades propias de todo Estado de Derecho. Tal como ocurre con otros derechos, como la libertad de expresión, amén de la razón o ausencia de ella en el reclamo o de su grado de justificación, su mera posibilidad de ejercicio redunda positivamente en todo sistema democrático, en tanto expresión de la voluntad popular (pár. 5).

Por otra parte, en el documento citado se enfatiza que la reunión (o, en nuestros términos, el derecho a protesta) se erige como medio para la promoción de otros derechos. De modo que, además de constituir un fin en sí mismo, también hace las veces de vehículo para la lucha o consecución de derechos de la más variada índole.

El mentado informe también alude a otra de las cuestiones que aquí analizamos. Lejos de arrojar el derecho a la protesta social a los márgenes del ordenamiento jurídico, sumiéndolo en una presunción de ilegitimidad, se insiste en que: “el derecho internacional reconoce el derecho inalienable a participar en reuniones pacíficas, luego existe una presunción en favor de la celebración de tales reuniones (y) se supondrá que las reuniones son lícitas” (pár. 18).

En la misma línea, el “Informe del Relator Especial sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y de expresión” (2010), explicita que “el derecho a la libertad de expresión adquiere un valor agregado cuando a través del mismo se logra la protección de grupos o minorías que necesitan una atención específica, tales como (…) la población en extrema pobreza” (pár. 41).

En similar sentido, en el “Informe de la Experta Independiente encargada de la cuestión de los derechos humanos y extrema pobreza” (2008), se insiste, en línea con lo que aquí sostenemos, que “el principio de participación no debe entenderse solamente como un medio para alcanzar un fin sino más bien como un derecho humano fundamental que debe realizarse por sí mismo, el derecho a participar en la dirección de los asuntos públicos” (pár. 21). Y así a los efectos de propiciar “la participación efectiva y significativa de las personas que viven en la pobreza es preciso respetar, proteger y cumplir un amplio conjunto de derechos” entre los que la Experta Independiente cita los ya mencionados derechos a la libertad de expresión, la libertad de reunión y la libertad de asociación (pár. 18-22). Finalmente explicita que “en la práctica, esto exige el establecimiento de mecanismos y acuerdos específicos a distintos niveles a fin de asegurar que las personas que viven en la pobreza dispongan de medios para hacer oír su voz y desempeñar una función efectiva en la vida de la comunidad” (pár. 22). Lo anterior puede ciertamente extenderse sin mayores miramientos al derecho a la protesta.

A su vez, el mencionado Informe conjunto señala que una perspectiva de derechos humanos “ayuda a determinar quién tiene derecho a formular reclamaciones y quién tiene el deber de adoptar medidas y, por consiguiente, a empoderar a quienes reivindican legítimamente sus derechos”, puesto que “si bien las personas que viven en la extrema pobreza permanecen en gran medida invisibles para los encargados de formular políticas, un enfoque de derechos humanos les confiere visibilidad porque exige que se escuche la voz de esas personas” (pár. 13). Es, en definitiva, este enfoque de derechos humanos el que ha de emplearse a la hora de evaluar cuáles son los medios de protesta que utilizan las personas en situación de vulnerabilidad social a la hora de reclamar por los derechos cuyo goce –y correlativo cumplimiento por parte del Estado– ven postergado o imposibilitado.

 

  1. Acciones positivas y legítimas “disminuciones” positivas de exigencias

Admitida la posibilidad de un derecho a la protesta social en democracia, resta analizar cómo ha de efectuarse la evaluación de legitimidad de los medios empleados, i.e., qué herramientas filosóficas y jurídicas permiten efectuar las distinciones necesarias y suficientes a los fines de establecer parámetros objetivos para tal evaluación.

Es postura prácticamente unánime en la filosofía del derecho contemporánea y en la doctrina constitucional desde hace décadas que el criterio de igualdad legal o formal, ha de complementarse con lo que, en general, se denomina “igualdad real”. Así, primeramente a nivel jurisprudencial y luego con asidero en los diversos ordenamientos positivos[5], han ido abriéndose paso las denominadas “acciones positivas”, que constituyen herramientas reconocidas a los fines de efectuar legítimas distinciones en pos de “igualar” y que han de cumplir ciertos requisitos: establecerse por un tiempo determinado, beneficiar a grupos que se encuentren históricamente relegados de derechos y tener como objetivo, a través del reparto desigual de bienes, equiparar condiciones de acceso a derechos. En efecto, numerosos instrumentos internacionales de derechos humanos incorporan la adopción de dichas medidas como deberes de los Estados parte[6].

La legitimidad de las medidas de acción positiva, tales como sistema de cupos, o ingreso preferencial, se funda, en suma, en ciertas premisas. En primer término, el reconocimiento de desigualdades estructurales e históricas en la sociedad, fundamentalmente respecto a determinados grupos que han sido postergados en el acceso a derechos fundamentales, o víctimas de un tratamiento inequitativo por el reparto (económico, social, pero también jurídico) de bienes, tales como mujeres, minorías étnicas, personas de orientación o identidad sexual disidentes, personas con discapacidad, entre otres. Asimismo, se asume que el principio de igualdad formal –del que resulta epítome el viejo adagio jurídico de “todos somos iguales ante la ley”, consagrado en el art. 16 de la Constitución Nacional argentina– que signó el constitucionalismo clásico, no basta para erradicar dichas situaciones estructurales o más profundas de desigualdad social. Por último, y a modo de consecuencia, el Estado no puede limitarse a un mero reconocimiento de igualdad ante la ley, sino que ha de consagrar medidas específicas a los fines de permitir el acceso a derechos por parte de dichos grupos.

Si se toman en consideración los argumentos en los que se fundó la hoy prácticamente indiscutida legitimidad las acciones positivas, parece posible, mutatis mutandi, extenderlos al problema bajo estudio. Esto es, del mismo modo que el Estado aumenta su actividad positiva en pos de garantizar derechos vulnerados a comunidades históricamente excluidas, y establece en dicha faena una (justa) desigualdad respecto del resto de la sociedad que no participa de ese tipo de reparto diferencial de bienes, debe disminuir los estándares de exigencias en lo relativo a la legalidad/legitimidad de los medios escogidos por los miembros de dichos grupos a la hora de reclamar por sus derechos.

El fundamento último de ambos escenarios radica en que las restricciones de derechos de algunes en miras a equilibrar desigualdades estructurales que imposibilitan el ejercicio de derechos humanos por parte de otres resulta legítima en un Estado de Derecho. Se trata, en suma, de la aplicación concreta de las acciones positivas y los principios de discriminación inversa que consagran numerosos instrumentos internacionales y ordenamientos jurídicos locales.

En consecuencia, no solo parece legítimo evaluar de modo diferenciado las protestas conforme los grupos sociales reclamantes y los derechos en juego, sino que se erige como un deber (ético y jurídico) bajo la perspectiva de una igualdad “real” y no meramente formal.

 

  1. Desigualdades legítimas e ilegítimas

Si bien parecería posible objetar, prima facie, a lo aquí expuesto que el Estado estaría efectuando un tratamiento desigual e ilegítimo en el acceso al derecho a la protesta social, basta reseñar que, como ya se ha explicitado en las líneas que anteceden, es criterio general en la doctrina jurídica la potestad del Estado de exigir y reconocer prestaciones de modo diferenciado, a los fines de garantizar la igualdad real de oportunidades por parte de ciertos grupos sociales, y que, lejos de ceñirse a un mero debate filosófico o doctrinario, los instrumentos internacionales de derechos humanos, tanto del sistema universal como de los diversos sistemas regionales, y buena parte de las constituciones y leyes fundamentales de diversos países de un tiempo a esta parte se alinean en dicho sentido.

Por otra parte, la necesidad de establecer diversos grados de exigencia a nivel jurídico (y podríamos agregar aquí: moral) de asunción de las consecuencias de los actos, conforme el nivel de prudencia y conocimiento esperables según le agente, tiene una larga historia en los ordenamientos legales occidentales. El argumento aquí sostenido sigue también esta línea de razonamiento: existen ciertamente diferentes gradaciones de deberes conforme la situación social de le agente, y por tanto, es legítimo establecer diferencias en las actividades esperables por parte de los mismos y la evaluación de las consecuencias de éstas. En efecto, no puede examinarse del mismo modo los medios utilizados en el reclamo efectuado por quien ostenta una posición privilegiada a nivel social, con acceso a las diferentes instancias de participación y decisión política y comunitaria, que el caso de protestas de sectores que, como afirma Delmas , “están privados de cualquier opinión en las decisiones que les afectan” (2018, p. 51). Así, la exclusión de grupos minoritarios de los espacios de decisión y delineamiento de políticas públicas y regulaciones no puede pasar inadvertida en cualquier argumentación que se preocupe por un funcionamiento efectivo de la democracia.

A los fines de ilustrar lo hasta aquí expuesto se podría figurar la siguiente situación hipotética: dos protestas, por parte de dos grupos sociales, en un mismo espacio y a través de los mismos medios no persuasivos, y, a partir de ello, delinear la consecuente evaluación propuesta según la tesis aquí sostenida.

El primer grupo reclama, por el acceso a la jubilación mínima establecida en el país que, en virtud de una medida excepcional del Poder Ejecutivo, se ha visto temporalmente suspendida. Se trata de personas mayores que, como tales y en virtud de su situación económica cercana a la línea de pobreza, protestan por un legítimo derecho que les es negado y le impide el acceso a bienes para cubrir necesidades básicas.

El segundo grupo reclama porque el mismo acto emanado de la Administración Central interrumpe el aumento a sus jubilaciones de privilegio, como ex funcionarios de alto rango del Poder Judicial. Se trata, también, de un legítimo derecho cercenado en virtud de supuestas circunstancias sociales, que priva a dichas personas de una mejora en sus ya sustanciosas jubilaciones.

Ambos grupos dañan bienes del espacio público en su protesta y limitan la circulación en zonas aledañas a la casa de gobierno. Ahora bien, ¿ha de evaluarse del mismo modo los medios de protesta elegidos?

En virtud de las consideraciones expuestas respecto a la legitimidad estatal para aumentar o disminuir su actividad (positiva o de control, respectivamente) la respuesta aquí sostenida se colige con claridad. Incluso ha de decirse que no sólo la evaluación de los medios de protesta no puede ser la misma, sino que no debe tampoco medirse por igual. Hacerlo implicaría desentenderse de los grados de desigualdad existentes en la sociedad, e incluso del largo camino que, en términos jurídicos, pero también éticos y políticos, se ha recorrido en miras a reconocer tales desigualdades y la obligación del Estado de contemplarlas en su accionar.

 

  1. Respuestas a posibles objeciones

En línea con lo expuesto, no resultan convincentes aquellos argumentos según los cuales ciertos medios de desobediencia se ven de suyo invalidados por violar una suerte de reciprocidad moral o consenso general existente en las sociedades democráticas, puesto que existen sectores sociales que no participan de la formulación de dicha reglamentación o acuerdo –explícito o implícito–. Como bien afirma Gargarella  en casos como los aquí analizados, en los que las desigualdades han afectado a grupos durante períodos de tiempo prolongados signados por graves injusticias, “las autoridades públicas deberían estar abiertas a justificar o permitir acciones que en otras circunstancias podrían correctamente reprochar”, ello puesto que este tipo de ofensas, y en particular su carácter sistemático, “refieren a la existencia de graves deficiencias (...) de un sistema institucional que en el mejor de los casos, prueba ser incapaz de reparar los males existentes” (2008, p. 45).

De este modo, devienen endebles postulaciones de ciertas teorías de la desobediencia civil, como las del ya citado Rawls  que erigen su justificación de la propuesta en base a un “sentido de justicia de la mayoría de la comunidad (the sense of justice of the majority of the community)” (1999, p. 320). Rawls asume que en toda democracia razonablemente justa existe un concepto de justicia público, en virtud del cual les ciudadanes interpretan la normativa constitucional y rigen sus actos públicos. No obstante, algunos posibles resultados prácticos de estos postulados pueden tener consecuencias perniciosas en los casos bajo análisis.

En efecto, podría concluirse, a partir de este “sentido de justicia” mayoritario que ciertas disidencias minoritarias encontrarían vedado u obstaculizado su derecho a la protesta, si su legitimidad ha de guiarse por aquello que se considera “común”. Si lo único que fundamenta y legitima la comunidad es aquello que se comparte, probablemente aceche el peligro de la totalización y de acallar las voces de protesta y reclamos por sus derechos de quienes, precisamente, se encuentran excluides de los lugares de decisión mayoritarios, y cuyos intereses no responden con los de dicho sentido de justicia común.

En una línea similar, no es poco usual oír argumentos que invalidan ciertas protestas a partir de una especie de “contraprestación” –incluso alimentaria– por parte de quienes en ella participan. En consonancia con la línea argumental del presente, el ya citado Gargarella (2008) asevera que si ciertas personas participan de manifestaciones a cambio de un “pedazo de pan” esto debería más bien forzar a tomar en serio el asunto (p. 31). Es decir, lejos de sumir la protesta en una supuesta ilegitimidad, el hecho de que haya personas que por encontrarse en una situación tan extrema decidan participar de protestas (sea cual sea su objeto) reafirma lisa y llanamente la ausencia de presencia y respuesta del Estado, i.e., su dolosa omisión a la hora de asegurar uno de los derechos humanos fundamentales, y prueba, en suma, desde la praxis política y jurídica en uno de sus casos quizás más extremos lo que aquí se pretende demostrar: la necesidad de circunstanciar la evaluación de fines conforme los grupos que protestan y sus reclamos.

Por otra parte, debe advertirse que el derecho a la protesta social de modo alguno escapa al principio de razonabilidad propio de toda regulación jurídica. Si todos los derechos, conforme la Constitución Nacional argentina, se encuentran sometidos a las leyes que reglamenten su ejercicio, lo mismo ocurriría con el ejercicio del derecho aquí bajo análisis. Sin embargo, también ha de dejarse asentado que la reglamentación del ejercicio del derecho no puede contrariar la barrera de la razonabilidad: la protesta por definición ha de producir alguna alteración, en mayor o menor medida, a un orden establecido para la consecución de sus fines. Procurar, como lo han pretendido ciertas líneas teóricas y jurisprudenciales, que la protesta se ejerza sin ningún tipo de afección concreta a derechos de terceros nos haría caer en el mismo absurdo que implicaría pensar en un derecho a huelga que no repercuta negativamente en las arcas de la empresa. La razonabilidad no implica entonces ausencia de perjuicio, ni tampoco, tal como se recoge en algunas legislaciones a nivel comparado, la estricta búsqueda del menor perjuicio posible. Tal como afirma Gargarella (2008), en criterio que ciertamente compartimos: “la idea de que los manifestantes deberían expresar siempre de la manera menos perjudicial para los demás no resulta obvia. Cuando los trabajadores organizan una huelga, lo hacen precisamente porque quieren perturbar y crear problemas para sus jefes” (p. 38). Razonabilidad entonces no debe comprenderse sino en el sentido de medios efectivos que no impliquen un perjuicio absolutamente desproporcionado de acuerdo a las circunstancias particulares del caso.

Los medios de protesta resultan entonces un criterio fundamental a considerar a la hora de observar jurídicamente su legitimidad. Así, la “Observación General Nro. 37 relativa al derecho de reunión pacífica” del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas (2020) brega también por una consideración flexible del cumplimiento de requerimientos legales en la elección de medios de protesta. Así, leemos en el proyecto que “Si la conducta de los participantes en una reunión es pacífica, el hecho de que sus organizadores o participantes no hayan cumplido algunos requisitos jurídicos internos a respecto no los sitúa, por sí solo, fuera del ámbito de protección del artículo 21”, y, en este sentido, que “la desobediencia civil y las campañas de acción directa se encuentran en principio protegidas por el art. 21, en la medida en que no sean violentas” (pár. 16)[7].

Tampoco ha de sujetarse el carácter “razonable” o “legítimo” de la protesta a la autorización previa por parte de las autoridades. Al respecto el ya citado “Informe de la Experta Independiente encargada de la cuestión de los derechos humanos y extrema pobreza” (2008) advierte que “la libertad de reunión pacífica es un derecho, no un privilegio y, como tal, su ejercicio no debería estar sujeto a la autorización previa de las autoridades” (pár. 21).

En suma, en virtud de todos los argumentos vertidos, es dable aceptar que, en la medida en que grupos en situación de vulnerabilidad reclamen por que se garanticen aquellos derechos que les fueron históricamente negados, la evaluación de la legitimidad de los medios escogidos ha de ser menos rigurosa que si el reclamo fuese realizado por otros grupos, y en la medida en que la ponderación de derechos en juego (los de los primeros, y el perjuicio proveniente de los costos elevados para el resto de la sociedad) resulte razonable.

 

  1. A modo de conclusión

Claro está que restan numerosas cuestiones que no han sidas tratadas en el presente. Entre ellas, cabe considerar, por ejemplo, la existencia de algún límite concreto para la aceptación de tales o cuales medios coercitivos, puesto que siempre implican restricciones de derechos al resto de la sociedad, incluso a sectores en situación de vulnerabilidad social. No obstante, dicha cuestión no escapa al antiguo y largamente tratado problema de los conflictos de derechos, cuyas consideraciones (nunca omnicomprensivas ni ajenas a posibles revisiones) son aplicables aquí.

Lo que se ha procurado, luego de esgrimir razones en pos de la legitimidad de la protesta social en democracia, fue insistir en que existen razones suficientes para sostener que en el caso de que dichas protestas sean efectuadas por grupos en situación de vulnerabilidad social a los fines de que se garanticen sus derechos, la legitimidad de los medios de protestas escogidos ha de evaluarse con un grado diferenciado de permisibilidad respecto a otro tipo de protestas. En efecto, las teorías clásicas de la desobediencia civil, formuladas en virtud de postulados teóricos en torno a la democracia, la justicia y la igualdad, sin tomar en consideración la posible exclusión social y en el acceso de derechos de quienes protestan, adolecen de una perspectiva generalista y exenta de todo tipo de interseccionalidad que, no sólo parecen confiar de modo un tanto ciego en las benevolencias del sistema democrático en lo formal, sino también hacer caso omiso a que las desigualdades estructurales e históricas en toda comunidad son un elemento largamente reconocido en el pensamiento jurídico y en las legislaciones vigentes.

Aun cuando el embate de la coyuntura siempre torne lo aquí expuesto revisable y susceptible de potenciales distinciones que no se han efectuado en estas líneas, se ha pretendido, al menos, sentar algunas líneas directrices básicas en torno a la relevancia de pensar las teorías de la desobediencia civil de modo situado y próximo al ejercicio de las protestas. El resto de consideraciones aquí no tratadas bien pueden ser objeto de trabajos ulteriores o más ambiciosos que el presente.

 

Referencias

Delmas, C. (2018). A Duty to Resist. Oxford: Oxford University Press.

Gargarella, R. (2008). Un diálogo sobre la ley y la protesta civil. En Derecho PUCP, Num. (61). (pp. 19-50). ISSN (2305-2546). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. Doi: https://doi.org/10.18800/derechopucp.200801.001.

Aitchison, G. (2018). Domination and Disobedience: Protest, Coercion and the Limits of an Appeal to Justice. En Perspectives on Politics, Núm. (3) Vol. (16). (pp. 666-679). ISSN (1541-0986). Cambridge: Cambridge University Press. Doi: https://doi.org/10.1017/S1537592718001111.

Organización de las Naciones Unidas - Experta Independiente encargada de la cuestión de los derechos humanos y extrema pobreza. (2008). Informe de la Experta Independiente encargada de la cuestión de los derechos humanos y extrema pobreza. A/63/274. Recuperado de: https://undocs.org/A/63/274

Organización de las Naciones Unidas - Comité de Derechos Humanos. (2020). Observación general núm. 37 (2020), relativa al derecho de reunión pacífica (artículo 21). CCPR/C/GC/37. Recuperado de: https://undocs.org/es/CCPR/C/GC/37

Organización de las Naciones Unidas - Relator Especial sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y de expresión. (2010). Informe del Relator Especial sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y de expresión. A/HRC/14/23. Recuperado de: https://undocs.org/es/A/HRC/14/23

Organización de las Naciones Unidas - Relator Especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación & Relator Especial sobre las ejecuciones extrajudiciales, s. o. (2016). Informe conjunto del Relator Especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación y el Relator Especial sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias acerca de la gestión adecuada de las manifestaciones. A/HRC/31/66. Recuperado de: https://undocs.org/es/A/HRC/31/66

Rawls, J. (1999). A Theory of Justice. Cambridge: Harvard University Press.

Raz, J. (1979). The Authority of Law. Oxford : Oxford University Press.



[1] Fecha de recepción: 30/09/2021. Fecha de aceptación: 28/10/2021.

Identificador persistente ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s25250841/gyz8jb5rr

[2] Universidad de Buenos Aires (UBA)

Buenos Aires, Argentina

https://orcid.org/0000-0002-1833-6640

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[3] Basta quizás con señalar un ejemplo histórico al respecto a los fines de probar este punto. Mal puede esgrimirse que las protestas que tuvieron lugar a lo largo del siglo XX en diferentes países por parte de mujeres en reclamo de que se le reconozcan derechos electorales resultaron ilegítimas porque en el marco del sistema democrático por no respetar las decisiones “mayoritarias”, cuando se encontraban explícitamente excluidas de todo poder de decisión. Es, pues, un caso paradigmático de cómo el argumento de ciertas corrientes liberales reseñado resulta contradictorio con las posibilidades efectivas de un sistema democrático concreto y a la luz de las exclusiones históricas de grupos sociales.

[4] En esta línea, Aitchison (2018) reseña como posturas más radicales han considerado los argumentos de los pensadores liberales como naifs y demasiado optimistas (p. 667).

[5] Así, por ejemplo, la reforma constitucional argentina de 1994 ha incorporado el art. 75 inc. 23 que, en el marco de las competencias del Poder Legislativo, enumera la de “legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta constitución y por los Tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos, en particular respecto de los niños, las mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad”.

[6] En este sentido, por ejemplo, vide: art. 1.4 de la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial y 4.1. de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer.

[7] En una línea similar, jurisprudencia comparada en la materia también abona a este tipo de exégesis de las reglamentaciones y normativas aplicables a la cuestión que nos ocupa. Sólo a modo de ejemplo podemos citar un caso paradigmático del Tribunal Europeo de Derechos Humano, Frumkin v. Rusia (application No. 74568/12) en el que se insta a las autoridades públicas a tener “cierto grado de tolerancia respecto a las reuniones pacíficas, incluso ilegales, si la libertad de asociación no ha de ser privada de toda sustancialidad” (pár. 97)