Arquitectura, luchas sindicales y producción del espacio: traducción de Sergio Ferro “El concreto como arma”[1]


Architecture, union struggles and production of space: translation of Sergio Ferro's "Concrete as a weapon"

Maria Eugenia Durante[2] y Virginia Soledad Martínez[3]

 

Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-No hay restricciones adicionales 4.0 (CC BY-NC 4.0)

 

Resumen

El texto que se traduce es un breve recorrido histórico en torno a las luchas sociales y sindicales de los obreros de la construcción, principalmente en Francia, que fueron controladas a partir de la instauración del concreto armado como tecnología predominante. El texto fue escrito en 1980 y forma parte de una larga producción que el autor, oriundo de Brasil, realiza en su exilio en Francia, en la cual brinda elementos para volver a pensar la historia de la arquitectura desde el cantero o sitio de obra. Ferro propone reconstruir la historia de la producción de los espacios volviendo la mirada sobre los procesos de trabajo, las formas de organización de los trabajadores, la adopción de nuevas tecnologías, el papel de los técnicos, entre otras aristas. El texto fue la base de la conferencia que el propio Ferro brindó en el marco del IV Encuentro Latinoamericano de Arquitectura Comunitaria, realizado en la ciudad de La Plata en 2018, la primera y única conferencia que el autor dió en un país latinoamericano que no fuera Brasil. Esto último habla del desconocimiento de la obra de Ferro en el mundo de habla hispana, lo que la presente traducción busca comenzar a saldar. Retomar estas historias desde abajo nos permite recuperar la perspectiva crítica y da elementos fundamentales para volver sobre la separación entre trabajo manual e intelectual y sobre los procesos de trabajo en la producción del espacio, dimensiones muchas veces soslayada por los estudios urbanos.

Palabras clave: historia de arquitectura, producción del espacio, luchas sindicales, construcción.

 

Abstract

The translated text is a brief historical overview of the social and union struggles of construction workers, mainly in France, which were controlled by the establishment of reinforced concrete as the predominant technology. The text was written in 1980 and is part of a long production that the author, a native of Brazil, produced during his exile in France, in which he provides elements to rethink the history of architecture from the cantero or construction site. Ferro proposes to reconstruct the history of the production of spaces by looking at the work processes, the forms of organization of workers, the adoption of new technologies, the role of technicians, among other aspects. The text was the basis for the conference that Ferro himself gave in the framework of the IV Encuentro Latinoamericano de Arquitectura Comunitaria, held in the city of La Plata in 2018, the first and only conference that the author gave in a Latin American country other than Brazil. The latter speaks to the lack of knowledge of Ferro's work in the Spanish-speaking world, which the present translation seeks to begin to settle. Taking up these stories "from below" allows us to recover the critical perspective and provides fundamental elements to return to the separation between manual and intellectual labor and to the processes of work in the production of space, dimensions often overlooked by urban studies.

Keywords: architectural history, production of space, union struggles, construction.

 

El concreto como arma[4]

Sergio Ferro[5]

Se podría escribir toda una historia entera de los inventos que, a partir de 1830, aparecieron simplemente como armas del capital contra las revueltas obreras (Marx, 1894/2017, p. 508).

 

Actualmente existen trabajos de gran calidad sobre la historia del concreto armado. Pienso especialmente en los desarrollados por el grupo de investigación formado por Cyrille Simonnet, Gwenaël Delhumeau y Réjean Legault (grupo que conozco bien de nuestro laboratorio de investigación Dessin/Chantier en la École Nationale Supérieure d'Architecture de Grenoble) y el de Adrian Forty, más reciente. Este texto tiene un objetivo bastante limitado. Solo pretende mostrar la complementariedad entre esos trabajos y una observación que vengo desarrollando y ampliando desde 1976[6].

 

1.

(...) la tendencia del capital es dar a la producción un carácter científico, y el trabajo directo queda relegado a un mero momento en este proceso (Marx, 1857-1858/2011, p. 583).

En Francia, a lo largo del siglo XIX, la subordinación del trabajo en la producción de la construcción, hasta entonces meramente formal (sin modificación sustancial del proceso de trabajo), tiende a tornarse real (con modificación sustancial del proceso de trabajo), como ocurre ahora en la industria. El objetivo económico general de esta transformación de la subordinación formal a la real o, en términos de Marx, de la subsunción formal a la real, es el aumento de la plusvalía relativa obtenida a través de la mayor productividad del trabajo gracias a la introducción de la maquinaria y de una prescripción cada vez más exhaustiva. Su resultado, la descalificación de la fuerza de trabajo y la disminución del valor de los productos necesarios para su reproducción, permite la reducción de los salarios y, por tanto, el aumento de los beneficios del capital. Esta transformación conlleva profundos cambios en la arquitectura y la construcción.

Desde el Renacimiento, el proyecto, ya separado del lugar de la obra, dictaba la forma exterior de los edificios. El diseño se limitaba a esquematizar la apariencia. “Con pocas excepciones, los tratados del Renacimiento definen los ‘órdenes’ arquitectónicos (...) singularmente desprovistos de espesor material. ¿De qué están hechos? (...) Los teóricos del Renacimiento no lo dicen” (Carpo, 1998, p. 14). Casi todo el saber-hacer constructivo quedaba en manos de los trabajadores. En la subordinación solamente formal, no hay ninguna diferencia en el modo de producción: “Desde el punto de vista tecnológico, el proceso de trabajo es exactamente el mismo que antes, sólo que ahora en el sentido de un proceso de trabajo subordinado al capital” (Marx, 1864/1978, p. 57). En efecto, “la técnica de la construcción desde la Edad Media hasta el Renacimiento, y quizás incluso hasta la revolución industrial, no parece haber tenido desarrollos excepcionales” (Di Pasquale, 1979, p. 28.). Es cierto que la división y la especialización de las funciones productivas se profundizaron con el tiempo, y los patrones pudieron ejercer una presión creciente para acelerar el ritmo de trabajo. Sin embargo, en su conjunto, el cuerpo productivo mantuvo el control sobre lo esencial del proceso de construcción. Esto caracteriza una subordinación o subsunción sólo formal, externa, del trabajo, cuya expresión económica, obtenida principalmente mediante la simple prolongación de la jornada laboral, es la plusvalía absoluta. Pero incluso formal y externa, es una de las marcas diferenciales del capital: inexistente de esta manera en otros períodos históricos.

Ahora bien, la posesión exclusiva por parte de los trabajadores de ese saber-hacer indispensable para la construcción se convirtió en un problema para el capital en el siglo XIX, especialmente tras la caída del Segundo Imperio en Francia en 1870. Las condiciones sociales de lucha cambiaron sustancialmente y con ellas la densidad y la violencia de los conflictos laborales. Las organizaciones obreras, prohibidas, limitadas y a menudo secretas, no poseían, hasta casi el final del siglo XIX, la amplitud y la eficacia necesarias para constituir una oposición seria a la dominación del capital. La Ley Le Chapelier, del inicio de la revolución de 1789-1799, al prohibir todo acuerdo profesional defensivo entre los trabajadores, debilitó aún más su eventual resistencia y sólo les dejó la “libertad” individual de vender su fuerza de trabajo. Esto no quiere decir que no haya habido enfrentamientos vigorosos en períodos revolucionarios como 1830, 1848 y 1870-1871, e incluso fuera de ellos. Pero sólo la instauración de la Tercera República permitió la formación de organizaciones obreras más consistentes. Poco a poco, a finales de siglo se crearon los primeros sindicatos:

La ley de 1884, que autoriza la creación de sindicatos, es el resultado de largas luchas obreras, llevadas a cabo durante décadas, a menudo en la ilegalidad; es también un punto de partida de nuevas etapas: la organización de los trabajadores puede ahora desarrollarse a la luz del día (...) [Sin embargo] está obstaculizada por la considerable heterogeneidad de la clase obrera, consecuencia de la profunda diversidad de las estructuras industriales (Bron, 1968/1970, p. 53-55).

La multiplicación de los conflictos laborales estaba vinculada al progreso acelerado de la industrialización, que llevó a la descalificación del trabajo, a la reducción de los salarios, a la imposición de una disciplina más estricta de los ateliers y a un mayor peso del personal de control y de dirección, fuertemente cuestionado por los trabajadores (Steiner, 2015, p. 8).

El nacimiento de la CGT (Confederación General del Trabajo), en 1895, marca el advenimiento de un sindicalismo fuera de la norma y corona una epopeya autogestionaria: veinte años de un sindicalismo revolucionario, asumido y reivindicado como tal, siendo la prueba de una hermosa autonomía obrera. (…) [La] CGT no se creó simplemente para reagrupar a los trabajadores en función de sus intereses profesionales. Una de sus razones de ser (...) es ofrecer a los trabajadores una solución social y política diferente del socialismo defendido por los partidos -una solución que los sindicalistas revolucionarios reivindican que sea pertinente a la clase obrera y no a los políticos socialistas (Besancenot y Löwy, 2016, pp. 32-33).

La organización del movimiento obrero avanzó, pero con dificultad, dada su heterogeneidad y su escasa experiencia en la lucha legal. Dos años después de la promulgación de la Ley de 1884, se fundó la Fédération Nationale des Syndicats et des Groupes Corporatifs de France (Federación Nacional de Sindicatos y Grupos Empresariales de Francia), que agrupó asociaciones organizadas por oficios, lo que supuso el primer intento de unificar el movimiento obrero. En 1892 se fundó la Fédération des Bourses du Travail de France (Federación de Bolsas de Trabajo de Francia[7]), que se declaró independiente del Estado. Esta Federación votó con las organizaciones sindicales en el Congreso de Nantes de 1894, lo que sería uno de los principios fundamentales de la incipiente lucha obrera:

[Considerando que] en presencia del poder militar puesto al servicio del capital, una insurrección a mano armada ofrecería a las clases dominantes una nueva ocasión para ahogar las reivindicaciones sociales en la sangre de los trabajadores;

Que el medio revolucionario por excelencia es, por tanto, la huelga general;

El Sexto Congreso Nacional de los Sindicatos Franceses decide: Es necesario proceder inmediatamente a la organización de la huelga general (Pelloutier, 1894, p. 48-49).

La huelga general como presupuesto de la revolución social que eliminaría el capitalismo se convirtió en la principal bandera del movimiento obrero francés hasta casi la víspera de la Primera Guerra Mundial.

Al mismo tiempo, surgen diversas agrupaciones políticas socialistas, de duración variable y a menudo efímera: Parti ouvrier français (Partido de los Trabajadores Franceses), Parti ouvrier socialiste révolutionnaire (Partido Socialista Revolucionario de los Trabajadores), Comité Révolutionnaire Central (Comité Revolucionario Central), y varios grupos anarquistas muy influyentes. También se creó la Section française de l’internationale ouvrière (SFIO, Sección francesa de la Internacional de los Trabajadores), afiliada a la Segunda Internacional. De un modo u otro, estas agrupaciones cuestionaron con vehemencia al sistema capitalista. Sin embargo, los sindicatos y las bolsas de trabajo creían en la posibilidad de la destrucción del capitalismo mediante su acción exclusiva; por lo que evitaron mezclarse con estas organizaciones políticas.

Sólo en la lucha industrial el trabajador se enfrenta realmente a su enemigo más cercano, el capitalista; sólo en esta lucha él puede practicar la “acción directa”, la acción no tergiversada por intermediarios. (...) Su forma más elevada es la huelga general, que los anarcosindicalistas consideran el medio para derrocar no sólo al capitalismo, sino también al Estado (...). Esta enseñanza reforzó el tradicional rechazo del anarquista a la acción política, ya que el sindicato parecía ofrecer una alternativa práctica al partido político (Woodcock, 1962/2006, p. 97).

Desconfiados de la dudosa Tercera República Parlamentaria, los sindicatos se tornaron francamente ofensivos, reacios a la mediación política y ostensiblemente de clase: las dos repúblicas anteriores habían traicionado al movimiento revolucionario que las creó, al sustituir los intereses políticos de la burguesía por la solución de la “cuestión social” (la del trabajo, la educación, la salud, la vejez, los salarios, etc.). Su dirección fue formada por antiguos participantes de la Comuna y, sobre todo, por anarquistas más que por socialistas o comunistas. Ya no luchaban sólo por la “cuestión social”, sino que pretendían, a corto plazo, la autonomía productiva, la autogestión y, sobre todo, la revolución. Muchos consideraron que esto era posible pronto, no sólo los militantes de la dirigencia. “La derrota de la burguesía se considera rápida y fatal; una huelga exitosa y un éxito electoral hacen que la revolución parezca muy cercana; el socialismo es entonces a menudo mesiánico” (Bron, 1968/1970, p. 61).

El acontecimiento más llamativo de la vida sindical en este periodo es la penetración de los militantes anarquistas, tras el fracaso de su período de atentados de 1892-1894.

Así, hasta 1902, los anarquistas se instalan en las esferas dirigentes de la CGT y divulgan poco a poco sus ideas, sus métodos de acción, sus perspectivas sobre la ciudad futura. Abogaron por la acción directa, pero moderaron progresivamente su hostilidad contra las huelgas parciales (...): “gimnasia revolucionaria”, ellas educan a los trabajadores mostrando la verdadera figura de sus oponentes. Muchos creían en la posibilidad de una huelga general muy próxima (...) Este tipo de acción sindical (...) fue llamado 'anarcosindicalismo' (o sindicalismo revolucionario) (...) Los estatutos de los sindicatos son muy diversos, pero (...) casi en todos se afirma la necesidad de la destrucción del régimen capitalista (Bron, 1968/1970, pp. 82-85).

El aparato represivo de la Tercera República reaccionó violentamente ante la efervescencia prerrevolucionaria de la clase obrera. En un crescendo hasta al menos 1909, las largas y agresivas huelgas provocaron duros enfrentamientos con la represión, frecuentes muertes, expulsiones, encarcelamientos y raras conquistas sociales -las cuales, sin embargo, no constituían objetivos prioritarios. Para la CGT del sindicalismo revolucionario, la prioridad absoluta es la preparación de la inminente revolución social. El segundo punto del primer artículo del estatuto votado en el congreso constitutivo de la CGT en 1902 dice: “[La CGT] reúne, fuera de toda escuela política, a todos los trabajadores conscientes de la lucha que hay que librar por la desaparición del salariado y de la patronal” (Bruhat y Piolot, 1958). Para la SFIO, en el plano político, el objetivo es la revolución mediante la lucha de clases, la destrucción del capitalismo y el advenimiento de una sociedad de iguales. La esperanza o el miedo animan o atormentan a la sociedad dividida en opuestos. Las posiciones antagónicas se radicalizan. En cuanto a las luchas sociales, la agitación de los trabajadores y las numerosas huelgas, graves para la economía, perturbaron profundamente a la clase dirigente. En todas esas huelgas, e independientemente de su causa próxima, hay una apelación revolucionaria inmediatamente vinculada a la transformación radical del proceso productivo. Contener, obstaculizar, impedir o imposibilitar las huelgas se convierte en una cuestión de supervivencia para el sistema capitalista. La revolución, aparentemente presupuesta por cada enfrentamiento más agudo de clase (como “gimnasia revolucionaria” o provocación a reprimir sin piedad), es el horizonte esperado por la mayoría de la clase obrera.

 

2.

En 1830, en 1848 y aún en 1871, los oficios de la construcción, del mueble, de la confección textil y de la mecánica aportaron a la sublevación tropas desproporcionadas en relación al lugar que ocupaban. (...) en la población parisina (...) los carpinteros, ebanistas, pintores y albañiles (...) están en el origen de la gran revuelta sindical de 1875/1876, al final de la gran secuencia de la industrialización francesa, antes de resurgir, unos años más tarde, en la génesis de un partido obrero (Lequin, 1992/1997, p. 3355).

Los trabajadores de la construcción participaron tenazmente en este despertar. La poderosa Fédération du Bâtiment (Federación de Trabajadores de la Construcción), columna vertebral de la CGT, es el nido del sindicalismo revolucionario. Ellos tienen un activo considerable para la lucha que adopta como táctica la acción directa o la confrontación en el lugar de trabajo sin la injerencia moderadora de los partidos políticos. Porque, a pesar de las pérdidas que habían sufrido, todavía poseían el dominio casi exclusivo del saber-hacer constructivo. La producción en la construcción sigue siendo manufacturada, es decir, es blanco de constantes protestas, ya que sólo subordina formalmente y externamente el trabajo. Las protestas se dan sobre todo en los oficios de la piedra y la madera, los materiales más utilizados y decisivos en aquella época. Los talladores de piedra y los carpinteros son considerados la “aristocracia de la construcción” y la “aristocracia obrera” en general: son las figuras centrales del lugar de la obra (Davranche, 2014, p. 57). Es más contundente paralizar el trabajo cuando hay control, por los huelguistas, de sus componentes esenciales: el resto también para. Esto es especialmente cierto si el jefe no puede reemplazarlos fácilmente: las organizaciones de trabajadores de la construcción, todavía estructuradas por oficios y cercanas a la tradición de la ayuda mutua entre los humillados y ofendidos por el capital, favorecen la solidaridad (la Fédération du Bâtiment data de 1907 y sólo entonces dejó de estar organizada por oficios).

Si una huelga, especialmente en la construcción, es parasitada por rompehuelgas, se organizan patrullas para intimidarlos. (...) Esta brutal solidaridad de clase es la especialidad de los terrassiers (...), las tropas de choque de la Fédération du Bâtiment, el honor de la CGT (Davranche, 2014, pp. 30-31).

La suspensión de la actividad en la obra de construcción detiene una de las fuentes de plusvalía más abundantes de la producción social, la que riega generosamente los otros sectores no manufactureros de la economía, los de la renta y la industria. Para el capital, era un tiempo oscuro y amenazante.

De forma casi espontánea, por la fuerza de las cosas, los oficios de la construcción constituyen la vanguardia del sindicalismo anarquista. Los trabajadores industriales sólo representan el 5% de la clase obrera. Las pequeñas unidades de producción híbridas, semi-artesanales y manufactureras siguen dominando la producción. Entre estos últimos, predomina el sector de la construcción.

El mundo laboral francés sigue siendo [el mundo] de los oficios urbanos, como los muebles, la construcción, la ropa. (...) ellos [los trabajadores] siguen conservando la capacidad de ejercer sus tareas libremente, lo que los vincula a los artesanos cualificados del Antiguo Régimen, esta gens de métier (gente de oficios) se distinguen de los meros gens de bras (trabajadores manuales) por un saber hacer, fruto de un largo aprendizaje y experiencia, que no separa el esfuerzo físico de la inteligencia, la capacidad de ejecución del poder de creación (Lequin, 1992/1997, p. 3353).

Curiosamente, en el siglo de la industrialización y la subordinación real, por debajo de los discursos visionarios, el oficio y la subordinación formal siguen siendo predominantes y están en el origen del movimiento explosivo del mundo del trabajo. “El sindicalismo de acción directa de la década de 1900 (...) llevó sin duda a este sindicalismo de oficio a su apogeo. (...) no es casualidad que la gente de la construcción, del cuero, de la confección textil figure con tanta fuerza en él (Lequin, 1992/1997, p. 3356).”

Entre los oficios, predominan los “monopolizables” -expresión acuñada por David Harvey (2001/2006, p. 219-239), aquellos que dependen de un saber-hacer específico, enteramente en manos de sus trabajadores. A la cabeza de estos oficios están los talladores de piedra y los carpinteros, los de mayor impacto económico y social. Junto a ellos, los emblemáticos terrassiers, gigantes con la bandera roja atada a la cintura, figuras también características de los conflictos en los lugares de obra y de las constantes luchas callejeras, completan el trío de los grandes enemigos de clase del capital en el imaginario social, para reivindicar y predicar la revolución casi a diario. Mientras tanto: “El sueño de los trabajadores no es tomar el control de la sociedad; la revolución es la apropiación de los instrumentos del ejercicio de sus oficios y, en la CGT, el mundo futuro se imagina siempre como un conjunto de federaciones profesionales de las que los islotes de autonomía obrera dentro del mundo capitalista son anticipaciones (Lequin, 1992/1997, p. 3357).”

En mi opinión, hay otra razón para la estrecha correlación entre construcción y anarquismo. Ella es similar a la que acerca el anarquismo al puntillismo neoimpresionista en el mismo periodo histórico. Se trata de una afinidad estructural. La constitución ideal de la manufactura de la construcción se asemeja mucho al modelo paradigmático de una sociedad anarquista. No hablo de la manufactura tal como la desarrolló en la práctica el capital. Ya he estudiado la sorprendente relación entre el capital y la manufactura en otros textos[8]. Históricamente, el capital a veces la acerca y a veces la aleja de los lugares de obra. Por eso he hablado antes de una manufactura ideal, es decir, de una manufactura que observaría rigurosamente la lógica productiva que presupone su composición operacional. No es el caso de la manufactura cuando se pone al servicio de la explotación: ahí es gravemente deformada por la intrusión de las exigencias de la técnica de dominación. La manufactura ideal está formada por la asociación de algunos equipos especializados en unos pocos oficios (entre diez y quince en general). Esta asociación puede ser acumulativa, cuando el trabajo de cada equipo se suma al que le precede (manufactura en serie, orgánica) o articulados con la prefabricación simultánea de componentes por otros equipos (manufactura heterogénea). En el periodo histórico que nos ocupa, predomina la manufactura en serie (orgánica). Los equipos se organizan en torno a las prácticas propias de cada oficio. Técnicamente están muy diferenciadas. El equipo que construye la estructura es muy diferente del que hace el trabajo hidráulico o eléctrico, por ejemplo. Si cada equipo se concentra en su propia especialidad y procede de la mejor manera, cuidando de reducir y anticipar en detalle las interfaces con otros equipos, el resultado es una convivencia armoniosa, respetuosa y mutuamente estimulante, equivalente al contraste simultáneo del neoimpresionismo y la armonía anarquista de los opuestos —evidentemente, si la obra es autogestionada. (No procede desarrollar este tema aquí, pero fue objeto de mi enseñanza práctica en arquitectura). Esta afinidad estructural se acentuó a finales del siglo XIX, cuando las pequeñas unidades de producción todavía sometidas sólo en la forma al capital, es decir, todavía guardando celosamente sus conocimientos y su saber-hacer, pudieron organizarse en sindicatos. La posibilidad efectiva de una transición revolucionaria hacia una práctica manufacturera de tono anarquista en la construcción parece estar al alcance de los trabajadores.

En noviembre de 1910, el congreso de la patronal de la construcción creó un fondo de solidaridad contra las huelgas[9], siguiendo el ejemplo de la Union des Industries Métallurgiques et Minières (Unión de Industrias Metalúrgicas y Mineras). Los empresarios empezaron a organizarse colectivamente para resistir la creciente amenaza revolucionaria, estimulada por la revolución mexicana de 1910/1911 (que había sido ampliamente difundida por la Fédération Révolutionnaire Communiste (Federación Comunista Revolucionaria). Las medidas contra posibles agitaciones obreras iban mucho más allá de la ayuda económica mutua: implicaban una amplia gama de iniciativas, desde la corrupción de dirigentes sindicales, periodistas y representantes de todo tipo, hasta la elaboración de estrategias productivas que no proporcionaran a los trabajadores armas de resistencia, como son los oficios monopolizables. La llamada administración científica del trabajo comenzó su esfuerzo por desmantelar cualquier rastro de entendimiento horizontal en las unidades de producción. En 1914, las esperanzas de una revolución anarquista en las obras de construcción se desvanecieron durante mucho tiempo.

 

3.

Es casi sin premeditación, por la puerta de atrás, que el capital se escapa de esta trampa incrustada en la subordinación solamente formal del trabajo de la construcción. Los hallazgos ocasionales convergen gradualmente hacia una salida imprevista.

Desde principios del siglo XIX, los sectores más cautelosos de la producción manufacturera apuestan por la “racionalización” y por la profundización de la prescripción para controlar mejor el saber-hacer indócil, bajo la influencia de la primera Revolución Industrial y de la doxa derivada de la Aufklärung. Recordemos que las producciones manufactureras como la de la construcción, mantenidas en esta fase técnica por imperativos macroeconómicos, no deben recurrir a la maquinaria industrial ante el riesgo de un desastre económico generalizado (Ferro, 2006). Para compensar esta dificultad, el desarrollo de las ciencias de la construcción se aceleró y el diseño se hizo más exigente, preciso y exhaustivo. El detalle penetró en la carne de lo que había que construir, diferenciando sus componentes y materiales: la acentuada hegemonía del capital productivo exigía un control minucioso de los costes de los medios de producción, tanto humanos como materiales. Los informes cuantitativos acumulan listas de componentes, medidas y precios, induciendo a comparaciones y sustituciones ventajosas. La exageración de la prescripción detallada refleja lo que se torna inevitable en la producción industrial.

Discutiendo este cuadro simplemente mimético (por el momento), Ragon anota como curiosidad banal un hecho ocurrido en 1840:

Es interesante recordar que la estructura de hierro nació a raíz de una huelga de carpinteros (...) Como esta huelga duró mucho tiempo y paralizó los trabajos de construcción, los establecimientos [metalúrgicos] de Creusot tuvieron la idea de fabricar viguetas de hierro en serie. Si este material sustitutivo no destronó por completo a la madera, al menos tuvo el efecto de hacer nacer un nuevo oficio. En adelante, el mecánico tendería a sustituir al albañil, al igual que el ingeniero suplantaría la desaparición del arquitecto (...) los industriales habían utilizado la estructura de hierro como rompe-huelga (Ragon, 1986, p. 213).

El desacuerdo es sólo aparente. He aquí el lejano germen de la imprevista salida, poco original, por cierto. Esta fue de dos caras y provocó una nueva expropiación del trabajador. Hace tiempo que se sabe que, para forzar un cambio en la correlación de fuerzas dentro del proceso productivo, es conveniente cambiar las reglas del juego de un modo cualquiera. Por ejemplo, para romper la simple cooperación entre los trabajadores que levantaban los edificios del primer gótico y pasar a la manufactura explotadora del Renacimiento, la separación del diseño del momento de la obra tuvo que basarse en una sustitución arbitraria del código formal para ser realmente efectiva: se adoptó la forma clásica, prescindiendo de la plástica tradicionalmente compartida por los trabajadores asociados, la del primer gótico. Ahora, a finales del siglo XIX, las sustituciones eran de otro orden, pero con una vocación combativa similar. El objetivo era desarmar aún más a los trabajadores eliminando las últimas posibilidades de autodeterminación que les quedaban en la subordinación formal: el control del funcionamiento operativo en la utilización del material básico del oficio.

En un primer momento, hasta la última década del siglo XIX, los esfuerzos del capital se concentraron en el perfeccionamiento y la pormenorización, si es posible exhaustiva, de la prescripción; exigencia, repito, de la generalización de la ley del valor con la evolución del capital productivo. Pero, en el caso de los oficios tradicionales bien establecidos, como los de la madera o la piedra, la nueva ambición prescriptiva encuentra serias resistencias e ironías. Se vuelve redundante, pedante e inútil: “las más bellas catedrales estaban en pie cuando Désargues y Monge vinieron a enseñarnos a los obreros a tallar la piedra y la madera (...) no nos desafíen más la posesión legítima del capital científico que es nuestro, que hemos transmitido de generación en generación (...) desde el nacimiento de los oficios”, protestó Perdiguier en nombre de todos los artesanos (Perdiguier, 1846/1980). Los enclaves de tecnología monopolizable son los más resistentes al avance de la subordinación, objetivo de la prescripción más detallada. Por eso, a finales de siglo, asistimos a la irrupción de nuevos materiales, no asumidos por estos oficios, como señalan prácticamente todas las historias de la arquitectura moderna: en particular, el hierro y el concreto armado. Estas son las armas a las que recurre el capital para reemplazar a las máquinas, estableciendo un ersatz (sucedáneo) de subordinación real cuando, como en la construcción, la manufactura no puede ser sustituida por la industria. Los nuevos materiales desarman a los trabajadores al ocupar el lugar de los materiales que fundamentaban a los oficios basados en el saber-hacer tradicional[10].

Las ganancias para el capital por el uso del hierro en lugar de la madera, más allá de permitir controlar huelgas aún desarticuladas, permanecen limitadas, inicialmente. Su uso se concentra en las construcciones relacionadas con el capital constante -esa parte del capital que no genera plusvalor inmediato para el industrial y que, por eso mismo, debe reducirse al máximo, a pesar de que el progreso tecnológico impone maquinaria cada vez más costosa- como usinas, almacenes, etc., o a la circulación de mercancías, que también inmoviliza al capital en carreteras, puentes, estaciones de tren, etc. En estos casos, el propósito es construir al menor coste posible (de ahí la ausencia de arquitectos). La obligatoria racionalidad de estas construcciones -la razón es siempre económica- crea maravillas: andenes de estaciones de ferrocarril, pabellones para exposiciones industriales, puentes de hierro fundido o laminado, etc. Su uso por parte de arquitectos, como Labrouste y Horeau, es excepcional o sirve como un sustituto discreto y cuidadosamente disfrazado.

Sólo más tarde, a principios del siglo XX, se extendió el uso del hierro. La construcción de la torre Eiffel, finalizada para la Exposición Universal que conmemora el centenario de la Revolución de 1789, también conmemora la victoria de la construcción en hierro. “La construcción rápida y brutal de la torre marca el fin de una era, la de la edad de piedra; hemos entrado en (...) la edad de hierro que se imagina que cubrirá el próximo siglo (...). [Pero] desde el cambio de siglo, el concreto comienza a expandirse y sustituye muy rápidamente al metal en las obras importantes (Loyrette, 1992/1997, p. 4279).”

En el centro de esta victoria, otra, mucho más discreta, preparaba a la construcción para una mutación que sólo tendría lugar mucho más tarde (en Francia, después de la Segunda Guerra Mundial) en las grandes obras. “En el Champ-de-Mars (Campo de Marte), el montaje se realizó según lo previsto en los talleres Eiffel de Levallois-Perret. Así, las diferentes piezas se prepararon absoluta y completamente fuera de las obras y, en las obras, las piezas se ajustaron escrupulosamente entre sí (Loyrette, 1992/1997, p. 4277)[11].”

La producción manufacturera en serie (orgánica) de la construcción tradicional (producción esencialmente acumulativa en la propia obra) es sustituida, en la construcción metálica a gran escala, por la producción manufacturera heterogénea (producción esencialmente basada en la prefabricación en plantas), que, desde el punto de vista de la división del trabajo, presupone la concentración de la prescripción detallada en la cima del mando: “la torre [Eiffel] aparece, sobre todo, como el triunfo del arte de los ingenieros” (Loyrette, 1992/1997, p. 4277). En general, este paso provoca un aumento de la plusvalía relativa y, por tanto, una reducción de los salarios. La reducción se ve agravada por el sentimiento de injusticia social generado por el repentino desprecio de los conocimientos y el saber-hacer de los trabajadores del metal: en el montaje de la torre, fueron sustituidos en gran medida por... ¡carpinteros! ¡La cumbre para el monumento del triunfo de la construcción de hierro! “Los valores ligados a la profesión se vuelven impracticables por las modalidades de organización del trabajo” (Renault, 2004, p. 212).

En el caso del concreto, las ventajas para el capital empezaron a llamar la atención más tarde, recién en el cambio de siglo (en Francia, mucho antes en Inglaterra), y no se limitaron a la simple reducción inmediata de costes. Lo más importante es que no existe un saber-hacer históricamente acumulado en torno a él (menos aún que en torno al hierro), ni una tradición de oficio que suelde la alianza de trabajadores relacionados con su fabricación y uso. El saber-hacer aún ausente o incipiente, no constituye, por tanto, un arma, un monopolio obrero que pueda ser utilizado en la lucha de clases para apoyar las huelgas de acción directa, a diferencia de lo que ocurre en los oficios de la piedra y la madera. Por eso el concreto es un arma, pero para el capital.

Los oficios del concreto (en el sentido de las tareas y prácticas productivas específicas de este material), que forman parte del negocio de la construcción en torno a 1900, no muestran el orgullo propio de los herederos del compagnonnage (compañerismo del gremio de artesanos), como siguen siendo los albañiles, los carpinteros, los talladores de piedra. No tienen emblema ni santo patrón. (...) Los diccionarios y manuales de construcción de finales del siglo XIX siguen ignorando la terminología específica (herramientas, prácticas) introducida por la manipulación del concreto. Los primeros manuales sobre el cemento armado ofrecen poca información sobre las prácticas de los trabajadores y la organización de las tareas (...) causadas por el uso del concreto armado (Simonnet, 2005, p. 59).

Para los primeros defensores del concreto, su atractivo residía en el hecho de que ofrecía una alternativa a los métodos habituales de construcción, y en el contexto de la Gran Bretaña del siglo XIX, esta ‘alternativa’ significaba algo más radical que la mera descalificación de los oficios existentes. El concreto ofrecía la oportunidad de eludir a los oficios tradicionales en su conjunto y romper su monopolio en la construcción al permitir construir sin necesitarlos para nada (Forty, 2012, p. 226).

Incluso más que el hierro, este material artificial requiere cálculos, detalles técnicos precisos, cuantificación exacta de los componentes, etc. Implica un conocimiento complejo que guarda poca relación con el conocimiento empírico y aproximado de albañiles y carpinteros; al menos eso dicen quienes lo prescriben (pero hasta 1906 “muy pocos inventos intentaban legitimarse recurriendo al cálculo o a la fórmula matemática” (Simonnet, 2005, p. 100)). Tales instrumentos se concentraron inevitablemente en manos de ingenieros y técnicos que, siguiendo las costumbres del modelo de gestión industrial que invadía todos los rincones de la sociedad, no tenían prisa por difundirlos entre los trabajadores. “Ningún otro medio de construcción permitía una separación tan satisfactoria entre los elementos mentales y manuales del trabajo" (Forty, 2012, p. 232). El arma del saber-hacer del trabajo da paso al arma del supuesto saber de la prescripción. Un quiasmo: el saber-hacer decae en la obra, llevando a la descalificación y mayor subordinación de la fuerza de trabajo; el saber, cada vez más alejado del hacer, emigra, arrebatando más poder y aura para el capital.

Nótese, sin embargo, la curiosa intersección de factores. Forty observa:

El mito nacional estadounidense era que la fuerza industrial del país había surgido por la manera en que había superado la escasez de trabajo cualificado de oficios, desarrollando métodos de producción en masa de componentes que podían luego ser ensamblados por trabajo no cualificado (...). El concreto armado, que requería mucho trabajo calificado para realizar los moldes, no se correspondía con el principio industrial estadounidense, mientras que la construcción en acero, con componentes producidos en fábricas y montados in situ, se adaptaba perfectamente. Incluso Albert Kahn (...) (dice): “con unos costes de trabajo mucho más bajos y unos conocimientos de oficio más comunes que aquí, era natural que ellos (los europeos) produjeran resultados casi imposibles en este país (los Estados Unidos)” (Forty, 2012, p. 108-109).

El reducido contingente de trabajadores cualificados en Estados Unidos favoreció el uso del hierro y la transformación de la manufactura en serie de la construcción en una fabricación heterogénea. En Francia, por el contrario, el sabotaje de los oficios de la madera a principios de siglo liberó a un gran número de trabajadores especializados en este material, que se vieron obligados a limitar el alcance de sus conocimientos técnicos (y, por tanto, el precio de su fuerza de trabajo) para adaptarse a la fabricación más elemental de los moldes de concreto. Sólo más tarde, en los períodos de reconstrucción de la posguerra, la prefabricación de paneles de concreto permitió transformar la fabricación en serie (orgánica) en una fabricación heterogénea. El atraso de la industrialización francesa indujo opciones productivas mucho más complejas que en países donde la falta de trabajo cualificado o su descualificación, provocada por una industrialización más avanzada, favoreció la rápida adopción de la forma heterogénea de fabricación de la construcción (que no debe confundirse con la “industrialización” de la construcción).

Es (...) durante este periodo de 1890 a 1910 cuando este nuevo saber-hacer se difunde en las empresas, lo que se traduce (...) en una cierta desestructuración del ‘oficio’, a favor, aparentemente, de un saber-hacer (o de una cultura) empresarial más capaz de gerenciar, organizar y distribuir las tareas o funciones que veinte o treinta años antes (Simonnet, 2005 p. 65).

No es el hombre de la obra, que se resiste bastante a esta invención que lo expropia en parte de su dominio del trabajo, sino el empresario, función totalmente moderna en el poderoso tren de la revolución industrial, quien lleva adelante los nuevos conocimientos relativos a la técnica del hormigón armado (Simonnet, 2005 p. 83).

El “nacimiento” del concreto armado es un poco como la formación de los discursos que lo describen, lo llevan a los distintos escenarios donde debe mostrarse, exponerse (Simonnet, 2005 p. 111).

Este giro refuerza la cantidad de plusvalía relativa obtenida, bienvenida frente a las entonces crecientes demandas de reducción de la jornada laboral, que amenazan la cantidad de plusvalía absoluta extraída.

Poco a poco, la madera y la piedra abandonaron la obra -junto con los carpinteros y albañiles de la antigua formación, los estorbos de la nueva orientación de la dominación-, hasta que reinó la proscripción tácita de estos materiales en el primer modernismo. Ellos dejaron de ser los pivotes de la construcción, cerrando un ciclo de varios siglos frente a la creciente hegemonía del capital productivo industrial y su modelo de gestión. Este alejamiento, junto con la persecución policial, obligó a los más comprometidos a emigrar. Muchos de ellos desembarcaron en Brasil, principalmente los italianos, debido a la proximidad lingüística. En general, tenían el mismo perfil: excelentes en sus oficios - y anarquistas. El movimiento obrero brasileño les debe mucho.

 

4.

La subordinación real del trabajo teorizada por Marx resulta principalmente de la incorporación de la ciencia y la tecnología en la conducción de la producción. La mecanización industrial es su manifestación más visible. En la construcción, sin embargo, la mecanización de la producción es problemática: salvo el recurso a algunas máquinas secundarias, debe seguir siendo manufacturera. Repetiré el argumento, vinculado a lo que Marx considera uno de sus principales descubrimientos: la tendencia a la baja de la tasa media de ganancia.

Gracias a la cantidad de fuerza de trabajo empleada en la construcción, mucho mayor en relación a la que moviliza la industria (menos capital constante por más capital variable, generador de plusvalía), y al enorme peso de la construcción, en todas sus formas, en la economía de un país, este sector productivo considerado técnicamente “atrasado” es esencial para la supervivencia del capitalismo - precisamente por ser “atrasado”. La gigantesca masa de plusvalía producida por estas manufacturas no sólo alimenta la acumulación de capital, sino que retrasa, al igualar la tasa media de ganancia, su inevitable caída (a escala mundial) con el avance de la industrialización (Marx, 1894/2017, pp. 249-308). La industrialización de la construcción es técnicamente factible, como demuestran el Crystal Palace de Londres (1851) y la construcción de la ciudad de Cheyenne en Estados Unidos (1867) desde mediados del siglo XIX. Sin embargo, como ya se ha mencionado, esto provocaría un desastre económico, especialmente en medio de la Segunda Revolución Industrial, ávida de más plusvalía.

El sector de la construcción, por lo tanto, se encuentra aparentemente en un callejón sin salida: no puede, debido a su posición en la economía política, acompañar a la industria en la implementación de la subordinación real a través de la mecanización; pero tampoco puede seguir dependiendo del saber-hacer de los trabajadores y de su creciente rebeldía en el impulso del sindicalismo revolucionario y anarquista. La tambaleante solución a este impasse pasa por la sustitución de los oficios monopolizables (madera y piedra) por otros no monopolizables (que no pueden ser utilizados como armas por los trabajadores, como el concreto y el hierro), y por la adopción del modelo de gestión industrial, con la centralización del conocimiento y de la prescripción imperiosa y meticulosa.

(...) lo que reveló el método operativo de Hennebique fue el grado en que las construcciones de concreto permitieron desvincular el trabajo mental y cualificado de la construcción del elemento puramente manual. (…) Las oportunidades que brinda el concreto para tal división del trabajo es lo que realmente distingue al concreto y lo hace singularmente diferente de todos los demás procesos de construcción en términos laborales... Mientras que en otros métodos de construcción, los oficios tradicionales tenían el control de gran parte de la organización y de la garantía de calidad del trabajo, con el concreto esto se arrebató casi por completo a los trabajadores de la obra y pasó a manos de supervisores e ingenieros, una separación que persiste hasta hoy (Forty, 2012, p. 232).

Fue la posibilidad de dividir el trabajo que ofrecía el concreto lo que lo hacía único entre los materiales de construcción y fue la causa (...) de la fascinación de la nueva disciplina de la administración científica por el concreto a principios del siglo XX (Forty, 2012, p. 234).

Estas observaciones de Forty son esenciales. Ellas sitúan con precisión el núcleo del cambio tecnológico a finales del siglo pasado. El control de los oficios tradicionales sobre gran parte del proceso laboral se hizo incompatible con la ambición del capital de asumir el control total y exclusivo frente a la ofensiva del mundo del trabajo. Desde la primera revolución industrial, el capital ha incorporado a la ciencia y la tecnología para aumentar su poder sobre la clase obrera, para descalificarla, reducir los salarios y aumentar la plusvalía. Sin embargo, a finales del siglo XIX, con la evidente emergencia de la lucha de clases en diferentes formas, la prioridad pasó a ser desarmar lo más posible a los trabajadores, tanto recurriendo a manipulaciones políticas e ideológicas, como acelerando la cientificación y aumentando el control exhaustivo del proceso de producción. Todos los pasajes en los que el control se debilita, ofreciendo oportunidades para la peligrosa invasión de los oficios monopolizables, fueron eliminados del proceso. En este período anterior a la formación de las grandes unidades de producción industrial, el movimiento obrero está, como hemos visto, profundamente marcado por las luchas sindicales emergentes, dominadas por el sindicalismo revolucionario, es decir, por la esperanza y la preparación de una revolución radical venidera, animada en gran parte por los trabajadores de los oficios tradicionales de la construcción. El concreto armado es un recurso perfecto para desarmar a los turbulentos trabajadores de la construcción: presupone un conocimiento concentrado en el mando y la prescripción detallada, y ocupa el lugar de los oficios que están en la primera línea de la ofensiva obrera.

El ejemplo se extiende poco a poco, alcanzando todas las secuencias técnicas de la construcción: para despojar a los trabajadores de los activos de sus oficios tradicionales, se concentran en la cima los pretendidos conocimientos técnicos (y, si es posible, el conocimiento de los nuevos materiales), lo que descalifica el trabajo de abajo, por lo tanto, depreciado y preparado para el aumento de la subordinación. Marx lo repite una y otra vez: el capital también produce, junto a sus mercancías más aparentes, los presupuestos para la creciente explotación de su mercancía más esencial, la fuerza de trabajo.

La tensión generada por la renovada presión del movimiento obrero a finales del siglo XIX pareció catalizar la determinación del capital. Como en un salto de fe, la diversidad de experiencias anteriores y los esfuerzos teóricos dispersos se condensaron en una diligencia voluntarista en torno al concreto. Las numerosas ventajas de este joven material se articularon pronto en un todo promisorio. A partir de 1880, el cálculo estructural avanza con Jean Bordenave, François Coignet, François Hennebique y Johann Bauschinger; Anatole de Baudot (plenamente consciente de la lucha de clases antes descrita) y Auguste Perret construyen edificios de concreto; Tony Garnier sueña con su ciudad industrial; la incipiente administración científica del trabajo adopta el concreto como material ideal (Forty, 2012, pp. 236-240). “Es a partir de este preciso momento, es decir, alrededor de 1900, cuando comienza realmente la aventura del concreto armado (...) (Ragonv. 1, p. 248).” “Solamente en la última década del siglo XIX es que se utiliza el concreto armado a gran escala (...). Entre 1910 y 1920, él se convierte casi en el signo de la nueva arquitectura (Giedion, 1941/1978, pp. 31-33).”

Casi todos los historiadores de la arquitectura señalan la repentina aparición del nuevo material como la base técnica del modernismo. Pero no explican por qué se produjo este surgimiento y por qué en ese momento. Uno se queda con la impresión de que, de repente, un descubrimiento técnico inesperado abre puertas hasta entonces insospechadas. Ahora, entre los primeros experimentos, modestos y marginales, con el concreto armado (el barco de Lambot en 1848 y los jarrones de Monier en 1849), y la explosión comercial de la Actien-Gesellschaft für Monierbauten en 1889 y de la empresa de Hennebique, que llevó el concreto armado a 31 países entre 1894 y 1906, la carrera de este material se aceleró. Se impulsó a todo vapor en el cambio de siglo, cuando, repito, la intensa lucha entre los oficios peligrosos y las nuevas exigencias del capital productivo se intensificó con la intensa ofensiva del sindicalismo revolucionario.

 

5.

El ciclo de subordinación del trabajo, que comenzó en el Renacimiento, alcanza su punto álgido en el modernismo. Siempre es bueno recordar que la subordinación remite al capital: antes, el trabajo podía ser explotado -incluso bárbaramente explotado- pero no estaba sustancialmente subordinado. La subordinación y el capital son inseparables e interdependientes. Por eso veo la subordinación del trabajo (material) como fundamento común tanto de nuestra arquitectura (del capital) como de nuestras bellas artes (del capital), las primeras uniéndose al equipo de los subordinadores, las segundas tratando de alcanzar a sus adversarios. Esta característica exclusiva del capital productivo, que ha proporcionado el hilo rojo de nuestra historia desde entonces, específica el núcleo de estas dos actividades incrustadas de y en el trabajo material.

A finales del siglo XIX y principios del XX, la subordinación da un salto (tardío en Francia): pasa de ser formal a ser real; en el caso de la construcción, un sustituto de lo real. En respuesta, las artes plásticas radicalizaron su negatividad. La arquitectura del modernismo, en cambio, cubrirá de aura el giro táctico de la explotación económica. La nueva plástica, superficialmente diferente a la de los materiales y oficios en desgracia, celebrará su sórdido fundamento. Declara pecaminoso el lenguaje de los expulsados. Impone, en un primer momento, la mortaja blanca e higiénica bajo la que borra el trabajo ya más descalificado (incluso el que exige el uso oculto del concreto), en nombre de la “pureza” y la “razón”. Mientras que para William Morris el ornamento era el arte popular por excelencia, el modernismo lo calificó de crimen. En un buen ejemplo de hegemonía a la inversa (concepto elaborado por Francisco de Oliveira (Oliveira y otros, 2010)), el discurso de la profesión, sin ningún pudor, pone la “cuestión social” como meta de una transformación cuyo fundamento va en sentido contrario, en una farsa de las trágicas revoluciones traicionadas en el siglo XIX. A los trabajadores que degrada objetivamente, el modernismo les promete una recompensa: la restitución, con intereses, de lo que se les está quitando... algún día. La “mano invisible” de Adam Smith guía en la oscuridad las manos de los “heroicos” pioneros de nuestro renovado oficio, que diseñan y prescriben lo contrario de lo que proclaman en sus manifiestos.

 

6.

Son curiosas las desavenencias entre lo que se dice y lo que se hace. El concreto armado, elegido, junto con el hierro, como el material por excelencia del modernismo, y cantado por la mayoría de los arquitectos como el milagro de nuestro tiempo, se utiliza casi siempre, en todo el mundo, de una manera que contradice sus propias virtudes. Material capaz de obedecer a los desarrollos curvos de las tensiones, en la mayoría de sus usos adopta el esqueleto paralelepípedo, cómodo y adecuado para aquellos cuyo objetivo se centra en el plusvalor. Jean-Baptiste Ache, de quien extraigo mucha información sobre la historia del concreto armado, señala que “un material que podemos verter, aunque esté provisto de un armazón que podemos, además, doblar, no puede justificar realmente el aspecto rectilíneo y cubista de la arquitectura de la época” (Ache, 1970, p. 407). Para visualizar la creciente mala aplicación y desviación, basta con comparar las formas en ángulo recto de casi todos los edificios de nuestras ciudades con algunas propuestas de Freyssinet (por ejemplo, los hangares de los dirigibles en Orly, 1916) y Maillart (por ejemplo, el puente de Valtschiel, Suiza, 1925-1926), es decir, propuestas marginales en relación con el uso actual, sometidas a normas que procedían de un mundo ajeno al razonamiento constructivo de los materiales realmente utilizados.

Al principio de su historia, el concreto se moldeaba con formas y funciones idénticas a las habituales en los materiales que sustituía. Su misión, en su cuna, era sustituir, y la explotación de sus cualidades específicas era híbrida y secundaria. A finales del siglo XIX, las teorías sobre el concreto y las experiencias con él son elaboradas a partir de conceptos y esquemas de representación en el sistema Monge, poco adaptados a su realidad material. El incipiente conocimiento del concreto armado toma prestado del exterior, del mundo de la madera y el hierro, hipótesis y conceptos, no siempre los mejores para su caso. Pero esta forma inadecuada de pensar se mantuvo e incluso se exacerbó. Lo vemos, por ejemplo, en el esquema anunciado por la empresa de Hennebique:

Todas las configuraciones que se presenten en la oficina central (de la empresa Hennebique) deben poder reducirse a una combinación más o menos compleja de elementos simples comparables a las vigas rectas, libres, semiempotradas y empotradas. Los suelos Hennebique, como nos recordó Maillart, son combinaciones de vigas y subvigas que soportan pequeñas losas comparables a las baldosas (Simonnet, 2005, p. 109).

A grandes rasgos, este esquema guió la efervescencia teórica de finales del siglo XIX y principios del XX (Coignet, Josef Melan, Charles Rabut, Julius Bauschinger, Paul Christophe, Wilhelm Ritter, etc.) y es adoptado en eco en las nacientes propuestas para la generalización del uso del concreto armado, como los planes para una ciudad industrial de Tony Garnier (1902) y la primera aplicación considerada coherente del principio de estructura en el edificio de la Rue Franklin de los hermanos Perret (1903). Se trata de estructuras ortogonales en cuyos fundamentos se basa la mayor parte de la arquitectura moderna. Salvo excepciones, como las obras ya mencionadas (de Maillart a partir de 1901, de Freyssinet a partir de 1907) y más tarde las de Eduardo Torroja, Pier Luigi Nervi y otras, el hormigón, un material alternativo, rara vez se utilizaría sin traicionar su naturaleza. Una vez separada del sitio de construcción, la prescripción adopta necesariamente los gráficos de diedros regulares. Son los gráficos más habituales en la representación arquitectónica, y también los más elementales y efectivos en la obra ante la intensificación de los tiempos de producción. La ortogonalidad generalizada evita perder tiempo con las complejas adaptaciones que serían necesarias si las formas a construir fueran irregulares o inusuales. Sin embargo, las formas irregulares e inusuales, ahora admiradas en la arquitectura medieval anterior al siglo XVIII, suelen descartarse, en general, desde la fase de elaboración del proyecto. Incluso en la era de la informática, fuera de las obras de lujo diseñadas por los despachos de las grandes estrellas, y aparte de dos o tres componentes fuera de la norma de lo “contemporáneo”, en los otros casos sigue predominando el espacio de tipo mongiano. La arquitectura prescrita adopta sumisamente el tipo de espacialidad más rentable desde el punto de vista de la plusvalía relativa, y ciertamente la menos adecuada para fomentar las relaciones empáticas, por no hablar del trabajo gratificante. La ortogonalidad pasa así de la representación a las formas arquitectónicas, de la epistemología a la obra, de la supuesta “estética” del concreto armado a la dimensión “universal” de la arquitectura moderna (Legault, 1992).

El poder escurridizo e invasivo de este sistema se revela más claramente si consideramos algunas extrañezas en la práctica común que son, en el fondo, síntomas elocuentes. Pontalis aconseja, repitiendo una vieja verdad del psicoanálisis, “ejercitar el oído (para captar) las anomalías del discurso: es a partir de ahí que la verdad se nos señala” (Pontalis, 1965/1968, p.45). Las anomalías son frecuentes en el discurso técnico del concreto armado y, sobre todo, en su aplicación. Elijamos una cualquiera: la losa hongo[12], por ejemplo. Esta losa, apoyada en pilares aislados, con la única interposición de los capiteles, cuyo encofrado no presenta ninguna dificultad, es una opción conveniente para el concreto armado (Torroja, 1957/1971, p. 248). Fue adoptada por los mejores: por Baudot, en el proyecto fantástico Grand espace couvert éclairé par le haut, donde los pilares perforados continúan las membranas portantes del tejado; por Maillart, en la tienda Giesshübel de Zúrich (1910); más tarde, por Frank Lloyd Wright, en la sede del de Johnson Wax (1936); sin olvidar la variación de Antoni Gaudí en el Parque Güell (1900-1910). Pero la losa en forma de hongo casi no tuvo secuelas, solo algunos resurgimientos solicitados por los diseñadores más exigentes: en la usina de Gatti (1951), donde Pier Luigi Nervi empleó pilares en forma de hongo asociados a losas dispuestas según las líneas isostáticas de los principales momentos flectores (de hecho, un conjunto prefabricado de bajo coste), o en la tribuna del Hipódromo de la Zarzuela de Madrid (1941), donde Eduardo Torroja los combinó con membranas de hormigón. Torroja se sorprende: “Nunca ha sido completamente aclarado por qué el biselado (entre viga y pilar) repugna tanto a la sensibilidad estética del artista de hoy, después de haberse deleitado durante tantos siglos de utilizarla en forma de listones tallados o de ménsulas de piedra que, bajo los soportes de las vigas, ha adornado siempre de maravillosos ornamentos con generosa complacencia (Torroja, 1957/1971, p. 246).”

Anomalía: estamos ante una intersección de determinaciones que colisionan, como en todo síntoma. La división del trabajo en la manufactura moderna impone una rígida separación de los equipos de producción: los que construyen la estructura no son los que construyen las paredes. La forma claramente paralelepípeda se presta mejor a la sucesión discontinua de equipos aislados, como ya he observado. El capitel, especialmente recurvado como el de la losa nervurada, implica operaciones especiales de adaptación de las paredes a la ruptura de la ortogonalidad. Por eso se evita esta losa, aunque sea la más pertinente para el concreto. Pero aquí hay obstáculos. En primer lugar, porque la exigencia constructiva rara vez se respeta: al contrario, la técnica de la dominación exige una irracionalidad productiva para obstaculizar cualquier reacción contra ellas. En segundo lugar, porque la exigencia constructiva manufacturera, si fuera realmente decisiva, se respetaría más si los muros y la estructura estuvieran completamente separados, como en algunos de los primeros proyectos de Oscar Niemeyer (Pampulha, 1943). Sólo entonces habría una autonomía operativa radical de los equipos. Por lo tanto, las razones anteriores para evitar la losa nervurada desaparecerían. Pero no se adopta por eso. En la oleada de determinaciones cruzadas, la prohibición modernista de cualquier desprecio por el imperativo de la ortogonalidad (que el posmodernismo no respeta, malcriado como un enfant gâté insoportable) domina incluso donde no debería. Se convierte en un habitus de la construcción destinada a producir plusvalía que se infiltra en todas las etapas de su elaboración.

En encuentros de este tipo, las distintas determinaciones se confunden contradictoriamente. La primera y más antigua es la separación tajante y antinatural entre proyecto y realización. Históricamente causada por la intromisión del capital, es requerida por la técnica de la dominación, un complemento a la subordinación inicial resultante de la venta de la fuerza de trabajo al capital. Pero esta separación fue solo el primer paso. El diseño separado, ya marcado por la separación, regresó a la obra como expresión de la voluntad imperativa y heterónoma del capital, condición previa para hacer efectiva su subordinación. Esta voluntad heterónoma debe elaborar un proyecto inasimilable (si fuera asimilable no habría subordinación) por el trabajador colectivo (los trabajadores en su conjunto, convenientemente divididos y sólo copresentes bajo la tutela del capital), por razones objetivas (incoherencias constructivas) o subjetivas (recurriendo a una trama simbólica inaccesible para los trabajadores). En estas condiciones, la comunicación del proyecto a la obra, realizada periódicamente por el heredero del parlero medieval (el entonces capataz de la obra), tiene que pasar por la mediación de códigos rígidos y unívocos que, como en toda mediación, acaban imponiendo su constitución interna a lo que sólo debían mediar. Paradójicamente, el aparato mediador (el diseño añadido a otros documentos prescriptivos) se insinúa entre lo que debería mediar y se impone como fuente secundaria de dominación, que lo retrotrae a su origen (la voluntad dominadora) y se transfigura pronto en lo que llamamos estética y que, como toda ideología, se erige en verdad genérica, ‘la’ Estética. Estas idas y venidas, sólo esquematizadas aquí, dan lugar evidentemente a diversos desencuentros, que sólo pueden describirse caso por caso.

 

7.

(...) el gobierno republicano siempre presenta las grandes huelgas como una amenaza. Así, llamó a las tropas provinciales en 1898 para hacer frente a los huelguistas de la construcción en París. Es cierto que las huelgas se hicieron cada vez más masivas al mismo tiempo que el sindicalismo revolucionario ganaba en fuerza. Los historiadores contabilizan 4,6 millones de días (jornales de trabajo) de huelga en 1902, sobre todo en el sector de la construcción (Riotsarcey, 2016, p. 290).

Con ocasión del congreso de Amiens, en octubre de 1906, (la CGT) se pronunció a favor de la acción directa, de acuerdo con la vieja consigna de la Internacional: “la emancipación de los trabajadores será obra de los propios trabajadores”. En esta perspectiva, la huelga general (...) se convirtió en el modo supremo de emancipación del proletariado. Con la conquista de las herramientas de producción por parte de los trabajadores, bloque a bloque y fábrica a fábrica, el sindicato pasaría de ser un grupo de resistencia a un grupo de producción y distribución de bienes, sin necesidad de apoderarse del aparato estatal (Steiner, 2015, p. 78).

Resumamos, para terminar. Con la aparición del concreto armado, la separación entre diseño y realización entra en una nueva fase. El reemplazo de la piedra y la madera tenía como objetivo intensificar drásticamente la subordinación formal para que sirviera como sustituto de la subordinación real (lo cual es poco probable en la construcción). Ahora bien, era imposible fortalecer la subordinación formal en los oficios de la madera y la piedra: sus conocimientos y su saber-hacer están en manos de los trabajadores de estos oficios, que, como he indicado, formaron los principales cuadros de la CGT en el período más combativo del sindicalismo revolucionario. Además, el sector de la construcción tradicional es ejemplar en cuanto a la disciplina de lucha en las huelgas generales y sectoriales, en las huelgas de solidaridad y en la formación de tropas de choque contra la represión y las embestidas de los rompehuelgas. La huelga de la construcción de 1911, modelo de lucha radical, aunque no fue victoriosa, a sabiendas de que era una huelga preparatoria para la huelga general revolucionaria anunciada por el programa de la CGT, y además dirigida contra las condiciones de trabajo, asustó de una vez por todas a los empresarios del capital. Por estas diversas razones, se volvió crucial acabar con las artesanías cargadas de una historia de luchas en las obras y desarmar a los tradicionales picapedreros, albañiles y carpinteros que para entonces lideraban la CGT e impulsaban la huelga general y revolucionaria. El concreto es el material disponible para eliminar a la piedra y la madera -y, con ellas, eliminar los oficios de los que son el fundamento material. Todavía balbuceante, desconocido en innumerables aspectos, es convocado con urgencia al combate inmediato. El material de sabotaje contra la resistencia de los trabajadores, aún en gestación, entra en la obra para sustituir a los excluidos o a los que se excluirán. Naturalmente, en un primer momento, como suele ocurrir con las sustituciones técnicas, se ve abocado a adoptar el universo formal y, con él, los conocimientos que hasta entonces acompañaban al que iba a ser sustituido. No el saber obrero, condenado a la desaparición o al confinamiento en el exilio del compagnonnage, al servicio de las restauraciones de prestigio, sino el “saber empresarial”, la colección de recetas y algunos conocimientos desarticulados, que hasta entonces instruían el esfuerzo por asumir el polo prescriptivo de la empresa en la fabricación de la madera y la piedra -una especie de carrera para importar el saber obrero y transponerlo a órdenes de trabajo con el correctivo de la incipiente ciencia de los materiales y el cálculo estructural- cuyo horizonte lejano sería prescindir del saber-hacer obrero. Pero no había tiempo para eso, y los oficios de los materiales monopolizables seguían apuntalando la rebelión, las huelgas y los proyectos revolucionarios. Entonces, el saber-hacer empresarial tomó prestados con urgencia sus moldes habituales para tratar el nuevo material. El resultado se ha descrito anteriormente: la conformación del hormigón para un uso estrictamente sustitutivo. Las formas de uso, las reglas de cálculo y el modo de representación imitan a grandes rasgos los de la piedra y la madera, e incluso lo que se considera una originalidad por el uso del concreto, la “estructura”, es una antigua práctica de la arquitectura al menos en el norte de Francia, conocida como colombage o entramado de madera. Una sustitución exponencial, al cuadrado, por tanto: del material y sus usos y costumbres. Como resultado, repito con otros citados anteriormente, el concreto armado de los primeros días lleva ropa prestada, y de tamaño mucho más pequeño de la que le conviene. Se reduce inconscientemente a su papel del momento: un mero saboteador al servicio de la injusticia sin contenido positivo, la encarnación de la esencia de la mediación de la prescripción absolutizada, el diseño autoritario esclavo de la subordinación real. Sólo mucho más tarde encontraría su “estilo”: el brutalismo .

Ortogonal, signo del espíritu.

El 4 de enero hablábamos de esto con mi gran amigo Elie Faure: Sí, en qué grado de aberración hemos caído. La línea recta, el ángulo recto, signos del espíritu, del orden, de la dominación, se consideran manifestaciones burdas y primarias. A esto responden con invectivas: “¡Americano!”

Este signo +, es decir, una línea que corta a otra línea formando cuatro ángulos rectos, este signo es el gesto mismo de la conciencia humana, el signo que dibujamos intuitivamente, gráfico simbólico del espíritu humano, introductor del orden.

Este gráfico al que -¿por qué camino intuitivo? - hemos dado el sentido de más, de positivo, de adición, de adquisición.

Signo de constructor (Le Corbusier, 1937/1965, p. 61).

Le Corbusier suele dejar sus estructuras a la vista, sobre todo en sus textos. Es imposible, sin quererlo, ser más explícito -evidentemente porque no quiere. Evoca con pertinencia el poder de las brumas de la razón -o de la intuición- en los dos universos en los que la estructura de la red simbólica es extremadamente determinante: en el dibujo y en el lenguaje, por este orden.

 

Referencias Bibliográficas

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[1] Identificador persistente ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s25250841/ac0rthaqx  

Fecha de Recepción: 27/06/2023 Fecha de Aceptación: 27/09/2023

[2] Universidad Nacional de La Plata, Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Centro Interdisciplinario de Estudios Complejos.

https://orcid.org/0000-0001-5827-8812

durantemariaeugenia@gmail.com

[3] Universidad de la República (Uruguay), Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo.

https://orcid.org/0000-0003-0978-6364

mumymartinez@gmail.com

[4] La obra de Ferro es prolífica y se encuentra disponible principalmente en portugués y en francés. Hace tres años, a partir de un proyecto de investigación de la FAU/USP (Brasil), comenzaron a traducirse algunos de sus textos al inglés, con el propósito de ampliar su alcance y difusión. Es en ese marco que este texto fue publicado en inglés, en 2018, en la revista Harvard Design Magazine, con una traducción realizada por Alice Fiuza y Silke Kapp, llevando como título “Concrete as a weapon”. Esta es la primera traducción al español de un texto de Sergio Ferro.

[5] Arquitecto brasilero. Graduado en 1962 de la Faculdade de Arquitetura e Urbanismo de la Universidade de São Paulo (FAU/USP), Ferro integró junto a Flávio Império y Rodrigo Lèfevre el grupo Arquitetura Nova, donde realizaron una reflexión crítica sobre la arquitectura brasileña producida hasta entonces, trasladando el foco de la discusión a aspectos como el rol social del arquitecto y las relaciones de producción en la obra. En 1972, perseguido por la dictadura militar, Ferro se exilió a Francia, donde fundó el laboratorio Dessin et Chantier en la École Nationale Supérieure d'Architecture de Grenoble.

[6] Esta observación se encuentra enO canteiro e o desenho” (1976), luego publicado en francés con el título “Le béton comme arme” (1980). Otras versiones se encuentran en “O concreto como arma” (1988), “Le béton comme arme” (2008), y su reciente versión en inglés “Concrete as Weapon” (2018, Alice Fiuza y Silke Kapp, Trads.), Harvard Design Magazine, (4).

[7] Literalmente, Federación de Bolsas de Trabajo. Las llamadas bolsas de trabajo son consejos de trabajadores autogestionados. “Estas bolsas son lugares reservados para los trabajadores asignados y puestos a su estricta disposición. Se extienden por todo el país, se crean en numerosas ciudades” (Besancenot y Löwy, 2016, p. 30).

 

[8] Ferro (2006) Arquitectura y trabajo libre, en particular, "La obra y el diseño" (1976).

[9] Véase el dibujo de Paul Poncet en el periódico La Guerre Sociale del 23/11/1910, (Davranche, 2014, p. 175).

[10] No sé si se puede generalizar lo que ocurre en la construcción, pero en este caso son las transformaciones y los bloqueos en las relaciones de producción los que determinan los cambios en las fuerzas productivas -en contra de lo que predicarían después los partidos comunistas fieles a la URSS- y no siempre en la dirección del “progreso” de estas fuerzas. Marx señala a menudo esta correlación entre las grandes huelgas y la creación de máquinas que alteran el proceso productivo anterior.

[11] Para la cita interna, véase Eiffel, 1900, p. 100.

[12] En portugués «laje cogumelo». La “losa hongo” es aquella se encuentra reforzada interiormente en cuatro direcciones para transmitir la carga directamente sobre las columnas en que se apoyan, sin tener vigas.