Estado, crisis y reforma en Cuba[1]
State, crisis and reform in Cuba
Wilder Pérez Varona[2]
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4.0)
Resumen
Desde los años noventa, Cuba ha debido reajustar su sistema a las
adversas condiciones de un mercado y un ordenamiento global en recomposición,
ante una crisis cuyos síntomas habían sido detectados en la década anterior,
pero catalizada entonces por la desintegración del bloque soviético y una
beligerancia estadounidense en ascenso. Las medidas de reajuste asumidas desde
1993 modificaron radicalmente las condiciones de la sociedad cubana. La crisis
generalizada del Estado como medio eficaz para organizar y estabilizar la
sociedad, y su reconfiguración bajo la hegemonía neoliberal, también halló una
singular analogía en las condiciones propias de Cuba. El retraimiento de las
capacidades del Estado sobre las relaciones económicas y para atender las
demandas sociales conllevó a una redistribución del poder económico, al tiempo
que las instituciones políticas se vieron limitadas para representar los
intereses de los distintos grupos y sectores de la sociedad. Cuba requirió
entonces rearticular el consenso sobre el modelo de socialismo, en las
condiciones de una sociedad cada vez más diferenciada. Tres décadas de crisis y
reajustes sucesivos, coronadas por la reforma actual, han redimensionado la
naturaleza del Estado, aun si continúa como actor político fundamental de los
cambios en curso. Se trata de cambios sufridos en su estructura, funciones y
capacidades, en las formas de actividad social que le definen y legitiman, en
sus imbricaciones con la sociedad civil y sus relaciones con la
ciudadanía, en la concepción misma de la política.
Palabras clave: Cuba, Estado, crisis, reforma
Abstract
Since the 1990s, Cuba has had to readjust its system to the adverse
conditions of a recomposing market and global order, in the face of a crisis
whose symptoms had been detected in the previous decade, but then catalyzed by
the disintegration of the Soviet bloc and a rising U.S. belligerence. The
readjustment measures taken since 1993 radically modified the conditions of
Cuban society. The generalized crisis of the State as an effective means of
organizing and stabilizing society, and its reconfiguration under neoliberal
hegemony, also found a singular analogy in Cuba's own conditions. The
withdrawal of the State's capacity to control economic relations and to meet
social demands led to a redistribution of economic power, while political
institutions were limited in their ability to represent the interests of the
different groups and sectors of society. Cuba then needed to rearticulate the
consensus on the model of socialism, under the conditions of an increasingly
differentiated society. Three decades of successive crises and readjustments,
crowned by the current reform, have reshaped the nature of the State, even if
it continues to be a fundamental political actor in the changes underway. These
are changes in its structure, functions and capacities, in the forms of social
activity that define and legitimize it, in its links with civil society and its
relations with the citizenry, and in the very conception of politics.
Keywords: Cuba, State, crisis, reform
Introducción
Mucho de lo debatido en Cuba desde hace tres décadas ha tenido como
denominador común un referente elusivo, escurridizo. El cada vez más diverso
ámbito público nacional ha sido movilizado y redefinido en torno a la sociedad
civil, a la democracia y la participación popular, a las relaciones entre plan
y mercado, al diagrama político insular, a derechos y libertades ciudadanos. Estas
y otras discusiones han estado atravesadas por un cuestionamiento acerca de la
composición, atributos, funciones, recursos propios del Estado cubano. En el
fondo, asumen la reconfiguración de las relaciones entre el Estado y la
sociedad, entre el Estado y la ciudadanía. Se trata de cambios en el modo de
regulación social, en las condiciones de reproducción de la sociedad cubana que
el Estado promueve y asegura, que no se reducen a reconocer unas capacidades
limitadas.
El estudio de la crisis y reforma del Estado en Cuba ha topado con varias
objeciones. Una ha sido la apreciación que prevalece sobre la crisis vivida
durante este tiempo (apenas interrumpida) como socioeconómica; otra, una
valoración en términos similares de la reforma que comienza a formularse en
2007-2008. Por un lado, se habla de la conservación o continuidad de la
gobernabilidad durante la crisis, sin cambios sustanciales del conjunto del
sistema político. Por otro, del carácter fragmentado e impreciso de las
reformas económicas, cuyas limitaciones se achacan a la falta de cambios
estructurales o integrales, debido a la resistencia o voluntad de salvaguardar
el poder instituido. La metamorfosis de la sociedad cuenta con reconocimiento
general; sin embargo, la dimensión sustantiva del poder, salvo ligeras
variaciones, es apreciada como virtualmente estática.
Desde los años noventa, la externalización o particularización del
Estado respecto a la sociedad cubana se ha agudizado, como solución de
continuidad ante crisis y reajustes, y sólo una creciente naturalización de
este proceso ha velado la obviedad del mismo. Proponemos en estas líneas un
esbozo de las dimensiones política, económica y cultural de la crisis y reforma
del Estado cubano en las últimas décadas.
Crisis y crítica marxista del Estado
Dentro del campo crítico de estudios sobre el Estado, las teorías
marxistas han tenido la doble ventaja de una mayor producción teórica y de
haber sustentado las alternativas de transformación social más significativas
hasta el presente.
Desde el pasado siglo, la crítica del Estado capitalista ha ido de la
mano con momentos de crisis y recomposición de su naturaleza y sus funciones
sociales. Desde Pashukanis y Gramsci, hasta las
discusiones sobre el socialismo del siglo XXI que acompañaron al progresismo
regional, mal se entienden tales reflexiones teóricas si no es bajo el telón de
fondo de las transformaciones que afectaron a los «modelos» sucesivos del
Estado: al liberal del capitalismo de libre concurrencia, al benefactor del
fordismo de la segunda posguerra, y a la reconfiguración neoliberal del “Estado
mínimo”, propia de la globalización financiarizada de
las cadenas de producción. De hecho, se puede identificar la historia de las
formas concretas asumidas por el Estado con la historia del Estado como
concepto teórico. A su vez, cada concepción del Estado ha supuesto una
interpretación sobre la sociedad y el poder político; por tanto, una valoración
capaz de influir políticamente sobre aquello que analiza (Thwaites,
2007).
Dicha crítica ha enfrentado la persistencia de concepciones
instrumentalistas de un Estado concebido como externo a la sociedad, comunes al
constitucionalismo reformista de las socialdemocracias, a la doctrina del “capitalismo
monopolista de Estado”, así como al modelo que tipificara al “socialismo real”.
El vasto campo crítico y normativo que conforman estos estudios ha concebido y
analizado el engranaje entre el Estado como forma histórica de dominación y de
reproducción de condiciones de existencia social, al asumir: a) una comprensión
ampliada y relacional (de relaciones materiales e ideales) sobre el Estado, el
poder y la política; b) el carácter procesal del Estado como
institucionalización de relaciones de dominación: a un tiempo socialización de
principios que organizan la vida material y simbólica de la sociedad, y gestión
monopolizada de tales bienes comunes; c) una distinción sólo metodológica entre
Estado y sociedad, que asume la interpenetración de ámbitos y funciones de
coerción y consenso (Acanda, 2002; García Linera,
2015).
Más discutida, en las últimas décadas, ha sido la dimensión emancipadora
de la lucha por el poder del Estado. En un contexto que ha reavivado
alternativas centradas en la autonomía respecto a las instituciones políticas,
cuyos ejes no giran en torno a la conquista del poder del Estado (zapatismo,
movimientos antiglobalización, organizaciones piqueteras y comunales, etc.), ha
sido cuestionada su pertinencia en tanto instrumento para la gestión de un
proyecto social anticapitalista. Bastaría recordar la influencia de que gozaran
textos como Cambiar el mundo sin tomar el poder (Holloway, 2001) e Imperio
(Negri y Hardt, 2005).
Durante los años ochenta y noventa del siglo XX, la desintegración del
bloque soviético y la expansión neoliberal no sólo barrieron con numerosas
conquistas de movimientos obreros y populares, sino con las categorías
teórico-políticas que les dieron sustento por más de un siglo. La restauración neoconservadora
quebró certidumbres y condujo a la crisis de las izquierdas a nivel mundial,
desprovistas práctica y teóricamente. No sólo se trataba de lidiar con la
ausencia del referente comunista internacional; sino que las concepciones y
victorias de dicha izquierda, sus formas organizativas e institucionales
(partidos y sindicatos), sus bases sociales populares, se vinculaban a la
gestión del Estado, que por entonces reconfiguraba sus atributos y relaciones, al
tiempo que se remodelaba el mercado global y el sistema político internacional (Traverso,
2019).
El descrédito de las socialdemocracias como del socialismo histórico, el
socavamiento de la soberanía de los Estados a manos de dispositivos
supranacionales de poder, y el consiguiente vaciamiento de instancias
representativas robusteció el antiestatismo político
y teórico. El impacto de estas posiciones sobre diversos movimientos sociales,
junto a la emergencia de gobiernos progresistas en nuestra región, obligó a repensar
las peculiaridades del “socialismo del siglo XXI”, en contraste con las
experiencias del “socialismo real”. De ahí que se interrogara a la naturaleza y
funciones del Estado en sociedades en transición o posrevolucionarias. ¿Existen
especificidades en su modo de dominación y regulación? ¿Se trata de un proceso
similar de particularización estatal respecto a la economía y al conjunto de la
sociedad? ¿Mediante qué mecanismos las funciones de regulación social se articulan
en tales formaciones a los modos de acumulación y reproducción de capital? ¿Cómo
se configuran estas formas estatales sobre la base de la explotación y el
antagonismo de clases?
En las experiencias históricas del socialismo, la expresión canónica de “socialización
de los medios de producción” había entronizado una visión de las relaciones de
dominación restringida al ámbito jurídico de las relaciones de propiedad y de
las políticas de distribución estatales. Al tiempo que la socialización era identificada
con la expropiación de los propietarios privados de la tierra y el capital, la
ortodoxia marxista equiparó lo estatal a lo social, en tanto ambas se oponían a
lo privado. Con ello, se consagró una ambigüedad fundamental acerca de la
gestión y control efectivos de los medios socializados. Una indefinición no
solo conceptual, sino con efectos prácticos evidentes.
El socialismo del siglo XX transitó de la expropiación de las tierras y
empresas por parte del Estado hacia intentos por suprimir parcialmente el
mercado, e incluso el dinero como medio de intercambio entre productores y
empresas. Se trató de medidas impuestas desde el Estado, que aparecía no solo
como gran propietario sino como medio de intercambio y de circulación de los
productos. La preponderancia del valor de uso sobre el valor de cambio funcionó
como una norma general, aplicada según cálculo y criterio discrecional de
funcionarios estatales, es decir, según una decisión política centralizada. Se
trató entonces de una forma de privatización de la gestión del modo de
intercambio de riquezas, a cargo de la administración estatal; de la conocida
mecánica de la sustitución estatista. Tales procesos no dieron lugar a una
nueva relación económica que sustituyera la ley del valor y el mercado; más
bien, a una coacción política que la impedía. En lo fundamental, dejaron
inalterada la estructura jerárquica de la dominación sobre el trabajo, heredada
del capitalismo (Mészáros, 2010; Lebowitz,
2017).
La administración de un Estado asumido como premisa y garante del
bienestar de la sociedad, condujo, en la práctica, a la reconversión del poder
económico de las clases propietarias en poder político de los funcionarios del
Estado. La lógica del capitalismo fue tendencialmente reinstalada, como
administración monopólica de los medios de producción y poder político
concentrado. Al tratarse de una relación política que reemplazó a la relación
económica, quedó circunscrita al interior de tales regímenes, mientras que sus
relaciones internacionales de intercambio actuarían como presión económica
extra nacional, cada vez más intensa por la globalización de la producción, el
conocimiento y la tecnología. A la postre, se impuso una coexistencia social
entre la lógica del valor de uso en los espacios públicos y legales, regulados
y controlados por el Estado, y la lógica del valor de cambio en actividades
informales y cotidianas, de intercambios internos y externos (García Linera, 2020).
El fracaso de las experiencias del socialismo real demostró que, a contrapelo
de lo que la izquierda creyó durante todo el siglo XX, estatalizar los grandes
medios de producción no asegura instaurar un nuevo modo de producir y
reproducir la sociedad. La estatalización no es sinónimo de socialismo, no
garantiza las condiciones para una autogestión significativa a escala social,
capaz de promover un proceso socializador del trabajo. Propiedad estatal no es
sinónimo de propiedad social. Los procesos históricos que propusieron una
alternativa socialista mostraron que la estatalización conserva la separación
entre la propiedad jurídica sobre los medios de producción como bien público,
respecto de la apropiación y disposición del excedente social, y respecto del
control sobre el uso y consumo de tales medios. El caso cubano no ha sido una
excepción.
Crisis y Estado en Cuba
Desde los años noventa Cuba ha debido reajustar su sistema a las adversas
condiciones de un mercado y un ordenamiento global en recomposición, ante una
crisis cuyos síntomas habían sido detectados en la década anterior, pero catalizada
entonces por la desintegración del bloque soviético y una beligerancia
estadounidense en ascenso. Bajo condiciones previstas para una economía de
guerra, las transformaciones iniciadas con la “rectificación” pronto se
mostraron inadecuadas para cumplir el imperativo de “salvar la Patria, la
Revolución y las conquistas del socialismo” (Castro, 1993)[3].
Las medidas de reajuste asumidas desde 1993 modificaron radicalmente las
condiciones de la sociedad cubana. Pese a la voluntad política de mediar sobre
los efectos sociales de la crisis (garantía de derechos no mercantilizados y de
políticas sociales universales), su impacto acabó desigualando territorios y
grupos sociales (Ferriol, Carriazo y Echavarría, 1997)[4].
La normalización del proceso socialista cubano, a la altura de los
setenta, había ocurrido en un contexto de hostigamiento estadunidense y de una
significativa inserción en el ámbito soviético de relaciones. Supuso la prevalencia
de una intervención estatal que organizaba la participación ciudadana en torno a
las prescripciones de una política centralizada. La actuación del Estado,
garante de la sobrevivencia del proceso revolucionario, monopolizó amplias
funciones de la sociedad civil, a través de la institucionalización de
relaciones y de prácticas sociales, y la articulación de una ideología oficial
(Acanda, 2005; Guanche, 2013). Dicha hegemonía se
sostuvo sobre el perfil popular de la gestión estatal, el marcado carácter
social del modelo establecido y la materialización de valores nucleares como la
igualdad y la justicia social, a través de políticas de distribución
implementadas con mayor acierto que las estrategias de desarrollo económico.
La reducción del ámbito público a la gestión estatal ha sido afectada
desde los años noventa por el redimensionamiento del poder político y de sus
instrumentos institucionales. El IV Congreso del PCC y la reforma
constitucional de 1992 alteraron los fundamentos ideológicos del Estado (en su
formulación, contenidos y base social), ante la debacle de la alternativa
sistémica al capitalismo y del marxismo institucionalizado por el comunismo
internacional (Azcuy, 2010). La reorganización
político-administrativa, realizada con mayor criterio institucional (que
afectara desde órganos de dirección partidista a gobiernos locales) no pudo
impedir la erosión paulatina del monopolio práctico del Estado como productor
de ideología. La inadecuación de ese basamento ideológico frente a beneficios
que ya no era capaz de sostener (crecimiento económico, movilidad y justicia
social), sus limitaciones para organizar los intereses personales en torno a un
proyecto colectivo, develó unas estructuras políticas que no se adecuaban a la
conmoción sufrida por las relaciones sociales.
El retraimiento de las capacidades del Estado sobre las relaciones
económicas y para atender las demandas sociales conllevó a una redistribución
del poder económico, mediante la introducción de mecanismos dinamizadores
(iniciativa privada, capital extranjero y dispositivos de mercado), así como la
descentralización de recursos. Las instituciones políticas se vieron limitadas
para “representar los intereses de los distintos grupos y sectores, controlar
los comportamientos y socializar pautas y valores” (Valdés Paz, 2009, p. 137),
debido a una amplia depauperación de las condiciones sociales de vida, al
aumento de las desigualdades sociales respecto al acceso y consumo de bienes y
servicios, y a la diversificación y diferenciación de actores económicos y
grupos sociales[5]
(Espina, 2004, 2008; Iñiguez, 2004; Zabala, 2008).
Cuba requirió entonces rearticular el consenso sobre el modelo de
socialismo, en las condiciones de una sociedad cada vez más diferenciada. La
puesta al día de lo nacional y el replanteamiento del proceso histórico de la
nación fue expresión de esa necesidad. Otra, lo fue la catálisis de la sociedad
civil cubana. Ella se manifestó en su apropiación (parcial o completa) de
espacios y procesos antes sujetados al aparato estatal, de nuevas formas
asociativas de diversa índole, y por la importancia que adquirieron los canales
y espacios de realización del debate ideológico. La necesidad de reconstruir la sociedad civil cubana propició una amplia
reflexión sobre su cultura política: sobre el peso de las representaciones
ideológicas y culturales en la articulación del consenso, desde la organización
familiar, pasando por el papel de los intelectuales, de los nuevos actores
sociales y la concepción del Estado (Hernández, 2003).
Tras dos décadas de crisis apenas interrumpida, la necesidad de un
modelo alternativo para Cuba ha podido ser entendida como la búsqueda de
mecanismos eficaces de reproducción socialista. El inicio de las reformas dejó
claro que ya no se trata de enmiendas políticas asumidas bajo la fuerza de
circunstancias externas desfavorables (provisionales y posibles de revertir),
sino de problemas inherentes al modelo. Se hacía necesario reelaborar el pacto
social en torno a una nueva matriz de dirección y producción del conjunto de la
sociedad (Alonso, 2009).
Reforma cubana y Estado
Desde las primeras formulaciones que condujeron a la consulta pública
monitoreada por el Partido Comunista, los Lineamientos de la Política
Económica y Social (2011) han propiciado intensos debates sobre la futura
organización del socialismo en Cuba. La “Actualización del modelo económico y
social” ha sido la reforma más significativa de las pautas de organización
social en más de medio siglo. Dicho programa ha perseguido rescatar la
viabilidad económica del socialismo cubano mediante la introducción limitada de
mecanismos de mercado, en el marco de una economía mixta. Como corroboran los
estudios (Vidal y Everleny, 2012; Hernández,
Domínguez y Schultz, 2013), los ejes de la reforma ubicaron el núcleo de los “problemas
prácticos” del modelo en la economía: a) reorganización del sistema de
propiedad (expansión del sector no estatal, mayor apertura al capital
extranjero); b) disminución del papel del Estado como administrador central
hacia formas de gestión más autónomas, en lo nacional como en lo local; c)
propiciar un marco jurídico estable para tales cambios económicos. No obstante,
las nuevas orientaciones económicas definidas por el gobierno iniciaron un
proceso cuya dinámica político-cultural ha superado al proyecto económico
inicial.
Tres décadas de crisis y reajustes sucesivos, coronadas por la reforma
actual, han redimensionado la naturaleza del Estado, aun si continúa como actor
político fundamental de los cambios en curso. Como han señalado diversos
autores (Azcuy, 1995; Valdés, 1997; Acanda, 2005; Valdés Paz, 2009; Monreal, 2015; Valdés Paz,
2018) se trata de cambios sufridos en su estructura, funciones y capacidades,
en las formas de actividad social que le definen y legitiman, en sus
imbricaciones con la sociedad civil y sus relaciones con la ciudadanía, en la
concepción misma de la política. Por un lado, varios documentos programáticos
han insistido en lo económico como el reto más urgente y definitorio del
socialismo cubano —Lineamientos y su actualización (2011 y 2016), Plan
Nacional de Desarrollo Económico y Social hasta 2030 (2016) y la
reorganización monetaria conocida como Tarea Ordenamiento (2021)—; sin
embargo, ambas versiones de la Conceptualización del modelo (2016 y
2021) y la nueva Constitución (2019), proponen cambios sustanciales del modelo
de socialismo de Estado, más acordes a un socialismo “con características
propias” (Valdés Paz, 2018). Esta transición ha pronunciado tendencias que
venían remodelando a la sociedad cubana, a la vez que tales cambios ocurridos
condicionan hoy la efectividad de las políticas públicas implementadas.
En este sentido, la Constitución aprobada en 2019, evento que ha
coronado la reforma iniciada hace más de una década, marca un antes y un
después. Su proceso de aprobación mostró una Cuba que se halla lejos de poder
acotarse bajo fórmulas como las de “Estado socialista de derecho y justicia
social” y “modelo de economía mixta”. Sirvió de barómetro sobre las ideas
fuerza que se dirimen hoy en la sociedad cubana, y consagró, de hecho y
derecho, la discrepancia respecto al orden establecido. La inédita dinámica
social que desató ha cambiado los marcos para concebir y ejercer la política. Desde
entonces, promover mayor igualdad y redistribución de poder pasa por la disputa
de un Estado de derecho consistente con dicha meta. El nuevo contexto ha sido
marcado además por el cambio generacional en la dirigencia política (del Estado
y del Partido), que ha debido construir la legitimidad de su gestión, promover
consenso, bajo circunstancias nada favorables: arreciado asedio estadunidense —tras
el paréntesis del último Obama— y una pandemia que ha tensado aún más los límites
y contradicciones societales.
Quizá como nunca antes el curso de la política interna y la fortaleza de
un consenso nacional renovado son esenciales para la readecuación externa del país.
Pese a las graves urgencias económicas, los problemas y desafíos que supone la
reforma del socialismo cubano pueden y deben ser traducidos en su amplio
sentido político. El modo en que se avance en la solución de tales problemas
decidirá si ese tránsito será o no hacia un socialismo cuyo centro sea la
sociedad en lugar del Estado.
En una entrevista concedida para El Viejo Topo, Rafael Hernández
(Arnaud, 2018) comentó tres conjuntos de problemas cuya resolución debía asumir
la reforma en curso. Se trata de problemas con historias disímiles pero que se
condicionan recíprocamente, que plasman desafíos que hoy enfrenta Cuba para dar
sentido a un proyecto nacional alternativo a una restauración capitalista. ¿De
qué modo los cambios de la sociedad interpelan hoy los órganos de
representación estatales, a su legitimidad y eficacia? ¿Qué contradicciones,
normativas y prácticas, ha evidenciado la reforma entre tendencias
centralizadoras y descentralizadoras? ¿Qué condiciones político-culturales deciden
sobre la constitución de la norma jurídica en instrumento efectivo del cambio
social esperado?
El problema de la representación política apunta hacia cómo organizar
políticamente una sociedad cuya diferenciación ha afectado a la cohesión social
sostenida durante sesenta años.
Por un lado, los principios nucleares de igualdad y justicia social se
han devaluado en las últimas décadas. En el imaginario social, debido a la
erosión sostenida de patrones valorativos precedentes y a la naturalización
creciente de las diferencias sociales. Y a nivel del Estado, por su pérdida de
capacidad reguladora y la modificación de criterios distributivos, así como por
el desgaste de su basamento institucional. Esta tendencia es reforzada por un
aumento sostenido de la pobreza, de desigualdades sociales y por la emergencia
de capas medias, tanto urbanas como rurales (Espina, 2020; Hoffman, 2021;
Sarduy y Espina, 2022).
Varios elementos han contribuido a reducir la superficie de contacto del
Estado con la sociedad. La diversidad político-ideológica, cultural, socioclasista y demográfica del país, y de los
consiguientes repertorios de ideas, intereses y prácticas, recomponen el
panorama político de agencias ciudadanas y populares. Ello imprime un elemento
novedoso en este escenario político, como es su carácter conflictivo, entre
diversos actores e intereses. La emergencia de identidades, posiciones y demandas
plurales, de reivindicaciones particulares de índole racial, de género, de
orientación sexual, generacionales, religiosos, ambientales, políticos, tensan
las posibilidades de ser procesadas por el orden institucional, y desafían los
mecanismos verticales que regulan las formas de producir y organizar la esfera
pública (Dacal, 2019; Pérez Varona, 2022).
Bajo la sostenida reducción de gastos sociales y el reacomodo del
sistema de subsidios, el envejecimiento poblacional y la migración de jóvenes y
profesionales —marcados por la experiencia de crisis sucesivas—, así como brechas
de género crecientes, han agudizado la crisis de cuidados en el país (Espina y
Echevarría, 2020). La estratificación socioclasista
en ascenso a partir de la diversificación de actores económicos y la
mercantilización de relaciones sociales han duplicado las desigualdades,
empobreciendo y marginalizando territorios y grupos sociales, sobre todo racializados (Hoffmann, 2021; Echavarría y Tejuca, 2022).
Las fronteras políticas se han hecho más laxas. El alcance transnacional
de la información y de los medios de comunicación, la masificación de productos
culturales y los flujos migratorios han sido reforzados por estrategias
nacionales de reinserción, cambios normativos y programas de informatización, que
han descentrado los mecanismos de reproducción de ideas. Esta multiplicidad ha
dado lugar a un estrechamiento del consenso, como muestra la incidencia de las
redes sociales digitales y de medios de prensa independientes o abiertamente
opositores, que gozan del apoyo público de agencias estadunidenses. Formas de
socialización mediadas por desigualdades, tanto distributivas como de
representación, se expresan en franjas de disenso dentro del país que pulsan
por ampliar la base institucional de la soberanía ciudadana.
El segundo problema es el relativo a la descentralización de
atribuciones y recursos, retomada como una de las metas de la remodelación institucional.
Se trata de una demanda con una historia de décadas de avances y
retrocesos, relativa a la necesidad de modificar un modelo de sociedad que
había liquidado de forma casi absoluta la propiedad privada y centralizado de
manera radical la toma de decisiones. Existe consenso en que el llamado a
destrabar las fuerzas productivas pasa por dotar de autonomía a los procesos desde
abajo, a las relaciones entre las empresas (sean estatales, cooperativas o
privadas) y los poderes locales. En que las empresas del Estado sólo jugarán su
papel central en el desarrollo económico en la medida que sean empresas
realmente públicas, en la medida en que promuevan formas efectivas de
apropiación social de la propiedad estatal. Y en que la autonomía necesaria
para ello es también condición para que los sectores privados y cooperativos se
acoplen de manera efectiva a la economía nacional.
No obstante, la descentralización incumbe a todo el sistema de
dirección, a los mecanismos de toma de decisiones, en su dimensión tanto
económica como política. Atañe a la calidad de la participación ciudadana en
todos los ámbitos de la sociedad. El sentido político que debiera orientar
dicha descentralización, en la medida en que se ha realizado, no ha conducido a
que el proceso de toma de decisiones, y las condiciones que lo soportan, sea
más horizontal.
Los avatares de los procesos cooperativos de las últimas décadas ilustran
el persistente desequilibrio en la distribución de poder y de recursos, entre
condiciones de autonomía y de subordinación a normas e instituciones (Nova, 2020).
De modo más general, en documentos programáticos y normas jurídicas, como en la
práctica de organismos sectoriales e instituciones, los poderes otorgados a
órganos de administración y gerencia relegan una y otra vez las facultades de
decisión y control sindicales y de colectivos laborales (Nerey,
2014; Martin Romero, 2014; Alhama y García, 2016; Rojas, 2018). La capacidad de
gobiernos locales, de organizaciones de masas y de asociaciones comunitarias
continúa lastrada por la reproducción de medidas desarticuladas y de prácticas
verticalistas (nacionales y sectoriales), de la burocratización de funciones,
de superposición de estructuras (estatales, públicas y partidistas) e
indefinición de competencias intergubernamentales, de culturas de gestión
centralistas, así como de amplias carencias normativas (ej. Ley de Municipios),
de formación y de recursos (financieros, humanos, tecnológicos). Por otra
parte, las trasformaciones implementadas se han concentrado más en un nuevo
modelo de funcionamiento, estructura y composición de las administraciones
municipales y menos en la efectiva participación ciudadana en la conducción,
discusión y control de los asuntos públicos de las localidades
(Mulet, 2015; Pérez y Díaz, 2020;
Romero et al, 2021; Jiménez y Villarreal, 2021).
Sin invertir la pirámide de relaciones de poder que ha funcionado
durante décadas, sedimentada en el cuerpo institucional, es ilusorio pretender
una municipalización efectiva, que incluya plenas capacidades para generar una
economía local. Se requiere para ello modificar las
estructuras políticas y administrativas, así como la cultura de gestión. Municipalizar
no equivale a la sola desconcentración de funciones. No cabe esperar una activa
participación de los municipios en el desarrollo del país trasladándole
solamente atribuciones y responsabilidades, sin traspasarle asimismo los
recursos requeridos. Un desarrollo local sostenible es clave para
desplegar la participación ciudadana y enfrentar la pobreza y las brechas
sociales y territoriales que hoy existen.
Vinculado a los dos primeros, está el problema de la cultura de la ley,
el reto de fomentar una cultura política que permita a la norma jurídica
funcionar como instrumento del cambio social. En principio, la reforma se ha propuesto dotar
a los cambios en curso de la estabilidad, transparencia y legitimidad que la
ley confiere. Ello requiere superar décadas y hábitos arraigados de
discrecionalidad administrativa, de un ejercicio político que subordina la
norma jurídica a criterios del funcionariado. Contra este propósito ha atentado
la demora en formular e implementar normas aprobadas por documentos rectores de
amplio consenso, así como de leyes complementarias a la Constitución (Burgos,
2017). La ciudadanía aún carece de mecanismos vinculantes que eviten tal
dilación de las políticas, que impongan la aplicación de medidas y controles
adoptados, y que permitan corregir y renovar sus contenidos e implementación. La
demanda de una esfera pública, demarcada y protegida por la ley, que fomente la
cultura cívica y la contribución crítica ciudadana, de una sociedad civil que despliegue
sus capacidades asociativas, requiere de restricciones transparentes y
consensuadas (Dacal, 2019; Domínguez et al., 2020).
El derecho supone también la educación de la ciudadanía, pues guía y
construye, genera hegemonía mediante el proceso cultural e ideológico que
resulta de los valores que regula, protege, respeta y garantiza. Una sociedad
en la que se han multiplicado los actores (gubernamentales, empresariales y
comunitarios) que inciden en la transformación del espacio público necesita de
un orden normativo que defina derechos y atribuciones, que habilite medios de
control, monitoreo y evaluación de la gestión pública a todos los niveles
(Burgos y Del Pozo, 2020).
La declaración de un “Estado socialista de derecho y justicia social” se
halla en el vórtice de la disputa de sentidos que atraviesa a la sociedad
cubana hoy. El reconocimiento de derechos universales e interdependientes
colisiona con la defensa del orden político actual. Los derechos de
participación y garantías a derechos que la Constitución de 2019 refrendara son
más amplios que decretos y medidas adoptadas después de ese año, por razones aducidas
de seguridad nacional. El hecho de que la beligerancia permanente del gobierno
estadunidense condicione la participación política nacional, no resta necesidad
a una deliberación permanente, pública y transparente, sobre los límites de
aquellos derechos que atenten contra la soberanía de la nación (Valdés Paz,
2021).
Consideraciones finales
Del modo que avance la resolución de los problemas mencionados decidirá
sobre la remodelación efectiva de un socialismo lastrado por la hipertrofia
estatal. Se trata de problemas que los estudios y representaciones dominantes
sobre la reforma han abordado de manera fragmentada. Entender la envergadura de
la reforma estatal requiere anudar las dimensiones económicas y
político-culturales del cambio en curso. Vincular la diversificación de la
propiedad a las limitaciones del modelo para garantizar la representación
política de intereses diversos; la descentralización administrativa de la
gestión, a la relegación de atribuciones y recursos de colectivos laborales,
gobiernos locales, asociaciones y comunidades; la esperada legitimación
jurídica de los cambios, a las carencias de una cultura política amparada en un
ejercicio pleno de derechos ciudadanos.
Tal vez Cuba esté realizando su propio aprendizaje sobre la sustitución
estatista, como muestran una nueva sensibilidad frente a los límites y
legitimidad del poder político, y demandas por una pluralidad de instituciones,
relaciones y espacios de asociación y cooperación, aún relegadas por la reforma
del modelo. Incluso en condiciones tan adversas como las de hoy, sería posible avanzar
hacia mecanismos efectivos de participación y control ciudadano, laboral,
comunitario, hacia a una educación y cultura política afines, como formas de
renovar los vínculos sociales que conforman el Estado. La alternativa, con
vientos a favor, es la coerción inherente a las relaciones de mercado, a su
naturalización de las diferencias sociales y a su reclamo del abismo que va
perfilando entre los individuos y el Estado.
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[1] Identificador persistente ARK: https://www.criticayresistencias.com.ar/revista/article/view/323
[2] Coordinador de
la editorial El Colectivo: https://editorialelcolectivo.com
Buenos Aires, Argentina
https://orcid.org/ 0000-0002-4375-6380
wilder.pvarona@gmail.com
[3] La expresión, extraída de
un discurso de Fidel Castro Ruz (26 de julio de 1993) devino eslogan político
durante la crisis denominada “Período Especial”. Castro, F. (1993). Discurso
pronunciado en la clausura del acto central por el XL Aniversario del asalto a
los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.
Teatro "Heredia", Santiago de Cuba. Disponible en http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1993/esp/f260793e.html
[4] Uno de los primeros
estudios integrales sobre desigualdades realizados ya determinó que, entre 1988
y 1996 el porcentaje de población urbana “en situación de riesgo” de pobreza
más que se duplicó (6,3% a 14,7%). Ello se expresó con mayor agudeza en la
región oriental del país —más racializada y alejada
de las zonas de reanimación económica—, donde el 22% de la población urbana no
podía satisfacer sus necesidades básicas. El salario real decreció un 50%,
según una redistribución del ingreso en beneficio de la economía sumergida y de
las remesas. La desigualdad de ingresos monetarios en la zona urbana, estimada
con el coeficiente de Gini, pasó de 0,22-0,25 en 1986 a 0,38 en el
periodo de 1996-1998. Ver Ferriol, A.; Carriazo, G. y Echavarría, U. (1997). Efectos
de políticas macroeconómicas y sociales sobre los niveles de pobreza: el caso
de Cuba en los años noventa. La Habana: INIE/CIEM.
[5] Mayra Espina sistematiza
lo que denomina tendencias o “mecanismos de exclusión”, propios de la
reestructuración social en curso: “familias con un tamaño superior al promedio;
amplia presencia de ancianos y niños en el núcleo familiar; familias
monoparentales con mujeres jefas de hogar que no tienen trabajo estable; altos
niveles de fecundidad y de maternidad adolescente sin apoyo paterno; ancianos
que viven solos o sin apoyo familiar; trabajadores del sector estatal tradicional
en ocupaciones de baja remuneración; acceso nulo o muy bajo a ingresos en
divisas; sobrerrepresentación de negros y mestizos; personas que no trabajan
por discapacidad o ausencia de otras condiciones para hacerlo; niveles de
escolaridad relativamente inferiores a la media nacional; precariedad de la
vivienda; repertorio reducido de estrategias de vida; mayor frecuencia de
abandono o interrupción de estudios; utilización de los niños para apoyar las
estrategias de los adultos (cuidado de hermanos más pequeños, venta en el
barrio de artículos elaborados o conseguidos por los adultos, realización de
tareas domésticas y otros encargos); ubicación espacial preponderante en
barrios marginales; sobrerrepresentación de personas de origen social obrero y
empleados de baja calificación”. Espina, M. (2008, p. 138).