Teoría crítica de la “salud mental”: hacia una política de los sintomáticos[1]

Critical theory of "mental health": towards a politics of the symptomatic

 

Emiliano Exposto[2]

 

Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-No hay restricciones adicionales 4.0 (CC BY-NC 4.0)

 

 

Resumen

¿Cómo tirás un ladrillo por la ventana de un banco si no podés levantarte de la cama? Esa pregunta de Johanna Hedva es el punto de partida de este texto, en el cual despliego las principales hipótesis de un proyecto en curso que tiene como propósito contribuir a la construcción de una teoría crítica de la “salud mental”. El artículo busca componer los registros de la experiencia vivida, la coyuntura argentina, el debate teórico en torno a las políticas culturales de las emociones y los activismos en “salud mental”. En este marco, en el primer apartado realizo tres acercamientos al interrogante de Hedva a partir de la perspectiva de una “política de los sintomáticos”. En el segundo argumento en favor de una investigación filosófica de los afectos negativos y las estructuras de sentimientos, en discusión con la reducción de los estados de ánimo a cuestiones psicológicas, incumbencias médicas o meros efectos de causas sociales. En el tercero me detengo en la idea según la cual la depresión y la ansiedad constituyen hoy las palabras claves para nombrar los sufrimientos en el capitalismo tardío. Y por último analizo algunas funciones ambivalentes que pueden cumplir los malestares en el seno de los procesos de transformación social y subjetiva. Este apartado final bosqueja un desplazamiento desde la politización del malestar hacia los malestares en las prácticas de politización.

 

Abstract

How do you throw a brick through a bank window if you can't get out of bed? This question by Johanna Hedva is the starting point of this text, in which I unfold the main hypotheses of an ongoing project whose purpose is to contribute to the construction of a critical theory of "mental health". The article seeks to compose the registers of lived experience, the Argentinean conjuncture, the theoretical debate around the cultural politics of emotions and activisms in "mental health". Within this framework, in the first section I make three approaches to Hedva's question from the perspective of a "politics of the symptomatic". In the second, I argue in favor of a philosophical investigation of negative affects and feeling structures, in discussion with the reduction of moods to psychological issues, medical concerns or mere effects of social causes. In the third one, I dwell on the idea according to which depression and anxiety constitute today the key words to name sufferings in late capitalism. And lastly, I analyze some ambivalent functions that discomforts can fulfill within the processes of social and subjective transformation. This final section sketches a shift from the politicization of discomfort to discomforts in the practices of politicization.

 

Palabras clave: Giro Afectivo, Salud Mental, Activismos, Teoría Crítica, Marxismo

Keywords: Affective Turn, Mental Health, Activisms, Critical Theory, Marxism

 

 

1. ¡Las vidas rotas importan!

“¿Cómo tirás un ladrillo por la ventana de un banco si no podés levantarte de la cama?”. La provocadora pregunta de Johanna Hedva en “Teoría de la mujer enferma” (2015) es el hilo conductor de este artículo. La artista coreana estadounidense plantea un problema punzante, de esos que nos quitan el sueño. Hace años tengo la sospecha de que en esa inquietud se cifra un misterio para las prácticas activistas y las teorías críticas. Varias cuestiones saltan a la vista para intentar cubrir el sentido de esa interpelación: el trauma histórico, la fragilidad de la agencia, el sentido del dolor compartido, la redefinición de los espacios y los tiempos del antagonismo, la interdependencia de los cuerpos, la vulnerabilidad desigual de las personas que viven bajo el signo de la enfermedad. Estos y otros temas se me vienen a la cabeza cuando pienso en las derivas posibles del conocido fragmento de Hedva. Pero sobre todas las cosas me interesa una en particular: los daños afectivos que nos producen las estructuras sociales[3].

¿Qué es lo que me toca de la pregunta de Hedva? ¿Por qué me obsesiona hace tanto tiempo? ¿Cuál es mi cama, mi no poder, mi calle, mi puño en alto que desde la ventana acompaña a la multitud que protesta frente a las puertas de un banco? Esta podría ser una primera aproximación: su interrogante me conmueve porque yo mismo atravesé múltiples experiencias que de forma provisoria podríamos llamar “trastornos de la conducta alimentaria” a lo largo de mi vida (Exposto, 2023). Levantarse de la cama, salir a la calle, hacer ejercicios, compartir la mesa familiar o mirarse en el espejo, para las personas con “bulimia” o “anorexia” pueden dejar de ser hábitos frecuentes y en apariencia insignificantes. Al igual que las personas que habitan depresiones, ataques de pánico y ansiedades, entre otros “sentimientos públicos” (Cvetkovich, 2012), quienes transitan “desórdenes alimenticios” saben que los contextos cotidianos más ordinarios pueden convertirse en situaciones emocionales incómodas y complicadas. Para nada acogedoras: amenazantes, agotadoras, vergonzosas. Siniestras. Ya sea por la debilidad del cuerpo, las miradas injuriosas o los reproches ante sí mismos, estas personas no suelen sentirse a gusto en sus casas (Ahmed, 2023). Se “sienten un problema” (Muñoz, 2023).

Si les hiciéramos preguntas interesantes, esos sentires quizás no hablen el lenguaje frío de las patologías clínicas, las etiquetas médicas, las deficiencias físicas o los síndromes psicológicos. No designan sólo diagnósticos individuales, sino diagnósticos críticos sobre las heridas sistémicas. El malestar es el testimonio de una incompatibilidad sentida con el imperio de la normalidad (Chapman, 2023). En este sentido, los sentimientos feos, los afectos negativos y las malas sensaciones son “índices históricos” (Rozitchner, 2013). Se trata de categorías críticas, prácticas materiales y experiencias vividas. Registros mentales y somáticos: tan íntimos como colectivos, tan personales como impersonales. Por eso, al escuchar esas roturas podremos tomar nota de la huella encarnada de aquello que no encaja en la razón estructurante del mundo. Y, al mismo tiempo, dejarnos afectar por las posibilidades de solidaridad, supervivencia y resistencia que se construyen a partir de compartir las dolencias que generan los regímenes de opresión.

Los sentimientos rotos son el modo en que los sistemas materiales se filtran en las cicatrices de la piel (Ahmed, 2021). El sudor de una ansiedad que impide parar, depresiones pegoteadas en las sábanas de la cama, la mirada anoréxica que busca un secreto frustrado del otro lado del espejo. Estas son las marcas de una vida que nunca es algo tan sólo personal (Baquero Cano, 2020), sino más bien el territorio de investigación de los nervios anímicos de la época. Si en las pasiones amargas se elaboran “fuerzas del mundo” (Rolnik, 2018), es porque el cuerpo no es un recipiente vacío de inscripción de las condiciones históricas. Sus lesiones psíquicas y surcos somáticos, sus angustias y agobios más intensos son indicios de toda una “política cultural de las emociones” (Ahmed, 2015). Por esto la inquietud de Hedva puede guiar un estudio crítico de las “estructuras de sentimientos” (William, 2015) en la vida cotidiana del capitalismo.

En los párrafos anteriores mencioné una primera aproximación respecto de por qué me toca la pregunta de Hedva. Hablé de ciertas vivencias de los llamados “trastornos alimentarios”. Una segunda aproximación es la siguiente: la hipótesis es que la estructura sentimental de nuestras depresiones sudacas esta signada por cierto “no poder parar”[4]. No poder parar de trabajar, de consumir, de no dormir, de activar y scrollear. Sentirse maníaco, sentirse bajón (Muñoz, 2020a), es la oscilación psíquica, el ritmo corporal, de los sistemas sudacas del sentir y el no sentir. Junto a la imagen hedvaiana de quien no puede levantarse de la cama, una teoría crítica de la “salud mental” puede hacer de esta particularidad afectiva sudamericana una perspectiva situada para impugnar las lógicas neoliberales productoras de malestar. En nuestra región, la ansiedad es el reverso de la depresión. Vidas cansadas y enardecidas, transitando el agotamiento del estrés, el colapso de la depresión y el desborde de la ansiedad. Esta parálisis frenética es la consecuencia de una exposición desigual a la fragilidad sistémica en el contexto de un mundo abrumador. Al ubicar en el centro la precarización anímica colectiva y las emociones rotas del sur, es posible ir formando un cierto punto de vista parcial para cuestionar las condiciones de vulnerabilidad extrema, hiperexplotación laboral e incertidumbre ante la incesante cancelación del futuro.

Parar de competir y producir, interceptar la máquina furiosa de la movilización neoliberal, ¿es una condición de posibilidad para reconstruir las redes de solidaridad? En Sudamérica, ¿quién puede parar frente a tanta desposesión? El paro es una lente para el análisis crítico de la realidad, como también un proceso de sabotaje, un rechazo de aquello que reduce la vida al trabajo, la impotencia y la fatiga (Gago, 2019). En un mundo de aceleración insomne y rendimiento insaciable, ¿quedarse en la cama puede ser una interrupción, un impass, un límite a la crueldad? ¿Una protesta silenciosa? Decir “no puedo”, ¿es un veto frente al avasallamiento subjetivo? ¿La bienvenida, siempre fallida, de otra temporalidad? ¿Más lenta, más suave, más dubitativa e incómoda para las imágenes tradicionales de la insurgencia? ¿Una nueva imagen de la acción? Quedarse en la cama, sea por pereza, opresión o desgano vital, ¿es un privilegio? No siempre; sin embargo, es evidente que no todos podemos parar y mucho menos movilizarnos, debido a los distintos grados de explotación y vulnerabilidad. Parar: una forma de decir “no” a este modo de vida invivible, y al mismo tiempo, afirmar el “si” de una apertura experimental.

De Hedva aprendemos que el cuerpo se pone siempre: en la revuelta, en las opresiones, en los síntomas, en nuestros temores más inconfesables. Quedarse en la cama podría leerse, por consiguiente, como el anuncio de un “no puedo”, sospechoso para un mundo que gira cada vez más en torno a un “si puedo, enfático y positivo” (Frantzen, 2023, párr. 33). En estos casos, el “no” es menos un signo de impotencia, que el filo de una negatividad. No actuar, paradójicamente, puede ser la manera más eficaz de actuar. Por ejemplo: ¿la palabra “anorexia”, en tanto “falta de apetito”, se deja entender como una agencia en la pasividad, un repliegue que resiste en el retiro y los bordes de la voluntad? (Marey, 2024) ¿Una huelga de hambre, como las sufragistas, Gandhi o las historias menores de aquellos que se encojen para escapar de la mesa familiar, en un acto de reproche contra los vínculos violentos y las situaciones engorrosas de un ámbito expulsivo?

En lugar de posturas afectivas solipsistas y anticomunitarias, la implicación con los sentimientos negativos puede habilitar un camino hacia modos de esperanza, creatividad y espiritualidad, en íntima conexión con experiencias de atasco, decepción y desesperanza (Cvetkovich, 2012). No hablo de un retiro de la escena de los conflictos sociales, sino más bien de una investigación del potencial incierto de las malas sensaciones. La deserción o el refugio pueden abrir un rechazo de la compulsión neoliberal de trabajar, ser visibles y productivos; como también una evasión tentativa de los guiones lineales y certeros de la política programática (Muñoz, 2020b).

Sustraerse: otra forma de huir de una situación exasperante; una indignación afectiva frente a cierta injusticia. “¿Pertenecen las emociones a un mundo cuyos efectos sufrimos o forman parte de nuestra capacidad de trasformar el mundo?” (Despret, 2022, p. 60). ¿Este sistema es horrible porque estoy deprimido o el sistema es el responsable de mi depresión? “¿Cómo sentir?” (Cuello, 2023) ¿Sentir es una forma de actuar? ¿Cómo alojar el no sentir como una disposición comprometida con el ahora, en lugar de tratarlo como mera apatía y desafección? Si es cierto que una vida rota interrumpe el automatismo de la adaptación forzosa, como sostienen en Espai en blanc (2007), ¿de qué manera evitar que la politización de la depresión, la ansiedad o la anorexia acaben en una demolición existencial? La pregunta por la politización de los malestares interpela en tanto pregunta. Una vez que nos corremos de la imagen estereotipada del enfrentamiento y el choque frontal de fuerzas, ya no sabemos qué significa politizar los síntomas. ¿La historia de las luchas emancipatorias podría ser leída a contrapelo como una historia convulsiva de politización del malestar y reinvención del disfrute, el bienestar común y la felicidad colectiva? Se trata de una incógnita, nunca una prescripción moral o una receta universal. Sostener el problema, sostenernos en el problema, que el problema nos sostenga.

Esta fue la preocupación de la rica historia de movimientos y teóricos antisistema en “salud mental”: el Colectivo Socialista de Pacientes, Judi Chamberlin, los supervivientes del manicomio, la antipsiquiatría y el análisis institucional de los 60 y 70, el activismo loco y neurodivergente, la psiquiatría política de Franz Fanón, la corriente antimanicomial, la psicopolítica de Sedgwick, etc. Publicaciones recientes como Health Communism de Alder-Bolton y Vierkant (2022), Mad World de Frazer-Carroll (2023) o Empire of Normality de Chapman (2023), entre otros, patentizan la enérgica actualidad de situar tanto la teoría crítica del malestar como también los activismos radicales en “salud mental” en el amplio universo interseccional de las luchas anticapitalistas.

Esto último lleva a una tercera y última aproximación a mi obsesión con el interrogante de Hedva: el activismo. Si el primer acercamiento partía de la experiencia de los “trastornos alimentarios” y el segundo buscaba en las depresiones sudacas los resortes de un análisis situado del malestar, el tercer momento se enfoca en las zonas grises de las prácticas políticas. Esto depende del hecho de que mi propio trabajo académico y mi participación política se insertan en los contagios y cruces entre los activismos de “salud mental”, el análisis marxista de las estructuras del sentir, el campo emergente de los Estudios Locos y la filosofía política de los afectos. Ahora bien, las tradiciones dispares y la heterogeneidad de los autores que convoco en este texto de ninguna manera podrían englobarse en un enfoque armónico y sin fisuras. Al contrario, esos archivos están al servicio de los problemas filosóficos y políticos propuestos, y no al revés. En lugar de detenerme en el estudio bibliográfico de sus continuidades y discontinuidades, intento extraer algunos rudimentos teóricos para una teoría crítica de la “salud mental” desde Latinoamérica.

Para graficar este punto reconstruyo una breve escena: Buenos Aires, Argentina, agosto de 2023. Javier Milei gana con el 30 % de los votos las Primarias Abiertas, Simultaneas y Obligatorias (PASO). Todavía quedan las elecciones generales y un eventual balotaje para impedir el ascenso del candidato ultraliberal al gobierno de la Nación. Pero con una mezcla difusa de miedo y desesperación, en el sector de la academia crítica y los activismos nos preguntamos: ¿Y ahora qué hacemos? ¿Las masas desean el fascismo? ¿El malestar se volvió de derecha? ¿El odio vence al amor? Estos y otros interrogantes sobrevuelan ámbitos de los más variopintos: asambleas, plenarios militantes, comisiones sindicales, reuniones de amigos, conversaciones públicas, intervenciones en redes sociales, etc. Tras una semana de la victoria la Libertad Avanza, en una charla un amigo me dice: “¿Qué hacemos? Nada. Creo que ahora lo mejor es no hacer nada…”

Mi hipótesis en esta línea es que el “no puedo” de Hedva ayuda a formular un renovado concepto de agencia. Amigable con la lentitud del cambio y la ambivalencia del malestar, la impotencia de la voluntad y la inestabilidad de lo colectivo, la finitud de las fuerzas y la desorientación estratégica. Un concepto cercano a la “agencia lateral” (Berlant, 2020, p. 457), con su insistencia en la invención oblicua de nuevas prácticas, que sin embargo mantenga prendida la llama espiritual de “una revolución psíquica y social de magnitud casi inconcebible” (Fisher, 2017, p. 153). De aquella escena resueno menos con su impronta bartlebyana (“preferiría no hacerlo”), que con el deseo de explorar un reverso de la política: una zona temporal de clandestinidad y repudio de la “Actualidad” (Valle, 2022, p. 59). Una “interioridad común” (Petit, 2015), atravesada por turbulencias y alianzas inesperadas, pero en la que respiramos juntos al margen del ambiente asfixiante de la comunicación masiva, la decepción con la política institucional, y la captura derechista de la bronca, la ilusión y el hartazgo. En lugar del épico “dentro y contra” obrerista, se trata de una improvisación de ideas y tácticas en las orillas de lo común: la construcción de “públicos íntimos” (Berlant, 2020) o una “escena pública minoritaria” (Muñoz, 2023).

El revés de la trama: no ingresar en la esfera política normativa y, al mismo tiempo, buscar una manera de mantener vivo “el deseo de lo político” (Berlant, 2020, p. 403). La posición depresiva, los ataques de pánico, el espanto y la angustia y la rabia son en sí mismas una lectura afectiva de la coyuntura histórica (Guggiari, 2024). En la negatividad de los sentimientos ásperos vibra la agencia de no sentirse derrotados por la época. Una coartada para no entregarse. Interesa por ende la visceralidad y la sensualidad de cierto rechazo de la militancia de la resignación, la indolencia de las imágenes progresistas del bienestar y la indiferencia del individualismo. En este sentido, las emociones negativas no son un espejismo del cual somos víctimas pasivas, cuya presunta inmediatez debería ser superada en provecho de una comprensión clara y distinta de los procesos históricos. El sentimentalismo, que inunda circuitos militantes e intelectuales, es la otra cara del consciencialismo abstracto de una racionalidad sin arraigo en los cuerpos. Si este último entroniza una pose elitista de argumentación y explicación desencarnada, el primero supone una disolución sensacionalista de la conciencia crítica en la polvareda de las pasiones.

La pregunta de Hedva, por estos motivos, es un antídoto para los activismos que tienen en la politización del malestar su principal brújula y complicidad. Conjuro ante los fantasmas severos del “Superyo leninista” (Fisher, 2021, p. 140), el cual bascula entre la insatisfacción ante el ideal inalcanzable, la falta permanente debido a la exigencia de siempre más y la hostilidad ascética hacia el placer. Entre el “pesimismo celebratorio” y el “heroísmo sacrificial” (Pal, 2021, p. 34). Exorcismo frente a las durezas de la “subjetividad heroica”: voluntarismo, imposibilidad de decir “no puedo”, urgencia de la acción, clarividencias pragmáticas y virilidad prepotente (Lewkowicz, 2024, p. 263). Esto convoca al temblor inquietante del no saber (situacional e inmanente), en lugar del culto al deber ser, los modelos trascendentes, los objetivos rectos y las grandes gestas que nutren el imaginario militante clásico. Al igual que la “huelga silenciosa”, la “insurrección pasiva” y el “#occupybethroom” de los Tímidos Radicales de Ahsan (2023); Hedva toca la fibra vacilante de un concepto de agencia que refresque la experimentación poética del activismo en “salud mental”. Habilita una escucha demorada en todas aquellas figuras sensibles de la vida social, que en lo habitual son despreciadas y dejadas de lado por el cálculo gélido de la política.

En un panorama actual en “salud mental” signado por las imágenes victimistas de la cultura terapéutica, la política identitaria, la asimilación institucional de algunas organizaciones clásicas de usuarios, el marketing del mercado narcótico y el profesionalismo en las políticas públicas; la imaginación contracultural puede encontrar materiales exploratorios en el duelo y la repetición, lo lúdico, lo inútil y el resguardo, incluso en la perdida, la distracción, lo improductivo, la espera, el silencio, la inmadurez, el humor y el fracaso (Halberstam, 2018). No se trata de una consolación rendida ante el desierto neoliberal, sino de una negatividad sin ilusiones con la política convencional (Edelman, 2014). Una negativa a defender un orden social y jurídico que de ninguna manera puede seguir siendo defendido. Hablo de un activismo atento a la debilidad, la indecisión diletante, la acción indirecta y el ocio compartido, el carácter finito y efímero de los grupos, la compañía conspirativa, las emociones problemáticas y las paradojas del sentir. Y cuyo desafío es revitalizar las prácticas políticas del malestar. Porque, en este caso, la “salud mental” no define el bienestar normativo de los individuos o la cura higienista dirigida por el profesional. Los síntomas y el sufrimiento son aquí el sitio del cual brotan los pensamientos y las afinidades.

“El sufrimiento”, escribe Ahmed, “es un tipo de actividad, una forma de hacer algo (…) es una forma de receptividad que incluso puede aumentar la capacidad de acción” (2020, p. 425). ¿La tristeza puede ser una pasión que intensifique la disposición a pensar y sentir de otro modo? El padecer no es lo contrario del hacer, del mismo modo que la impotencia no es la otra cara de la potencia. Al contrario, la omnipotencia frenética de la voluntad es el reverso de la impotencia autocomplaciente de la racionalidad abstracta: el nerviosismo de cierto no poder parar de hacer en continuidad con cierto querer actuar, pero no saber cómo. Esta lectura de la acción en la pasión, este trabajo político con el “no puedo” y la frustración, podría indagar en cómo la desesperanza, el inconformismo o la desorientación generan posibilidades de entusiasmo y confianza colectiva. En consecuencia, si asumimos que el dolor no es la prueba inerte de una autenticidad o el lugar incontaminado de una verdad, podemos desafiar la dicotomía incruenta de la pasividad y la actividad, las fuerzas activas y reactivas, la racionalidad masculina y la emocionalidad femenina, la seriedad organizativa y el espontaneísmo infantil. El malestar puede ser un mapa cognitivo: una agencia que contribuya a redistribuir lo tolerable y lo intolerable.

El interrogante de Hedva, hospitalario si los hay, admite ser comprendido entonces como un mensaje disruptivo y amoroso para las multitudes trastornadas. Una delicada y paciente llamada para aquellos modos de estar en el mundo donde sus síntomas son un signo de incomodidad o desacuerdo con el entorno social, institucional, familiar o laboral. Así, en una coyuntura de crisis anímica colectiva, la pregunta de Hedva se deja leer a partir del punto de vista del malestar. La perspectiva de aquellos que no pueden, no saben ni quieren cuajar. ¿En dónde? En los imperativos inaguantables del rendimiento y la positividad; los criterios de la capacidad psíquica y corporal (McRuer, 2021); el optimismo cruel de la felicidad; las narrativas paternalistas y asistenciales del campo de la Salud Mental; y los esquemas lineales, plenos y omnipotentes de la imaginación política tradicional. Por eso es una pregunta importante, una pregunta que importa, porque es formulada por y para los cuerpos que no importan (Butler, 2018).

El texto “Teoría de la mujer enferma” es la trascripción de una conferencia de Hedva en 2015, titulada “Mi cuerpo es una prisión de dolor, así que quiero abandonarlo como una mística, pero también lo amo y quiero que importe políticamente”. Pero ¿qué cuerpos importan políticamente? ¿Qué puede un cuerpo individual cuando el cuerpo colectivo no puede rebelarse? ¡Las vidas rotas importan! es la consigna que retumba en mi cabeza cuando recuerdo “Teoría de la mujer enferma”; consigna apremiante, como el dolor de un cuerpo que insiste en vivir una mejor vida dentro de la crisis corriente de una “muerte lenta” (Berlant, 2020, p. 177).

Nadie puede adaptarse a esta vida sin ahogos, zozobras y pesares: eso lo sabía Hedva y también lo sabemos nosotros cada vez más. En lugar de romantizar la enfermedad o los malestares, aquí ninguna diferencia psíquica o biológica es per se un suelo de sujeción o desobediencia, de fuerza o fatiga, de destrucción o invención. Ni la sombra vanguardista de la melancolía, ni la denuncia histérica, ni el desarreglo esquizo, son en sí mismas experiencias insumisas o domesticadas. El malestar es conflictivo: puede habilitar la construcción colectiva y encender el fuego anímico de las insubordinaciones políticas, como también obstruir la solidaridad, inhibir a las personas y empiojar los vínculos. No somos trasparentes. Actuamos con aquello que desconocemos de nosotros mismos. No tenemos un acceso privilegiado a los sentimientos, dados que existen procesos inconscientes y materiales que descentran la conciencia. Esta escucha de los contrastes del dolor hace que Hedva sea tierna y provocativa: la vida lastimada puede ser premisa de otras formas de saber y agencia, al mismo tiempo en que se cuida de idealizar los sufrimientos y convertir la “politización del malestar” en un imperativo moral y capacitista. Porque no siempre es posible politizar las tristezas: a veces no hay ganas, fuerzas, recursos, espacios, amistades.

Vida, pensamiento y política: estas son finalmente las tres aproximaciones que realicé a la problemática de Hedva. Experiencia, teoría crítica y activismo. Siguiendo el hilo conductor de la pregunta hedvaiana bajo la lupa de ciertos fragmentos de vida y coyunturas históricas, en lo que sigue desarrollo tres ejes de investigación filosófica de la “salud mental” en continuidad con dichas aproximaciones. Primero me detengo en una comprensión política del síntoma. En segundo lugar, enmarco la teoría crítica de la “salud mental” en el contexto de una disputa anímica, en donde la depresión y la ansiedad constituyen los lenguajes predilectos para nombrar el sufrimiento en el capitalismo tardío. Y, por último, indago en ciertas funciones ambivalentes de los malestares en los procesos de transformación social y afectiva. El apartado final pretende bosquejar los primeros pasos de un corrimiento que será necesario profundizar en otros trabajos: desde la politización de malestar hacia los malestares en las prácticas de politización.

Los tres ejes están encauzados por la intuición principal que recorre este texto: la política de los sintomáticos es el impulso utópico de invención de una contrasalud. La especulación de un “pueblo que falta” (Deleuze, 2003, p. 15). No compartimos una identidad, una opresión particular, una pertenencia simbólica o un programa político. Tenemos en común que el capital está en contra de nuestra “salud mental”. Mad Power podría ser a fin de cuentas el lema de esta ficción teórica que se inmiscuye en la virtualidad de un nuevo movimiento social. Una alianza entre personas locas, bruxistas, bipolares, maníacas, depresivas, ansiosas, no incluidas en esta clasificación, desviadas, bulímicas, impostoras, delirantes, insomnes, autistas, infelices, que se quejan como tontas, apáticas, anoréxicas, oidoras de voces, odiadoras de luces, borderlines, colapsadas, anónimas, improbables, innumerables, vergonzosas, que acaban de romper el closet cuerdo, fracasadas, pesimistas, entusiastas, tímidas, que de lejos parecen sanas y normales. 

 

2. ¡Sintomáticos del mundo, uníos!

Días después de la victoria de Javier Milei en las elecciones presidenciales de Argentina, una sensación extraña y ominosa se presentó una y otra vez en mi cabeza. “Estoy olvidando el barbijo”, me dije a mí mismo en varias ocasiones al momento de salir a la calle. Bajando el ascensor, cerrando la puerta de mi casa o luego de caminar unas pocas cuadras, una rareza débil me recorría los poros de la piel. Sentía como si estuviéramos de vuelta en el contexto amenazante de la pandemia del Covid 19, con sus espectros de encerrona y peligro, incertidumbre, confusión y perplejidad. Por alguna razón, en estos meses que pasaron del triunfo de la Libertad Avanza, “Teoría de la mujer enferma” de Hedva se ha convertido para mí en un verdadero “texto compañero” (Ahmed, 2021, p. 48). En sus páginas encuentro una cantera inagotable de ideas para imaginar repertorios teóricos que discutan la captura derechista del malestar y alojen la tristeza, el miedo y la frustración. El cuerpo tiene una memoria del trauma colectivo: los síntomas y los afectos son paisajes intensivos de los acontecimientos históricos.

Leída por desplazamiento, la escritura conmovedora de Hedva puede iluminar lo que aquí llamo una “política de los sintomáticos”. Pero el desplazamiento supone una mediación bibliográfica. En La ofensiva sensible (2019), Diego Sztulwark propone una “política del síntoma”. El autor considera que “el síntoma es un signo que hace visible una inadecuación de la vida a la realidad” (2019, p. 47). Depresiones, ansiedades, delirios y ataques de pánico darían cuenta de aquello que no encaja en las intimidades congeladas por la noche neoliberal. Sztulwark se corre de la comprensión psicoanalítica del síntoma (satisfacción sustitutiva, solución de compromiso, etc.). En la tradición de Karl Mark y su análisis del fetichismo de la mercancía, para el ensayista el síntoma constituye una perspectiva encarnada sobre los modos de vivir y morir: una premisa de aquello que no cuaja y no quiere caber en las pautas insensibles de la subjetividad mercantil. El desajuste entre las estructuras sociales y las experiencias vividas genera padecimientos, anomalías, crisis y rebeldías en las grietas del orden. La apuesta es sumergirse en la ambivalencia de la crisis, la contraofensiva afectiva a la razón neoliberal y la fragilidad de los síntomas.

En los síntomas se debate nuestra sobreadaptación a los imperativos insoportables de éxito, rendimiento y productividad. Estamos demasiado bien adaptados a la realidad: insomnios, bruxismos, ideaciones suicidas y contracturas demuestran que nuestras vidas penden de un hilo y a su vez están en piloto automático. Ojos hinchados: decaídos y sobre-exigidos. Sztulwark alude aquí al enorme malestar por cuajar de alguna u otra manera en la estructura extenuante del modo de vida neoliberal, el cual está basado en el trabajo, el consumo y la vida privada. Sin embargo, en los síntomas también se procesa una posible inadecuación respecto de esos guiones de existencia. Porque el programa de amoldar los deseos a la forma-empresa encuentra un límite en cuerpos estallados, fundidos y quemados. En cuerpos aliados y en lucha (Butler, 2017). La crisis de la “salud mental” se deja entender entonces como crisis en la producción de subjetividad. Y, en consonancia, las subjetividades de la crisis anímica como las que podrían abrir un cierto “punto de vista oposicional” contra las normalidades (Sztulwark, 2019, p. 48).

La frase contundente de Sztulwark que justifica esta larga mediación es la siguiente: “el sujeto de una política del malestar no es más el revolucionario, sino aquel que podríamos llamar sintomático” (2019, p. 47; énfasis en el original). En lugar de una afirmación identitaria, la política del síntoma consiste en escuchar todo aquello que en nosotros se resiste a cuajar en la emocionalidad neoliberal. Una alianza con el saber del malestar: con sus sinsabores, desarreglos, callejones sin salida, encantos y caminos sinuosos. Tal escucha depende y asimismo amplifica una hipótesis del citado libro: la creación de nuevas formas de vida se juega “en el corazón de la lucha de clases” (Sztulwark, 2019, p. 41). En esta línea, sintomáticos son quienes asumen que “la politización del malestar es la nueva cuestión social” (Petit, 2015, p. 47). Ni aquellos que tienen síntomas ni aquellos que ven en el malestar sólo una crisis a estabilizar o reparar. No se trata de una vanguardia iluminada o un sujeto social preconstituido. De hecho, una formación sintomática es tan ambigua y opaca que no sabemos de antemano si asumirá derivas liberadoras, conservadoras o reaccionarias. Los sintomáticos, en consecuencia, no son aquellos que se reconocen en una identidad, en el consumo de fármacos y terapias, o en una tradición. Se reconocen en un problema íntimo y colectivo: el malestar. En la conciencia crítica del daño sistémico, desigual y compartido. En otras palabras, tienen en común el desafío de construir estrategias colectivas a partir del agobio de no saber cómo vivir bien en medio de una mala vida.

¿Todo malestar es en sí mismo una perspectiva oposicional en el sentido dado por Sztulwark? No necesariamente. Que el malestar es un problema político aquí significa al menos cuatro cosas. Por un lado, alude a que el malestar es una situación frágil, espinosa y complicada. Equívoca. Dolorosa. Por otro lado, que los síntomas constituyen problemas en el sentido estricto del término: abren escenarios conflictivos y preguntas acechantes, llamados de atención que no admiten soluciones fáciles, razones preconcebidas y respuestas tranquilizadoras. Nunca sabremos si el desplome de una crisis subjetiva funciona de apertura afectiva o de cierre sensorial: ¿se tapan las inquietudes del derrumbe con certezas previas o se improvisan nuevas coordenadas por necesidad vital? En tercer lugar, significa que la “salud mental” es una categoría intrínsecamente problemática. Es en nombre del bienestar normativo, el equilibrio emocional y la estabilidad individual que se produce la economía política que divide y jerarquiza las vidas sanas y anormales, locas y cuerdas, validas e invalidas, productivas e improductivas. Esta economía atribuye ciertos “valores afectivos” a ciertas personas o actitudes (Ahmed, 2015, p. 82), las cuales son catalogadas como excesivas, devaluadas, residuales o desviadas en virtud de sus corrimientos de la higiene moral. Tal es así que el etiquetamiento sanitarista de las diferencias subjetivas opera en la base de los mecanismos de patologización, encierro, peligrosidad y segregación de las poblaciones excedentes y desechables (Alder-Bolton y Vierkant, 2022). Por último, que el malestar es político no quiere decir que siempre pueda ser abordado a través de métodos organizativos clásicos y mediante las nociones voluntaristas y concienciales típicas de la acción (potencia plena, saber ya dado, energía ilimitada, coherencia ideológica y convicciones, pedagogía y argumentos, etc.). La fuerza de los débiles, dice Fernández-Savater (2021), no puede mirarse en el espejo del imaginario bélico de los fuertes.

Ante las encerronas del aquí y el ahora, la apuesta que legamos de Sztulwark es buscar una salida a partir de resignificar las historias traumáticas y reapropiarnos del saber de los síntomas en el entorno de comunidades de pertenencia afectiva. Malestar: en ciertas ocasiones, la chispa íntima de las revueltas políticas; y en otras, el obstáculo de la prosperidad individual y el empeño colectivo. No patologías en el sentido psicológico, sino formas de estar en el mundo. Ambivalencia y multiplicidad son por ello dos nociones que pueden definir la complejidad de los síntomas. Multiplicidad de vectores: biográficos, biológicos, económicos, climáticos, urbanos, tecnológicos, entre otros ensamblajes simbólicos y materiales que atraviesan las composiciones sintomáticas. Ambivalencias de fuerzas en conflictivo: fuerzas negativas de repudio, insatisfacción, denuncia o discordia frente a cierta situación irrespirable, circunstancia injusta o régimen de opresión. Y fuerzas afirmativas que guardan los enigmas de otras vidas más dignas.  

¿El potencial destructivo y negativo de las depresiones, de las ansiedades o de las anorexias podría ser el caldo de cultivo en el que germina cierto contrapoder emocional? Cultivamos una visión de los síntomas como aquello que aquieta y desborda, que aísla y hace pertenecer, que puede movilizar o inhibirnos, una densidad que se repite, reinventa y se desplaza por doquier. Esta pluralidad de los síntomas refuta la noción restrictiva de la “salud mental”, suscrita a los dualismos entre mente y cuerpo, físico y psíquico, individual y colectivo, etc. El carácter heterogéneo del síntoma hace imposible reducirlo a una sola causa, ya sea el capital, el cerebro, la catástrofe ambiental o la familia. Una vez que dejamos atrás la etiología unilateral según la cual los síntomas son meros efectos derivados de una instancia mayor o subyacente, podemos demorarnos en el sinfín de factores de las experiencias concretas del malestar. Apuesta difícil si las hay, en tanto nos instala en los matices del síntoma: con sus texturas y atmósferas, sus archivos objétales y repeticiones pegajosas, sus humores oscilantes, problemáticos y raros.

El reto de este texto es intentar sostener, con el mismo órgano, una escucha a la delicadeza de los síntomas y a su vez asumir una perspectiva anticapitalista en el desarrollo de una teoría crítica de la “salud mental”. Si el cambio personal es tan lento, azaroso y difícil, ¿por qué sería diferente el cambio social y político? De la misma definición de los malestares, en tanto problemas íntimos y compartidos, emerge la necesidad práctica de un doble gesto: atención sutil a la intimidad y crítica intransigente de las estructuras impersonales. Sensibilidad y radicalidad. En consecuencia, si la hipótesis es aprehender el propio malestar sobre el fondo del malestar social (Petit, 2014), esto no implica adoptar una posición de identificación mortífera con el síntoma “individual”, una simple reivindicación romántica del padecimiento y mucho menos inmunizarse frente a la enfermedad. Lejos de una “fetichización de la herida” (Brown, 1995), el propósito es contribuir a la pulsión casi milenaria de formular una política radical de las vidas dañadas.

Retomando a Muñoz, lo sintomático actúa por “des-identificación”: no busca sólo el respeto y el reconocimiento de la ideología médica y la clasificación afectiva mayoritaria (2023, p. 39). La ecuación capitalista que igual la normalidad y la salud, la moral y el bienestar, lo productivo y la cordura, devalúa los cuerpos abyectos: la locura, la neurodivergencia, la desocupación, la vejez, la discapacidad, etc. Al contrario, la desidentificación trabaja a partir de y a través de los malestares de aquellos inconformistas y pioneros que sienten que este mundo no es suficiente. Dado que la disputa liberal por derechos dentro del sistema es necesaria e insuficiente, la liberación anímica colectiva persigue las rupturas con las categorías subjetivantes del capital.

Por un lado, los síntomas alimentan la voracidad sistémica: son monedas vivientes de explotación y mercantilización de la subjetividad en el mercado anímico del capitalismo emocional (Illouz, 2017). Aquí podemos ubicar la gestión del alma bajo las técnicas adaptativas del psicopoder neoliberal: autoayuda, psicología positiva, mindfulness o ejercicios respiratorios. Pero, por otro lado, los síntomas y afectos negativos pueden constituirse en territorios porosos de investigación, cuando son relaborados en procesos de cuidado mutuo, cooperación intelectual e imaginación colectiva. Sentirse mal puede dar pie para improvisar una respuesta política ante cierta situación indigna, renegociando de este modo la relación con los demás, con uno mismo y con el mundo. Por ende, en lugar de responsabilizar a los individuos, interiorizar la infelicidad y psicologizar la culpa; el sufrimiento puede ser el punto de partida del apego recíproco y la afiliación insurgente, sin por ello dejar de acoger el daño y la demanda de reparación de quienes habitan modos inadecuados de ser. En este camino, el otro podría ser visto como el compañero de un padecimiento desigual y enraizado en las estructuras, en vez de ser un objeto de desprecio moral, un chivo expiatorio o una competencia voraz entre pares.

A fin de cuentas, la teoría crítica de la “salud mental” es un proyecto positivo cuyo propósito es imaginar una alternativa conceptual a la devastación psíquica de las mayorías producida en las condiciones perniciosas del capitalismo (Davies, 2022). En esta “epidemia” de depresión, estrés y ansiedad, se evidencian los límites del sanitarismo del capital y sus dispositivos de psicopoder. Hoy neologismos como “marxismo neurodivergente” (Chapman, 2023), “comunismo crip” (Alder-Bolton y Vierkant, 2022) o “antirracismo loco” (Frazer-Carroll, 2023), ensayan una respuesta a esta cuestión, intentando una confluencia entre las perspectivas revolucionarias en los movimientos anticuerdistas y anticapacitistas. La política de los sintomáticos puede pensarse como una provocación en esa misma dirección: ensayar una alternativa al “realismo capitalista” en el plano de la subjetividad (Fisher, 2017). Es decir, a la creencia generalizada de que no hay otra elección que la solución individual de los problemas colectivos. Y que, por lo tanto, sólo nos queda la lógica de victimización, autoestima y voluntarismo mágico de la cultura terapéutica; los diagnósticos universales y los protocolos inapelables de la psiquiatría médica; el asimilacionismo identitario y la neutralización institucional de la potencia rebelde de algunas organizaciones tradicionales de pacientes; los mecanismos disciplinantes de patologización, culpa individual, peligrosidad y estigmatización que nutren tanto a la industria farmacéutica como también a las prácticas manicomiales dentro y fuera del asilo; la narrativa normativa y autocomplaciente de una parte considerable de las líneas profesionales en el sistema oficial de la Salud Mental.

 

3. La Internacional del sufrimiento

En Hedva: la cama, el banco, el sistema social, los ladrillos, la calle, el cuerpo doliente y el puño levantado no son objetos mudos y palabras descriptivas. Estamos en presencia de un “archivo de sentimientos” (Cvetkovich, 2018). Una intimidad pública que se performa a través de ciertas materias precarias, frágiles y persistentes. A lo largo de su historia, los feminismos y las disidencias sexuales, mentales y corporales, demostraron que la cama, el cuerpo y el espacio del trabajo doméstico constituyen laboratorios políticos en disputa. Lo personal es político, lo privado es estructural, lo íntimo es impersonal. Así como la calle no es el único sitio de la desobediencia, tampoco la cama o la casa son un mero reducto de tragedias privadas, victimismo y autosuperación heroica. ¡Que florezcan mil calles! De este modo, podríamos pensar en una cooperación entre cuerpos vulnerados y cosas devaluadas, dada por la manera en que sufren y resisten juntos; pero también por su obstinación en crear formas plurales de comunidad a partir de la precariedad, el despojo y la sensación colectiva de estar rotos (Muñoz, 2023).

Común roto: coalición de vidas gastadas, maltrechas, averiadas, quebradas, que en sus roturas soportan el peso de la historia o la carga de romper aquello que debía ser roto. Las multitudes trastornadas en este sentido no son el sujeto de una política identitaria: son el objeto de injuria de un mundo que nos rompe. ¿Una muchedumbre en ruptura con las formas clásicas de hacer política en “salud mental”? “Multitudes queer: notas para una política de los anormales” (2003) de Paul B. Preciado es de hecho uno de los documentos estimuladores del título y los conceptos de este artículo. No obstante, en este caso la pregunta es menos quiénes son los “anormales”, sino más bien cuál es el costo anímico que pagamos por soportar una normalidad capitalista que nos enferma (Petit, 2015). Como dice Fisher: así como Laing, Basaglia, Foucault o Guattari “formaron una coalición a propósito de cuadros extremos como la esquizofrenia”, politizando la locura como disidencia irreductible a las patologías individuales, los complejos de la primera infancia o los desequilibrios del cerebro; en la actualidad, necesitamos revitalizar una escena underground en torno a los “desordenes en apariencia más normales” (Fisher, 2017, p. 45).

La mención a Fisher no es casual. El inglés fue uno de los principales autores en señalar la necesidad de “revertir la privatización del estrés” y reconocer que “la salud mental es un problema político” (2020, p. 356). Multitudes trastornadas: “los millones que han sufrido daños mentales bajo el capitalismo […] bien podrían transformarse en la próxima clase revolucionaria. Realmente no tienen nada que perder” (Fisher, 2018, p. 272). La pretensión de este artículo, por lo tanto, no estriba en ofertar una nueva etiqueta en el mercado disperso de las identidades fragmentarias, donde la cancelación entre sufrientes bloquea la posibilidad de actuar, pensar y disfrutar juntos. La apuesta es una articulación compleja entre malestares distintos y desiguales.

“No era depresión, era capitalismo”, consigna de la revuelta chilena de 2019, se perfila en este marco como un diagnóstico callejero insoslayable de nuestra época. La Organización Mundial de la Salud (OMS) pronostica que la depresión será la primera causa de “discapacidad social” para el año 2030. Estadísticas internacionales sentencian que los “trastornos mentales” afectan a una de cada cuatro personas en el mundo a lo largo de su vida, registrándose un aumento del 25% al 30 % a raíz de la pandemia. Dentro de la “crisis multidimensional del capitalismo” (Fraser, 2020, p.33), la crisis anímica profundiza los síntomas psíquicos y corporales, a la par que se recrudecen los determinantes estructurales de la economía política de la salud, la enfermedad y el cuidado. Las emergencias habitacionales, alimentarias y ecológicas, las desigualdades de clase, género o raza, las dinámicas de explotación, violencia y precariedad constituyen factores sistémicos que actúan en la producción y la distribución diferencial del padecimiento. En esta misma coyuntura, a lo largo y lo ancho del planeta en el último tiempo asistimos a un “resurgimiento del activismo en salud mental, tanto a nivel profesional como en primera persona” (Huertas, 2020, p. 221).

“Lo sentimos a diario: estamos prácticamente rotos” (Rodríguez Varela, 2023, p. 11). Por esta razón, las palabras “depresión” y “ansiedad”, como argumenta Prati (2023), son hoy el idioma dominante para nombrar las emociones diarias del sufrimiento llamado “psíquico” o “mental”. Sensaciones de irritación y desaliento, pesadumbre y nervios, hiperestimulación y agotamiento. En ellas se condensan las principales “metáforas” de la “enfermedad mental” (Sontag, 2012). El malestar encuentra en el lenguaje de la “salud mental” las vías para expresarse y hacerse escuchar. La difusión de la cultura terapéutica, el sentimentalismo en los círculos militantes, la circulación de diagnósticos psiquiátricos en la lengua popular y la presión del mercado farmacéutico, moldean las formas mediante las cuales la gente vivencia sus dolencias somáticas, habla sobre sus tormentos, tramita sus angustias y atiende sus aflicciones (Despret, 2022).

¿Qué dirían estos malestares si les hiciéramos preguntas correctas? ¿Es casual la confluencia entre el aumento en el consumo de antidepresivos y la inflación de diagnósticos de depresión? ¿Estos guarismos son el resultado de la crisis psicosocial o la consecuencia del marketing farmacéutico? (Lakoff, 2003) ¿Los diagnósticos son etiquetas ambivalentes para las personas que los reciben, dependiendo de sus condiciones materiales de vida y sus determinantes de género, clase, edad o raza? ¿El diagnóstico puede aliviar el dolor y otorgar herramientas para procesar lo que nos pasa, a la vez que son motivo de vergüenza, violencia y segregación? Si así fuera, ¿el sufrimiento vivido o los diagnósticos psiquiátricos otorgan un privilegio en el lugar de enunciación? ¿Son una carta de acceso para ingresar en ciertos colectivos? Si en la actualidad el padecimiento asedia a una porción significativa de personas llamadas “normales”, ¿es adecuado sostener que la verdad de la norma está en lo patológico? ¿Los fármacos combinan cura y control? (Menéndez, 1979) ¿Daño y reparación? (Wilson, 2021) ¿Si en lugar de una denuncia unilateral de la medicalización de los problemas sociales, consideramos que las pastillas o las terapias en ocasiones pueden ser instrumentos para sentirse mejor e intentar cambiar el mundo?[5] ¿Cómo sustentar una crítica sin concesiones de la función social de la psiquiatría, el poder terapéutico y la industria narcótica, sosteniendo asimismo una escucha de aquellas personas para las cuales su tránsito por la psiquiatría, la terapia o los psicofármacos hacen sus vidas más vivibles? ¿Hablar de las propias roturas y heridas puede ayudar a construir un punto de vista crítico y colectivo? ¿Cuándo hablar de los malestares es parte de una práctica de antagonismo contra los sistemas sociales que subyacen a la fantasía ideológica del yo?

“El presente se percibe, en primer lugar, en términos afectivos” (Berlant, 2020, p. 23). La crisis civilizatoria se vive a diario como crisis de la reproducción psicosocial de la clase trabajadora en sentido amplio, es decir una clase feminizada y racializada. Al igual que el cansancio obrero en los albores fabriles del siglo XIX y el aburrimiento frente a la monotonía lúgubre de la sociedad disciplinaria en el siglo XX, hoy la depresión y la ansiedad configuran el lenguaje fundamental para captar las fibras del malestar en la cultura neoliberal. Depresión y ansiedad designan entonces “palabras claves” para investigar “¿cómo se siente el capitalismo?” (Cvetkovich, 2012, p. 5). Si los afectos son la cara “subjetiva” de los procesos “objetivos”, la elaboración sensible de las contradicciones materiales; ciertos términos como “sociedad terapéutica” (Petit, 2015), “sociedad del cansancio y el rendimiento” (Han, 2010) y “sociedad de la anestesia” (De Sutter, 2021), intentan capturar la objetividad anímica de una época de las “pasiones tristes” (Dubet, 2020), la “depresión política” (Berlant, 2020) y la “psicosis masiva” (Berardi, 2022).

El principal tema de interés de este texto, sin embargo, no son las pasiones llamadas “malestares sociales”: la bronca, el odio, el resentimiento, la humillación, etc. En cambio, interrogo aquello que en el campo oficial de la Salud Mental se denomina “sufrimiento psíquico”, “padecimiento subjetivo” y “trastornos mentales”. La psicologizacion y la psiquiatrización de la vida cotidiana conducen a individualizar los conflictos sociales e interiorizar las opresiones, convirtiendo los problemas colectivos en infortunios de resolución privada y tratamiento personal (Pérez Soto, 2012). No obstante, este proceso presenta dinámicas contradictorias: por un lado, introduce las operaciones capitalistas de control psicopolítico a lo largo y a lo ancho del campo social; pero, por el otro, tiende a popularizar las temáticas de “salud mental” y democratizar los debates al respecto. El problema es que cuando el trabajo “quemador” deviene el “síndrome del trabajador quemado”, el malestar se privatiza y la lucha colectiva pierde terreno ante el individuo que trabaja sobre sí mismo. ¿Cómo no podemos cambiar la sociedad, entonces la única opción es transformarnos a nosotros mismos? ¿Aquello que tienen sus raíces sistémicas en las condiciones materiales de existencia, puede lograr un abordaje satisfactorio en los tejidos vinculares del individuo o en las querellas de los grupos? El colapso mental de las mayorías no pondrá fin al capitalismo. Eso es claro. Pero también es claro que deberíamos tomarnos en serio la pregunta estratégica: ¿existe alguna salida política a la crisis de la “salud mental” dentro de este sistema?

La “salud mental” es arena de las luchas sociales. Y en esas luchas, como nos recuerda Hedva, hay cuerpos que no pueden levantarse de la cama. Tal es así que la “epidemia de depresión”, la “plaga de enfermedad mental” y “el imperio de la ansiedad”, se han trasformado en expresiones que pueblan el lenguaje periodístico, cotidiano, activista y académico. Esto último sucede en particular en el ámbito del “giro afectivo” (Macón & Solana, 2015), en la inquietud por las neurociencias en las humanidades y las ciencias sociales (Malabou, 2014; Martin, 2023), en el giro materialista en la investigación filosófica de las emociones (Bennet, 2022) y en el campo emergente de los estudios críticos en “salud mental” (Cea Madrid, 2023; Aracil, 2021; Erro, 2021). En contrapartida, asistimos a la promoción masiva de campañas liberales de “sensibilización sobre salud mental”, promovidas por instituciones privadas, organismos públicos y redes sociales. Junto a la creciente publicación de narrativas confesionales sobre los “trastornos”, existe una demanda despolitizada de autodiagnóstico e identificación con el malestar, supuestamente orientada a romper con el estigma y abrir el “closet del sufrimiento”.

Por lo general, seguimos pensando las “problemáticas de salud mental” en términos de identidad (algo que somos) y propiedad (algo que tenemos). ¿Por qué no pensar las depresiones, ansiedades o anorexias como un cierto modo de habitar este mundo, y al mismo tiempo, como una forma de opresión sistémica, es decir como algo que hacemos y que nos hacen? (Frazer-Carroll, 2023). Para emprender esta tarea, es necesario desplazar la comprensión clásica de la “salud mental”, la cual suele entenderse bajo estas formas: un campo interdisciplinario de prácticas profesionales; un sistema público, privado o comunitario de prevención, promoción y atención de los procesos de salud-enfermedad-cuidado; un diagnóstico psiquiátrico o una patología psicológica. La ambivalencia del malestar y la insistencia del síntoma pueden ser resignificadas como campos de subjetivación, en lugar de tratarlos sólo como sentires devastadores en las lógicas injustas de exclusión, inclusión y expulsión (Lewkowicz, 2024).

En este apartado, finalmente, intenté ir más allá de la correcta afirmación según la cual la “salud mental” es un problema político. Argumenté que la categoría de “salud mental” designa una zona crispada de experimentación a partir de los malestares y los síntomas. El desafío de una teoría crítica inserta en dicho campo no es otro que prolongar en el plano cognitivo las prácticas colectivas basadas en la autoconciencia, las comunidades de pertenencia afectiva y el saber de la experiencia vivida. Son estas las iniciativas capaces de objetivar e impugnar los daños estructurales que atraviesan a las personas que viven bajo el signo de los “trastornos” y la “enfermedad mental”. En resumen: la política de los sintomáticos es un proyecto incipiente, nucleado en torno a la investigación y la agencia entre aquellos que comparten ciertas emociones negativas, dificultades vitales y condiciones desiguales. ¿Mediante qué estrategias es posible hacer sentir lo que no se sabe que se siente (Yagüe, 2018), y por qué no, dejar de sentir aquello que se ha vuelto insoportable, debilitante y agotador? ¿Cuáles son los límites de la autoconciencia, una vez advertidos de la enorme variedad de procesos inconscientes, determinaciones biológicas y condiciones sociales que influyen en los afectos, los placeres, las conductas y las fantasías? ¿Estamos presenciando un desplazamiento desde la autoconciencia colectiva al autodiagnóstico individual?[6] ¿Cómo construir conocimientos críticos sobre las opresiones impersonales a partir de elaborar las propias trayectorias de ansiedad, depresión, anorexia o estrés? Lo cierto es que no sabemos cómo llevar adelante estas tareas. Pero tal vez sólo afrontando esas preguntas difíciles los activismos en “salud mental” podremos crear un “nuevo sujeto”: “un nosotros que es a la vez aquello por lo que se lucha y el agente de la lucha” (Fisher, 2018, pp. 132-133). Un pueblo demente, el “trastornariado” que falta[7], una multitud venidera en el horizonte soñando de una Internacional del sufrimiento (Rozitchner, 1988).

 

4. Conclusión: de la politización del malestar al malestar en las prácticas de politización

2015: primeros días del gobierno de Mauricio Macri en Argentina. Con un pequeño grupo de compañeros de la carrera de filosofía nos reunimos sin otro propósito que leer y escribir por fuera de los recorridos académicos habituales. Confluimos en la figura y los textos de León Rozitchner. A los pocos meses, la crueldad neoliberal y sobre todas las cosas las ganas de pensar y estar juntos nos lleva a formar un colectivo de activación contracultural. De Rozitchner nos fascina su modo de habitar el pensamiento, alejado del aburrimiento de ciertas aulas universitarias como también de las categorías vetustas de los partidos políticos y la mezquindad del mundo cultural. En el gesto de Rozitchner, la biografía, el pensamiento y la política son partes indisolubles de una metodología de investigación. Para nosotros ese gesto inaugura un continuum, donde la filosofía y el activismo son las dos caras de un mismo proyecto existencial. Cuando el argentino dice “el sujeto es núcleo de verdad histórica”, la “subjetividad es un nido de víboras” o el cuerpo es el índice afectivo en el cual se debate el drama histórico; leemos un mensaje oculto para interrogar los malestares que surgen en las prácticas de politización.

Años más tarde, en medio de los terrores y desconciertos de la pandemia, participé de mi primera reunión junto a activistas de “salud mental” en primera persona. Me quedó grabado el modo en que allí se pensaban (¿rozitchnerianamente?) las depresiones, el suicidio, el consumo de fármacos o la anorexia como verdaderos problemas políticos: íntimos y estructurales. Para mi esa reunión fue un viaje de ida: marcó un antes y un después. Como suele suceder, el entramado militante que se armó a raíz de una serie promisoria de encuentros se disolvió a los pocos meses. Y si bien muchos integrantes de aquella red coincidimos en algunas iniciativas hasta el día de hoy, el impulso colectivo tropezó con dificultades de todo tipo y varios laberintos organizativos.

¿Cómo hacer política con las decepciones y las peleas, las envidias y los celos, las soledades y las neurosis, los errores y los desencuentros, los silencios, las sospechas y los disgustos, y no a pesar de esos sentimientos feos y malas sensaciones? ¿De qué manera la atención a nuestras desilusiones, confusiones y amarguras puede abrir posibilidades en nuestros movimientos culturales y discusiones públicas? ¿Cómo dar lugar a la reflexión sincera sobre los obstáculos y las torpezas en las iniciativas militantes? ¿Qué nos dicen las asperezas grupales, las controversias irreconciliables y los entusiasmos frustrados sobre nuestras prácticas colectivas?

El tránsito entre esas dos escenas habilita un último acercamiento a la pregunta de Hedva. Me basaré en un autor contemporáneo en el que el espectro hedvaiano cumple una función crucial. Hablo de Mikkel Krause Frantzen. Su artículo “¿Por qué la salud mental debería importarle a la izquierda?” (2023), que es un pasaje del libro Going Nowhere, Slow (2019), abre con la pregunta de Hedva. Considera que la “cuestión de cómo levantarse por la mañana” es un “problema tan práctico como revolucionario” (2023, párr. 33). Ante la aceleración capitalista, si bien “quedarse en la cama” no es en sí un “acto revolucionario”, para el autor puede leerse como la “personificación de un No”. ¿Una huelga psíquica que pone un freno a la velocidad insomne del rendimiento agotador?

La premisa de Frantzen es que la actual crisis social, económica y ecológica es también una crisis global de la salud mental. A partir de su experiencia personal (“tuve un proceso depresivo en 2013/2014”), esboza en este marco una teoría crítica de la depresión. Expone sus hipótesis en tres puntos metodológicos que exploran la convergencia estructural entre las “patologías mentales” y la vida cotidiana en el capitalismo tardío. En particular se detiene en “un hecho, una afirmación y una llamada”. El hecho concreto advierte que las estadísticas oficiales de la Organización Mundial de la Salud (OMS) afirman que la depresión es el “trastorno mental más común” y la principal causa de discapacidad y suicidio, la cual afecta a alrededor de 350 millones de personas en todo el mundo. La afirmación teórica: la depresión pone de manifiesto la “alienación del sujeto contemporáneo”, en su forma “más extrema y patológica”. Para el danés, la depresión es una categoría crítica de la sociedad, en la medida en que su tesis es que los llamados “problemas de salud mental” pueden leerse como emociones comunes, relaciones sociales y modos de habitar este mundo. Sin embargo, la afirmación crucial de Frantzen es que la “crisis encarnada por la depresión” debe interpretarse como “el síntoma de una crisis histórica y capitalista del futuro”. Es por ello que entiende necesario problematizar la “individualización de la enfermedad mental”. Lo más novedoso, no obstante, es la “llamada” del autor a prestar una atención delicada al “sufrimiento inmenso” de la depresión, al entender que esto es una condición para “colectivizar el sufrimiento”, “externalizar la culpa” y “comunizar el cuidado”.

“La historia de la depresión es la historia del mundo capitalista contemporáneo”, afirma Frantzen en el citado artículo (2023, párr. 23). En este punto la pregunta de Hedva adquiere otro calibre. Si el el autor afirma no haber podido quitársela de la cabeza, es porque apunta a una “situación conocida por muchos de nosotros”. Aunque, aclara, debamos sospechar sobre “¿quién es ese nosotros?”. Se trata de una situación, continua Frantzen, caracterizada por “la desesperación y la depresión”. Más precisamente: “Una situación en la que realmente no hay manera de levantarse de la cama”. Esta “conocida” situación afectiva, en la cual “uno no puede levantarse de la cama”, lleva a preguntarse: ¿si el punto es “salir de la depresión para que podamos volver al mundo del trabajo que causó la depresión”? Dado que en la depresión se graban “historias de violencias”, Frantzen sostiene que el objetivo es “destruir las condiciones materiales que nos enferman”, enfrentar los sistemas que destruyen la vida de las personas y las “desigualdades que matan”. La tarea de crear “otro mundo juntos” requiere para el danés superar la “competencia entre los enfermos”, en virtud de componer “alianzas de cuidado” mediante las cuales las personas se sientan “menos solas” y “responsables moralmente de su enfermedad”. Porque es a partir de estas compañías que “podrían eventualmente levantarse y arrojar algunos ladrillos”.

Que ciertas personas “no puedan levantarse de la cama” o que otros sí logren hacerlo a pesar de las adversidades, no responde para Frantzen a una “mala predisposición”, una “mentalidad negativa”, una elección de la “propia infelicidad”, un “desequilibrio en el cerebro”, una “disposición genética desafortunada” o “niveles bajos de serotonina”. Muy por el contrario, el autor advierte que “la mayoría de las veces” los malestares hablan “del mundo en el que vivimos”, el “trabajo que odiamos o el trabajo que acabamos de perder”, las “deudas que acechan nuestro futuro”, o el “hecho de que el futuro del planeta está amenazado”. El síntoma contiene un saber sobre nuestros mundos, vínculos y prácticas materiales. Ahora bien, las temperaturas cambiantes del malestar para dar pie a iniciativas colectivas no pueden reducirse a organizar movilizaciones masivas en virtud de reivindicaciones institucionales. El sufrimiento compartido a menudo ayuda a crear comunidades de ideas y refugios afectivos; pero también puede embrollar la solidaridad, desmoralizar a la gente, enfriar y romper los lazos grupales.

Frantzen (2023) nos deja esta enseñanza: una política no “deprimente” de la depresión que nos haga sentir mejor no es “sólo una parte”, sino una “condición de posibilidad de cualquier proyecto emancipatorio” (párr. 26)). La transformación social y subjetiva es un proceso basto y difícil, por lo que debemos hilar fino si queremos partir de los sufrimientos concretos. Nada permite suponer que una vez abolido el capitalismo se superarán los malestares. No hay soluciones mágicas: ni pastillas, ni estallidos utópicos, ni sujetos revolucionarios. Consciente de esto, Frantzen recupera una afirmación brillante de la filósofa canadiense Ann Cvetkovich: “Decir que el capitalismo (o el colonialismo o el patriarcado) es el problema, no me ayuda a levantarme de la cama” (2012, p. 15). De Cvetkovich le interesa su inquebrantable voluntad filosófica de eludir las trabas epistemológicas del psicologismo subjetivista y el sociologismo objetivista. El primero es el sentido común de la ideología terapéutica, el campo psi y el individualismo de la cultura hegemónica; el segundo suele ser moneda corriente en las militancias y las ciencias sociales. Sin embargo, el problema constante de esta visión sistémica de las emociones respondería a que no se demora en analizar cómo los regímenes de dominación se elaboran en las vidas concretas. Si bien ubica de forma apropiada las raíces de las heridas íntimas en las estructuras impersonales, esta perspectiva no describe cómo la gente siente esas mismas estructuras. Da por supuesto aquello que debería escuchar: la experiencia vivida de los malestares por parte de personas estructuralmente oprimidas. Por tanto, la denuncia abstracta del “capitalismo” o “el sistema” como causas unilaterales de los padecimientos es parte del problema y no de la solución.

Hemos llegado a considerar que los malestares cumplen papeles paradójicos en los procesos de trasformación: los fuerzan o debilitan, los instigan o inhiben, reúnen a las personas o las dividen, las potencian o las apagan, actúan como un vector de movilización o de desmoralización (Erro, 2023). Sentirse mal puede ser una vía hacia formas de agencia y pensamiento que nos hagan sentir mejor, aunque a veces nos hundamos en el espesor de la tristeza, las exigencias y la decepción. No hay garantías. Por lo tanto, si en el primer apartado el “no puedo” de Hedva ayudó a repensar la agencia en los activismos en “salud mental”; esta última parte puso al deseo emancipatorio frente a sus obstáculos concretos, ante avances y retrocesos que no admiten linealidades fáciles y conciliaciones pacíficas. En próximos trabajos será necesario sumergirse en la diagonal de lo local y lo global, lo humano y lo sintético, la contracultura y la lucha de clases.

“¿Cómo tirás un ladrillo por la ventana de un banco si no podés levantarte de la cama?”, me repito por última vez la pregunta de Hedva y recuerdo lo siguiente: “Si, se puede, si, ¡se puede!”, cantaban los neoliberales de la revolución de la alegría en el 2015. Podemos leer aquel felicísimo individualista como un precursor sombrío de la desmesurada libertad de mercado que hoy se presenta como fuga libidinal ante el desencanto del progresismo, la nostalgia de la izquierda tradicional y la solemnidad del mundo cultural. En este contexto, el “no puedo” de Hedva incita a prestar una atención sutil a las pasiones amargas y los malos sentimientos, animando a que seamos más hospitalarios con los ánimos oscuros, los conflictos, las repeticiones y las inercias. Abrazar la ambigüedad, la multiplicidad y las aguas turbias de los afectos grises y las sensaciones afligidas. Esperar los tiempos de la angustia y la desolación, escuchar la tristeza sin idealizarla ni ponerla a trabajar de forma imperativa. No hacer del síntoma un mero efecto residual de una causa recóndita y escondida. Dar lugar a la desafección, la perdida, el duelo y el fracaso como premisas de un nuevo intento, esta vez más respetuoso de las frustraciones, miedos y esperanzas de las que están hechas nuestras vidas. El sueño del comunismo roto: la comunidad imposible entre aquellos que no tienen nada en común a excepción de los daños estructurales.

 

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[1] Fecha de recepción: 27/02/2024. Fecha de aceptación: 23/04/2024

 

Identificador persistente ARK:

 

[2] Instituto Dr. Emilio Ravignani, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

https://orcid.org/0009-0007-4687-9283

expostoemiliano@gmail.com

 

[3] En este texto utilizo de manera indistinta las palabras afectos, emociones, sentimientos, estados de ánimo o pasiones. No ignoro las distinciones conceptuales entre tales nociones, debatidas por ejemplo en la tradición del “giro afectivo” o en la historia de la filosofía. Incluso emplearé categorías más genéricas como síntomas, sufrimientos psíquicos y padecimiento subjetivo, cuyos ecos provienen a menudo de las disciplinas psi y la medicina. La decisión terminológica se debe al desafío de convertir la imprecisión, lo incierto y la ambigüedad en una zona de investigación del malestar. Un deseo de intersección entre el método, el objeto-sujeto de estudio y las hipótesis de trabajo. Intento aprovechar la amplitud y la opacidad de esas palabras en función de desarrollar una comprensión filosófica y política de la llamada “salud mental”. De hecho, si esta última noción se mantiene entre comillas es para resaltar su carácter problemático, y a la vez, remarcar el uso estratégico que hago de la misma en un contexto en el que la discusión cultural sobre dicho campo ha adquirido una importancia pública innegable en estos años.

[4] Esta hipótesis es fruto del trabajo junto a Sofia Guggiari, terapeuta y performer con quien llevamos adelante distintos talleres colectivos de investigación, como el Comité de sintomáticos en el 2024.

[5] Agradezco la insistencia en esta pregunta a Pablo Pachilla (investigador y docente de filosofía).

[6] En próximos trabajos será necesario profundizar en las tensiones filosóficas y políticas entre las prácticas  activistas de autoconciencia, los autodiagnósticos y las campañas de “concientización” en salud mental. 

[7] Sobre el “trastornariado”, consultar: https://autoetnografa.com/2019/02/06/que-es-el-trastornariado/