Teorías del Estado en clave latinoamericana: itinerarios conceptuales y lecturas situadas[1]
Theories of the State from a Latin American perspective: conceptual itineraries and contextual readings
Hernán Ouviña[2]
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Resumen
El objetivo del artículo es reponer y analizar algunas lecturas y conceptualizaciones críticas del Estado, que se han planteado desde la propia realidad latinoamericana, para comprender de forma más compleja e integral los rasgos específicos y también aquellas características generales que supone la estatalidad en nuestro continente. Ello supone asumir que el Estado constituye una instancia clave de condensación del poder político y de las relaciones de fuerzas que configuran y desgarran a la propia sociedad de la que, a su vez, forma parte. Consideramos que, si bien el marxismo europeo clásico brinda valiosos aportes para entender al Estado, es preciso complementar las hipótesis y conjeturas que han sido formuladas en otras latitudes, con aquellas gestadas en la región. Por lo tanto, pasaremos revista a algunas de las principales interpretaciones del Estado esbozadas desde y para América Latina dentro de la tradición neomarxista, las teorías feministas y por parte de ciertos exponentes del pensamiento crítico anticolonial gestado en nuestro continente, que más allá de sus matices y posibles contrastes, coinciden en la necesidad de aportar a una epistemología específica y situada, aunque sin desestimar las determinaciones y límites que impone el sistema-mundo con su configuración desigual y asimétrica.
Palabras clave: Estado, pensamiento crítico, marxismo, América Latina.
Abstract
The objective of the article is to review and analyze some critical readings and conceptualizations of the State, which have been raised from the Latin American reality itself, to understand in a more complex and comprehensive way the specific features and also those general characteristics that statehood entails on our continent. This means assuming that the State constitutes a key instance of condensation of political power and the relations of forces that shape and tear apart the very society of which, in turn, it is a part. We consider that, although classical european marxism provides valuable contributions to understanding the State, it is necessary to complement the hypotheses and conjectures that have been formulated in other latitudes, with those developed in the region. Therefore, we will review some of the main interpretations of the State outlined from and for Latin America within the neo-marxist tradition, feminist theories and by certain exponents of anticolonial critical thought developed on our continent, which beyond its nuances and possible contrasts, agree on the need to contribute to a specific and situated epistemology, although without dismissing the determinations and limits imposed by the world-system with its unequal and asymmetric configuration.
Keywords: State, critical thinking marxism, Latin America.
A modo de Introducción
Por lo general, al momento de caracterizar al Estado de manera crítica, se suele apelar a un conjunto de interpretaciones acerca de él que, en gran medida, se inscriben dentro de la tradición del marxismo y el pensamiento crítico vinculado con esta perspectiva. Si bien son lecturas clásicas que han sido formuladas en Europa tiempo atrás, resultan sumamente sugerentes -ejercicio de “traducción” y actualización mediante- para el estudio y análisis de la realidad latinoamericana. Desde los aportes fundamentales del propio Karl Marx (2015) y de Friedrich Engels (1983), pasando por las contribuciones de Vladimir Lenin (1973), Antonio Gramsci (1999) y Rosa Luxemburgo (1976), hasta las reformulaciones más recientes realizadas por Nicos Poulantzas (1979), Ralph Miliband (1992), Joachim Hirsch (2017) o Bob Jessop (1980 y 2017), entre otros.
No obstante, consideramos que es preciso también dar cuenta de aquellas teorizaciones generadas desde América Latina y el Caribe, particularmente durante el último medio siglo, que han intentado teorizar las especificidades y rasgos distintivos, tanto de los Estados latinoamericanos como de la singular configuración que asumen las luchas populares vis a vis lo estatal a lo largo y ancho de la región. Partimos de asumir que la crisis multidimensional que se vive en la actualidad en la región -expresada, en diferentes grados e intensidades, en cada realidad nacional- implica una pérdida de legitimidad tanto de la institucionalidad estatal neoliberal forjada en las últimas décadas, como una impugnación o crisis de los “componentes de larga duración” del Estado, por lo que estamos asistiendo a “una doble crisis o el montaje de dos crisis”, que no ha logrado suturarse aún (García Linera, 2005, p. 19). Con sus especificidades y rasgos distintivos, esta fisura se inscribe en lo que hemos denominado Ciclo de Impugnación al Neoliberalismo en América Latina (CINAL)[3], el cual supone un quiebre o fractura de las estructuras coloniales y demarcaciones propias del Estado republicano implantado en América Latina al calor de la consolidación del capitalismo, donde además de debilitarse los pilares del orden estatal y la hegemonía neoliberal, tienden a crujir o verse erosionados los fundamentos patriarcales, racistas, monoculturales y de la democracia liberal inscripta en la tradición moderna.
Por lo tanto, en el presente artículo pasaremos brevemente revista a algunas de las principales interpretaciones del Estado esbozadas desde y para América Latina y el Caribe dentro de la tradición neomarxista, las teorías feministas y por parte de ciertos exponentes del pensamiento crítico gestado en la región, que más allá de sus matices y posibles contrastes, coinciden en la necesidad de aportar a una epistemología específica y situada, aunque sin desestimar las determinaciones y límites que impone el sistema-mundo con su configuración desigual y asimétrica. Como veremos, esto implica reconocer la original constitución de los Estados y las sociedades en el capitalismo periférico y dependiente, atendiendo al contexto global que les condiciona y al entrelazamiento de las relaciones de dominación en términos de clase, étnica y género, así como a las luchas populares y las relaciones de fuerza que impactan en su configuración y estructura material.
América Latina como unidad problemática: ¿es posible una Teoría general del Estado?
Aunque pueda resultar una verdad evidente, no está de más insistir en la desnaturalización del propio significante “América Latina”, que en general se utiliza para nombrar a una abigarrada y variopinta realidad que resulta, no solamente una entidad histórica relativamente reciente, sino más diversa y compleja de lo que por lo general se la imagina. José Aricó, uno de los pensadores latinoamericanos más sugerentes, supo escribir un texto al que tituló “América Latina como unidad problemática”, que publicó a comienzos de los años ochenta en la emblemática revista Contorno -editada por un grupo de intelectuales exiliados en México tras la instauración en 1976 de la dictadura cívico-militar en Argentina. Este breve artículo resulta interesante para sopesar aquellas cuestiones que nos emparentan como pueblos y a la vez explicitar lo que nos diferencia y hasta ha generado notables desencuentros.
Aricó afirma que la categoría “América Latina” debe ser problematizada, ya que lejos de aludir a una realidad preconstituida y acabada, remite a un heterogéneo mosaico que ha involucrado un prolongado y contradictorio proceso de constitución. En efecto, si bien existe como basamento un terreno histórico común, éste está signado una misma herida colonial, que tuvo al despojo y la violencia ejercida por las potencias europeas como columna vertebral y rasgo invariante (Aricó, 1999).
Alguna vez el escritor argentino Jorge Luis Borges expresó en forma irónica -aludiendo a otra realidad, pero que bien vale para esta discusión- que no nos une el amor sino el espanto. Acaso esta frase sirva para caracterizar el lazo que ha ligado y articula en no pocas ocasiones a los pueblos de la región. En efecto, además de la colonización europea, las luchas contra un enemigo común que dieron lugar a movimientos independentistas a escala continental, y la inclusión masiva al mercado mundial bajo relaciones de dependencia económica y financiera con respecto a los países centrales, junto con otros elementos socio-culturales transversales, han sido definitorios al momento de configurar un contorno geográfico y una identidad latinoamericana, donde al decir de Aricó la precariedad de lo nacional (como arco de solidaridades y sentido de pertenencia colectivo), tuvo como contracara formas estatales con un margen muy amplio de autonomía. A pesar de estas y otras características en común del subcontinente al que denominamos “América Latina”[4], Aricó advierte que es importante no desestimar las singularidades históricas de cada uno de los países que lo conforman.
En una tónica similar, el marxista boliviano René Zavaleta Mercado escribió un artículo titulado “El Estado en América Latina”, donde reconoce que existen parámetros de “reiterabilidad” comparables, es decir, un “modelo de regularidad” que condiciona y dota de determinados rasgos comunes a las sociedades latinoamericanas al margen de sus particularidades (e incluso estructura en una misma clave a las restantes del planeta, como partes de un todo integrado, al que podríamos denominar desde Imannuel Wallerstein “sistema-mundo”). No obstante, aclara que ello no niega la necesidad de explicitar o auscultar analíticamente la historia interior de cada sociedad, así como las combinaciones y cualidades propias de cada Estado, que nos obligan a hablar de ecuaciones diferentes o bloques históricos concretos y originales en cada caso (Zavaleta, 1987).
De acuerdo con la lectura que esboza Zavaleta, hay siempre una tensión constitutiva entre teoría e historia (es decir, por un lado, una vocación tendiente a trascender lo coyuntural y construir conceptos de mayor alcance, y, por otro, una realidad siempre específica y hasta lindera con la excepcionalidad). Aun así, esto no equivale a tener que optar de manera excluyente por una u otra, sino de contemplar la posibilidad de generar conceptos y categorías con una cierta aspiración universal, aunque sin dejar de asumir que siempre se encuentran condicionadas, remiten a -y deben ser confrontadas con- realidades históricas concretas y situadas. De ahí que asevere que, “por razones propias de cada caso, hay ecuaciones en las que la sociedad es más robusta y activa que el Estado, ecuaciones donde el Estado parece preexistir y dominar sobre la sociedad, al menos durante períodos determinados, y sistemas donde hay una relación de conformidad o ajuste. Esa relación supone un movimiento, y por eso es tan absurdo hacer clasificaciones finales sobre ello” (Zavaleta, 1987, p. 177)[5].
En este marco, Zavaleta lanza una frase tan interesante como provocativa: “si hay una Teoría del Estado es la historia de cada Estado” (Zavaleta, 1987, p. 180). Esta afirmación no niega, por supuesto, ciertas tendencias inexorables propias del tiempo histórico capitalista, que tienen un margen de validez más allá de las coyunturas, territorios y momentos concretos. A ello remite precisamente el “modelo de regularidad” al que alude en su texto. No obstante, sí supone asumir que es fundamental, en sus propias palabras, “el estudio del Estado como situación concreta, como agregación histórica y como particularidad” (Zavaleta, 1987, p. 170). Por ello concluye que “el Estado y la sociedad, por eso, se invaden, se reciben y se interpretan de acuerdo con las circunstancias de la realidad concreta, aunque es cierto que pueden detectarse tendencias largas o histórico-estratégicas” (Zavaleta, 1987, p. 179).
Un concepto clave que formula Zavaleta para articular ambas lógicas de análisis es el de momento constitutivo. Además del contexto fundacional en términos societales y estatales que implica la llama “acumulación originaria” (descripta por Marx en el capítulo XXIV de El Capital), si bien Zavaleta no lo explicita, resulta evidente que está aludiendo a situaciones que, al decir de Gramsci, se identifican con las crisis orgánicas en el seno de un bloque histórico: aquellas coyunturas críticas de una sociedad donde la hegemonía, hasta ese entonces arraigada en las masas, se resquebraja y deja de oficiar como concepción predominante del mundo para ellas, dando lugar a una crisis del Estado en su conjunto (es decir, del Estado integral). Los momentos constitutivos remiten entonces a coyunturas históricas de enorme significación, o bien crisis generales donde se plasman y/o refundan las características y rasgos más destacados de una determinada sociedad, así como una forma específica de Estado, por un tiempo relativamente prolongado. Dicha categoría nos permite delimitar no solamente ciertos hitos o procesos fundacionales de la estatalidad en cada realidad nacional, sino también algunos más recientes o contemporáneos que remiten al cuestionamiento o impugnación de sus elementos de corta duración, e incluso de aquellos núcleos y aristas de largo aliento que la constituyen y han sido erosionadas al en las últimas décadas calor del CINAL.
La centralidad estatal en las sociedades latinoamericanas y su inserción subordinada en el mercado capitalista mundial
Una vez asumidas las limitaciones de hablar en forma abstracta y universal de una “Teoría general del Estado” (que, reiteramos, no niega la posibilidad de delimitar ciertos contornos genéricos del fenómeno estatal a nivel global), es preciso comprender los rasgos estructurales que connotan a América Latina desde los tiempos de la colonia, así como la particular conformación de las relaciones de poder y las formas políticas territorialmente situadas que se fueron delineando y sufrieron notables transformaciones en todo este tiempo. Al respecto, cabe decir que la constitución durante la primera mitad del Siglo XIX de Estados nacionales formalmente independientes de las metrópolis europeas, no redundó en una simétrica autonomía en la definición de los procesos productivos internos. Por el contrario, las articulaciones sociales consecuentes estuvieron marcadas por la continuidad en la inserción subordinada a los centros de poder de los países centrales (Thwaites Rey y Ouviña, 2012).
De acuerdo a Sergio Bagú, desde la conquista española y portuguesa el continente se ha insertado en el sistema capitalista mundial en expansión y tendió a asumir un patrón de organización social de tipo capitalista, pero adoptando un estilo colonial, dependiente, que se limitó a la producción de las materias primas y metales preciosos reclamados por Europa (Bagú, 1949). En igual sentido, Agustín Cueva (1981) ha expresado que lo que se vivió durante este período resultó ser un proceso de “desacumulación originaria”: la expropiación y privatización violenta de territorios y los enormes excedentes generados como consecuencia de las variadas modalidades de explotación desplegadas en América, eran transferidos por el gobierno virreinal y las élites europeas asentadas en las áreas coloniales, casi en su totalidad hacia las metrópolis transatlánticas, por lo que solo una parte ínfima de ellos devenían inversión local o regional, bloqueando toda capacidad de desarrollo endógeno, o más bien, dando origen a lo que André Gunder Frank (1974) denominó irónicamente el desarrollo del subdesarrollo.
Cueva llega a postular que “la misma fuga precipitada de riquezas ocurrida en el momento de la emancipación no es más que el punto culminante de un largo proceso de desacumulación: es el acto último con que el colonizador concluye su ‘misión civilizatoria’” (Cueva, 1981, p. 14). Dicho proceso “quedó concluido de este modo y la ‘herencia colonial’ reducida al pesado lastre de la matriz económico-social conformada a lo largo de tres siglos, a partir de la cual tendrá que reorganizarse la vida toda de las nuevas naciones. Si en algún lugar hay que buscar el ‘secreto más recóndito’ de nuestra debilidad inicial, es pues en ese plano estructural” (Cueva, 1981, p. 15).
Esta dinámica dio lugar, al decir de Cueva, a una “estructuración desigual del subdesarrollo”, que acentuó las diferencias entre las formaciones sociales latinoamericanas. Por ello, un elemento a tener en cuenta al momento de caracterizar a los emergentes Estados en nuestra región es el “retraso” o rezago socio-económico producto del rol “impuesto” a nuestro continente, por parte de los países industrializados, en la división internacional del trabajo. Esta debilidad estructural anclada en el fuerte condicionamiento del mercado mundial constituido- ha implicado que fuera el Estado quien se hiciera cargo, en gran medida, del desarrollo capitalista y de la producción de una identidad colectiva de carácter nacional. En este sentido, la conformación de clases sociales en términos nacionales no fue un proceso “acabado” como en Europa, lo que reenvía a un elemento distintivo del capitalismo dependiente que es la llamada heterogeneidad estructural (Lechner, 1977; Evers, 1979; Salama y Mathias, 1986).
Al respecto, René Zavaleta postula que, en el caso de América Latina, no puede considerarse al Estado una mera entidad “superestructural” tal como la define cierto marxismo esquemático, sino en tanto verdadera fuerza productiva, es decir, “como un elemento de atmósfera, de seguro y de compulsión al nivel de la base económica” (Zavaleta, 1988, p. 161). En efecto, lejos de otorgarle un rol secundario y de simple “reflejo” del nivel de lo económico, Zavaleta le adjudica al Estado un papel central en la estructuración de nuestras sociedades, debido a que “las burguesías latinoamericanas no sólo no se encontraron con esas condiciones resueltas ex ante, sino que no existían ellas mismas o existían como semillas” (Zavaleta, 1988, p. 162). En gran medida, se puede decir que tuvieron que ser construidas “desde el hecho estatal” (Zavaleta, 1988, p. 162). Esta particularidad ha llevado a que autores como Pierre Salama y Gilberto Mathias planteen que el Estado en América Latina -o, mejor dicho, el aparato estatal de dominación-, le haya servido de “muleta” al capital aún no desarrollado para empezar a emerger y extenderse (Salama y Mathias, 1986).
A partir de estas cuestiones relevantes, Norbert Lechner sugiere en La crisis del Estado en América Latina, que se trata de superar
la falsa divergencia entre un estudio teórico del Estado burgués como “modelo” o “tipo ideal” y un estudio empírico del Estado en América Latina como “caso desviado”. Ello exige comprender el capitalismo como una totalidad y la sociedad latinoamericana como una forma particular a través de la cual se concretiza el desarrollo capitalista. Por consiguiente, el análisis del Estado en América Latina remite a una teoría del desarrollo capitalista a escala mundial. Precisemos, pues, objetivo: conceptualizar el Estado en América Latina a partir de la formación capitalista latinoamericana como un momento del desarrollo del capital total (Lechner, 1977, pp. 18-19).
Asimismo, en el marco de los debates en torno a la teoría de la dependencia, que por aquel entonces buscaron dar cuenta del carácter inducido del subdesarrollo, Tilman Evers realizó uno de los intentos más sistemáticos de analizar la especificidad del Estado en la periferia capitalista. En su libro El Estado en la periferia capitalista plantea que la diferencia sustantiva entre los Estados periféricos (con particular énfasis en la experiencia latinoamericana) y los centrales parte de la distinta base material sobre la que se asientan y despliegan ambos.
Retomando el debate de la derivación que tuvo gran repercusión en Alemania durante la segunda mitad de los años setenta, Evers dirá que el principio formal del Estado soberano presupone un contexto reproductivo integrado dentro del espacio nacional con base en capitales autóctonos, y capaz de sostener básicamente la vida material de una sociedad. Esta circunstancia no se daría en la periferia capitalista, donde el espacio económico nacional se encuentra integrado de manera subordinada a las determinantes externas, por lo que el Estado no tiene plenas facultades sobre aquél. De este modo, se resiente el principio de soberanía por los dos lados: “hacia fuera no se puede hablar de un control político efectivo -y aquí se pone en duda la soberanía- y hacia adentro el control estatal es efectivo pero dudoso en cuanto a su carácter nacional” (Evers, 1979, p. 90).
Estados aparentes y colonialismo interno
Otra cuestión fundamental en el análisis de los Estados latinoamericanos es la que remite a su carácter profundamente racista y monocultural desde su génesis misma. Las reflexiones críticas que han puesto el foco en esta arista de la estatalidad han cobrado relevancia, en particular, a partir de lo que el historiador chileno José Bengoa supo denominar “emergencia indígena en América Latina” (Bengoa, 2007). En efecto, desde los años setenta y ochenta, pero con mayor fuerza en las décadas del noventa y los inicios del siglo XXI, se multiplicaron los análisis críticos del colonialismo o, mejor aún, la colonialidad intrínseca e invariante a los Estados-nación implantados en nuestro continente[6]. De acuerdo a Bengoa, este “emerger” tiene dos sentidos: por una parte, es algo que se encontraba en cierto modo hundido o velado y que surge o irrumpe con fuerza; por el otro, remite a una premura o urgencia. Por lo tanto, es en primer lugar “un proceso de afirmación de identidades colectivas y constitución de nuevos actores. Pero es también un fuerte cuestionamiento al Estado Republicano, centralizado y unitario que se trató de construir en América Latina. Es también un cuestionamiento de las Historias oficiales, al relato que estos Estados han tratado de construir” (Bengoa, 2007, p. 13).
Como ha expresado el antropólogo mexicano Guillermo Bonfill Batalla en su libro Utopía y revolución, en numerosas situaciones el Estado “se asume a sí mismo como Estado-nación, pero en la segunda parte de la ecuación sólo incluye a una fracción de la población (minoritaria en muchos países), constituida por los sectores de la sociedad dominante modelados según las normas de la clase dirigente, que se erige como la nación a cuya imagen y semejanza deberán conformarse paulatinamente los otros segmentos” (Bonfil Batalla, 1981, p. 14).
Producto de este mestizaje inestable y temporal, en buena parte de las sociedades latinoamericanas prima lo que René Zavaleta denominó “abigarramiento”, es decir, una yuxtaposición no solamente de diferentes “modos de producción” (tal como define cierto marxismo clásico a las formaciones económico-sociales), sino también diversidad de tiempos históricos incompatibles o en tensión entre sí, como el agrario estacional condensado en los ayllus andinos (en tanto comunidades preestatales endógenas), y el homogéneo que pretende imponer y universalizar la ley del valor.
Una característica central de lo Zavaleta caracteriza como “Estados aparentes” es, por lo tanto, la posesión parcialmente ilusoria de territorio, población y poder político, a raíz de la persistencia de civilizaciones que mantienen –si bien en conflicto y tensión permanente con la lógica mercantil que tiende a contaminarlas– dinámicas comunitarias de producción y reproducción de la vida social, antagónicas a las de la modernidad colonial-capitalista (Tapia, 2002). Este tipo de Estados, racistas, monoculturales, monolingües y homogeneizantes, han tendido a construir sociedades solventadas en una noción de ciudadanía que rechaza tajantemente cualquier derecho colectivo de los pueblos indígenas y afroamericanos, convirtiendo a sus miembros en individuos atomizados y aislados entre sí, vale decir, abstraídos del contexto comunitario que históricamente les ha otorgado sentido.
En consonancia con las lecturas formuladas por Bonfil Batalla y Zavaleta, teóricos como Pablo González Casanova (1969; 2009), Rodolfo Stavenhagen (1969) y Silvia Rivera Cusicanqui (2010) han utilizado el concepto de colonialismo interno (el cual hunde sus raíces en una invisible tradición de marxistas negros, entre los que se destacan Cedric J. Robinson y W. E. B. Dubois), para interpretar a este tipo de realidades “anómalas”, donde existe una considerable población indígena y/o africana, y se superpone, a la dinámica de configuración de Estados capitalistas, la combinación de factores étnico/raciales y de clase. El punto de partida en común es no acotar el vínculo colonial al sometimiento, por parte de una potencia o Estado expansionista, de población o naciones externas a su territorio. Antes bien, la noción de colonialismo interno se propone interpretar y denunciar las formas de colonialidad que han persistido en el continente durante los últimos siglos, a pesar de existir repúblicas independientes en el plano político.
Lo que se pretende poner en cuestión con este concepto es la suposición de que con el desmembramiento de los virreinatos se acabó también con el colonialismo. Concluyó, sí, el período “colonial”, pero persistió –e incluso en muchas dimensiones y regiones se intensificó, a través de un complejo proceso de reestructuración y metamorfosis de esa relación de dominación y subalternidad, de la que el Estado fue un puntal fundamental– la colonialidad. Este colonialismo interno, dirá Casanova, corresponde a una estructura de relaciones sociales de dominio y explotación entre grupos culturales heterogéneos, distintos: “si alguna diferencia específica tiene respecto de otras relaciones de dominio y explotación (ciudad-campo, clases sociales), es la heterogeneidad cultural que históricamente produce la conquista de unos pueblos por otros, y que permite hablar no sólo de diferencias culturales (que existen entre la población urbana y rural y en las clases sociales), sino de diferencias de civilización” (González Casanova, 1969, p. 240).
La explotación combinada (esclavista, aparcera, feudal, capitalista, de peonaje, etc.), la conversión forzada de pueblos originarios en trabajadores asalariados, el despojo de sus tierras comunales, la discriminación social, cultural, jurídica y política, así como el proceso de creciente desplazamiento del indígena por el ladino (como gobernante, propietario o comerciante), son algunas de las características distintivas de este continuum colonialista durante el período de consolidación de los Estados-nación en la mayoría de los países latinoamericanos.
Rodolfo Stavenhagen afirmará que la expansión de la economía capitalista en la segunda mitad del siglo XIX, acompañada de la ideología del liberalismo, trastocó las relaciones étnicas en América:
los indios de las comunidades tradicionales se encontraron nuevamente en el papel de pueblo colonizado: perdieron sus tierras, eran obligados a trabajar para los “extranjeros”, eran integrados, contra su voluntad, a una nueva economía monetaria, eran sometidos a nuevas formas de dominio político y sujeción integral. Esta vez, la sociedad colonial era la propia sociedad nacional que extendía progresivamente su control sobre su propio territorio (Stavenhagen, 1969, p. 248).
En consecuencia, los procesos independentistas, lejos de simbolizar el cierre de la condición colonial de indígenas y negros (por no hablar también de las mujeres, quienes continuaron siendo consideradas “menores de edad” jurídicamente luego de estos sucesos), oficiaron como bisagra solamente para criollos y europeos naturalizados. Tal como ha expresado Marie-Chantal Barre, “paradójicamente, la ‘descolonización’ de América por parte de los criollos frente a España acentuó el proceso de colonización de los indios. La era republicana, que introduce la formación de nuevos estados con miras a transformarlos en verdaderos ‘Estados-nación’, significa objetivamente un empeoramiento de la situación de los indios con respecto a la época colonial” (Barre, 1983, p. 29).
Desde el avance progresivo sobre sus territorios comunales y el exterminio físico de sus habitantes, hasta el integracionismo (a través de un violento proceso de aculturación, que implicó en términos de García Linera (2003) la constitución de una especie de “ciudadanía de segunda”, amén su color de piel, su idioma o su origen rural) y la segregación forzada, en todos los casos lo que se produjo fue una homogeneización socio-cultural y la enajenación del derecho de los pueblos indígenas a existir en tanto tales. Donde el asesinato generalizado no primó, fue el “blanqueamiento” a través de un violento mestizaje lo que perpetuó el etnocidio iniciado durante la época colonial. La opresión racial, las jerarquías de estatus y el segregacionismo resultaron ser así núcleos persistentes y centrales a lo largo del siglo XX, entrelazados con el capitalismo y los poderes públicos hegemónicos[7].
La interseccionalidad clase, raza y género en la configuración de los Estados latinoamericanos
Como es sabido, el marxismo postula que el Estado tiene un carácter eminentemente de clase, lo cual implica, por un lado, que tienda a perpetuar y defender los intereses de la burguesía, pero a la vez que sea garante de un interés más general (el de la sociedad capitalista), en la medida en que resulta co-constitutivo de las relaciones sociales de producción y opera como resguardo de ellas. Tal como postuló Marx, el fetichismo mercantil habilita a que el Estado aparezca como encarnación del interés general e instancia “neutral”, y no en tanto órgano de dominación de clase. Hablamos aquí de una teoría del Estado capitalista que, al decir de Nicos Poulantzas (1979), no puede ser aislada de una historia de su constitución y de su reproducción.
Sin dejar de reconocer este rasgo invariante que implica asumir su naturaleza de clase, diversas corrientes latinoamericanas han planteado en las últimas décadas por qué es preciso contemplar al mismo tiempo cómo otras relaciones de poder, estructuras de dominación y formas de opresión -vinculadas de manera orgánica, aunque no reducibles a la dinámica de la lucha de clases- condicionan y moldean también al Estado desde su génesis misma y hasta la actualidad. No se trata, por tanto, solamente de enriquecer y actualizar el concepto de clase, sino de investigarlo creadoramente, a partir del cruce etnia-clase, o bien género-clase (Vitale, 1992)[8].
Desde esta perspectiva, queda claro que el Estado se presenta como lo que no es en más de un sentido: en primer lugar, como “neutral” respecto de la lucha de clases, devenido expresión de una supuesta voluntad general, e instancia externa y ajena al antagonismo capital-trabajo. Pero, además, tal como reseñamos en el apartado anterior, también se enmascara su condición colonial y/o racista, a lo cual habría que sumar el planteo de varias teóricas del feminismo latinoamericano y del sur global, quienes han denunciado que, de manera análoga, el Estado se presume sexualmente neutro y sin marca alguna de género.
En rigor, en tanto entramado de dominación, sostiene una relación de subalternidad/opresión que implica ciertas “marcas de sujeción” y se asienta en la separación entre lo público (ámbito habitado en los últimos siglos de manera casi exclusiva por los hombres) y lo privado (esfera a la que se ven restringidas las mujeres en su función meramente reproductiva). Teniendo como base o momento constitutivo una “acumulación originaria” en la cual las mujeres fueron una de las principales víctimas del violento proceso de expropiación, involucró -y desde entonces ha redundado en- una férrea división sexual del trabajo y una ciudadanía a través de la que se sostiene el “patriarcado del salario” y las múltiples formas de coerción hacia las mujeres (Federici, 2011 y 2018; Anzorena, 2013; Segato, 2016; Ciriza, 2018)[9].
Al calor de un nuevo ciclo de luchas protagonizadas por colectivos y movimientos feministas en las últimas décadas, diferentes pensadoras contemporáneas que abrevan en esta tradición han postulado que los Estados en los que se organiza la dominación nacieron de los procesos coloniales de formación de las Naciones en el continente, constituidos a su vez por instituciones “definidamente patriarcales”. De ahí que aseveren que “el ciudadano que ‘hizo las independencias’ es un hombre propietario, blanco, burgués, ‘civilizado’. El acceso de las mujeres ha sido tardío -o todavía no ha sido efectivo- en cada una de las dimensiones de ese Estado” (Rodríguez Molina, Korol y Longo, 2021, p. 29). Por lo tanto, es preciso concebir al Estado “como una relación colonial y en masculino”, que “presenta una tradición de abuso normalizado de todo lo no masculino, blanqueado y no hegemónico: tierra, agua, naturaleza; de las mujeres; de las cuerpas racializadas y diversas; de la clase trabajadora y los entramados de cuidado” (Ruda Colectiva Feminista, 2021, pp. 34-35).
Este atravesamiento de opresiones de clase, raza y género ha sido enunciado de distintas maneras, aunque desde una matriz de análisis similar: la feminista argentina María Lugones (2008) sugiere reforzar la hipótesis de su inseparabilidad (dando cuenta de que son entramados de dominación), la investigadora colombiana Mara Viveros Vigoya (2016) recupera la pertinencia del concepto de interseccionalidad para aludir a este cruce, la filósofa estadounidense Nancy Fraser (2023) postula la existencia de una imbricación estructural o entrelazamiento, al tiempo que el cubano Gilberto Valdez Gutiérrez (2009) ha apelado a la categoría de sistema de dominación múltiple para dar cuenta de esta dinámica compleja e inter-determinada. Más allá de las discusiones en torno a cómo denominar este proceso, lo importante es destacar que la estatalidad latinoamericana, desde su génesis misma y hasta la actualidad, ha sido moldeada por estas dinámicas de opresión y dominio, por lo que las estructuras e instituciones que conforman a los Estados, con las particularidades de cada caso, llevan el sello o la huella de los conflictos y antagonismos que moldean la lucha de clases, la racialidad (o colonialidad del poder) y el heteropatriarcado.
Las dimensiones del Estado y las luchas populares como proceso: asimetría y contradicción en movimiento
Un último punto relevante para caracterizar a los Estados latinoamericanos es el que remite a las diferentes dimensiones que los constituyen, así como a las modalidades y formas a través de las cuales las luchas populares moldean y atraviesan a la estatalidad misma. Concebir al Estado desde esta óptica, implica partir del supuesto de una hipótesis de carácter abstracto que, en el marco de una creciente complejidad, “asciende” hacia lo concreto (Ouviña, 2004).
En este sentido, podemos afirmar que el Estado es en primer término una relación social de dominación, asimétrica y contradictoria, primordialmente coercitiva pero que al mismo tiempo construye consenso activo (hegemonía)[10]. Esta correlación de fuerzas, que remite a un plano alto de abstracción, se materializa -o cristaliza- de manera compleja e inestable en un conjunto de aparatos estatales, que constituyen su objetivación institucional, diferenciada y a la vez integrada. En la medida en que estos aparatos o estructuras materiales del Estado se ponen en movimiento, estamos en presencia de las políticas públicas. Vislumbrar esta faceta nos permite tener en cuenta un aspecto de la estructura estatal no siempre analizado como es su dinamismo, logrando así una desagregación del Estado “en acción”, inscripto en el marco un proceso global en el que se relaciona con otros agentes sociales, políticos y económicos, condensando en su interior la lucha a través de la cual se dirimen los conflictos entre los distintos proyectos que conforman un patrón de organización social (O’Donnell, 1984). Finalmente, el gobierno, si bien es quien está investido a nivel formal del poder estatal, no controla efectivamente todos los resortes claves para su ejercicio: tener el derecho a gobernar, no siempre implica poseer el poder real para hacerlo. A esto se ha referido Ralph Miliband al postular que “el gobierno es el que habla en nombre del Estado”, en la medida en que éste como tal no existe. Lo que hay es, sí, un “sistema estatal”, del cual el gobierno sólo es una parte (Miliband, 1992, p. 51).
Estas distinciones resultan claves para no reducir lo estatal a su dimensión meramente corpórea (cosificada), ni a su faceta gubernamental, y también a los efectos de diferenciar tanto los distintos niveles de abstracción que supone, como la perspectiva a partir de la cual se estudia de manera desagregada a lo estatal teniendo en cuenta su integralidad (Oszlak, 1977). Asimismo, delimitar a qué dimensión o arista del Estado nos referimos es importante a los efectos de indagar o analizar los diferentes repertorios de acción, las formas de vinculación y las estrategias de lucha que despliegan las clases subalternas y sus organizaciones, con el objetivo de exigir ciertas demandas, lograr instalar en la agenda pública determinadas cuestiones, o bien aspirar a construir proyectos emancipatorios que impliquen de manera simultánea luchas dentro, contra y más allá de lo estatal.
En términos históricos, y siguiendo a Gramsci, podemos expresar que, en el devenir de la estatalidad latinoamericana, dentro de la articulación entre coerción y consenso, la violencia tendió a primar como consecuencia de la heterogeneidad estructural (yuxtaposición de distintas relaciones de producción), que supuso una ausencia de integración política, social y cultural. En palabras de Norbert Lechner (1977), en América Latina el Estado resultó durante buena parte del siglo XX primordialmente dominación, faltando ese “plus” que es la hegemonía, no siendo ni soberano en forma plena (debido al sometimiento externo) ni, en muchos casos, nacional de sentido estricto (a raíz de una ciudadanía restringida). A la dirección hegemónica, que encuentra su razón de ser en el plano internacional, se le contrapuso la dominación interna que haya su origen en la imposibilidad de la burguesía de lograr una “dirección político-cultural” que unifique a los distintos grupos sociales en la forma de nación. Con la parcial excepción de algunos países del Cono Sur (entre los que se encuentra Argentina), no existió en América Latina una sociedad civil -al estilo de la teorizada por Gramsci- homogénea y consolidada, que abarcara todo el territorio y relacionara al conjunto de la población entre sí.
La falta de este elemento aglutinador y cohesionante tuvo como correlato directo un predominio del aparato estatal burocrático-represivo en tanto mecanismo unificador. Esta distintiva precariedad institucionalidad construida implicó un dominio incompleto e inestable (un Estado “aparente”, al decir de Zavaleta), a lo largo de varias décadas, en densas zonas geográficas de la región. Si bien la gran mayoría de los países latinoamericanos adquirió, al decir de Oscar Oszlak (1977), como primer atributo de su condición de Estados, el formal reconocimiento externo de su soberanía, a raíz del desenlace de las luchas de emancipación nacional, este reconocimiento se anticipó a la institucionalización de un poder estatal reconocido dentro del propio territorio nacional. Como consecuencia, este profundo desfasaje fomentó la creación de una difusa imagen de un Estado asentado sobre una sociedad que retaceaba el reconocimiento de la institucionalidad que aquél pretendía establecer.
Desde esta tesitura, podemos concluir que, si bien el Estado expresa el poder político dominante y, como tal, es garante -no neutral- del conjunto de relaciones que constituyen la sociedad, las formas en que se materializa no deben sernos ajenas (Thwaites Rey y Ouviña, 2012). Claro está que existe una “memoria estatal” y ciertas estructuras que sedimentan en su armazón material los triunfos históricos de las clases dominantes y élites, que sesgan el accionar de las instituciones del Estado o inducen a que determinadas exigencias y demandas resulten más compatibles o fáciles de “procesar” que otras. Sin duda aquí operan lo que Bob Jessop (2017) denomina -retomando a Poulantzas- mecanismos de selectividad relacional, que refieren a mecanismos internos del Estado capaces de garantizar su carácter de clase, su sesgo heteropatriarcal y su inclinación hacia el “blanqueamiento” o la colonialidad, privilegiando a determinados sectores de la sociedad en materia de políticas públicas y de iniciativas estatales, a la vez que se excluyen, obstaculizan y/o “filtran” -ya sea por acción, omisión, represión u otra vía institucional- aquellas exigencias o demandas que resultan incompatibles con la sostenibilidad del sistema.
Atendiendo a estas particularidades, hablar de luchas populares en América Latina implica por lo tanto tomar distancia de ciertas interpretaciones ortodoxas del Estado como una entidad unitaria y con plena racionalidad, exenta de tensiones o fisuras, así como de las lecturas de la conflictividad social y la protesta que reducen la lucha a un antagonismo de clase de carácter binario y simplón, en un sentido acotado cuyos contornos no van más allá del proceso inmediato de producción, o bien que ponderan de manera exclusiva -y excluyente- al proletariado o a la clase obrera industrial como sujeto. Pero también amerita cuestionar aquellas perspectivas que desestiman todo sesgo estructural y consideran que las condiciones materiales de existencia y las relaciones de producción y reproducción de la vida en términos macro-sociales, no resultan relevantes para el análisis contemporáneo[11].
Dicho esto, partimos de asumir que lo popular implica una cierta ambigüedad: involucra de manera ineludible a las clases subalternas y al mismo tiempo excede a la relación de explotación capital-trabajo en un sentido tradicional. Como ha expresado Guillermo O’ Donnell, el pueblo o lo popular resulta una mediación menos digerible para el Estado capitalista que las de “nación” o “ciudadanía”. Su ambigüedad está dada porque
por un lado, tiende un arco de solidaridades por encima de clivajes de clase, en tanto abarca genéricamente a los que se reconocen como desposeídos. Pero, por el otro, el reclamo de justicia sustantiva diferencialmente orientada a beneficiarlos no puede sino hacerse contra quienes también son parte de la nación: los ricos, los poderosos, los que tienen más y, a veces, instituciones estatales que aparecen excesivamente sesgadas hacia éstos (O’Donnell, 1984, p. 239).
De ahí que asevere que lo popular suele ser campo de luchas políticas definidas por su contrapartida: lo no popular, lo que reúne, por lo menos, a parte de las clases dominantes.
Una parte importante de estas luchas no han concebido al Estado como un bloque monolítico y sin fisuras, al que hay que ignorar o bien asaltar en forma abrupta cual fortaleza enemiga, sino ante todo como territorio de disputa, asimétrico, adverso y contradictorio a la vez, algo así como un campo minado en el que confrontar y lograr plasmar una correlación de fuerzas más favorable para las clases populares, sin dejar de reconocer que sus estructuras tienen cierta inclinación que favorece y perpetua los intereses de quienes históricamente han triunfado en estas luchas. Pero precisamente debido que el Estado no es un mero reflejo de la estructura económica, ni tampoco un simple instrumento aséptico, sino un centro de neurálgico de poder que condensa materialmente una desigual correlación de fuerzas entre las clases y grupos sociales en pugna, libradas tanto en el pasado como en el presente, es que también constituye un objetivo político y un territorio clave de estas luchas que han signado y desgarran a las sociedades latinoamericanas.
El epistemólogo Hugo Zemelman ha aportado una mirada en torno al Estado, que aspira a no cosificarlo ni encapsularlo como entidad autosuficiente y externa a las relaciones de producción y los antagonismos que desgarran a la propia sociedad. Por ello en sus agudas reflexiones e hipótesis tiende a privilegiar las fuerzas sociales actuantes que, constantemente, despliegan nuevas formas para regular sus relaciones y se manifiestan a través de variados medios y en distintos planos de la realidad[12]. Ellas no solo permiten entender el origen relacional del Estado, sino que habilitan una interpretación que pone el foco, más que en su reproducción, en las posibilidades de desnaturalizarlo, desde el cuestionamiento, la disputa y/o la impugnación, en la medida en que la dominación tiene como reverso fundante a la resistencia y la lucha política, por definición abierta.
El problema, según Zemelman, es que por lo general el Estado “ha sido objeto de teorizaciones que tendieron a transformarlo de problema real en un concepto altamente formalizado, con los que se niega que sea una construcción permanente de la dinámica que resulta de la relación entre fuerzas sociales” (Zemelman, 1979, p. 1043). Trascender la visión que lo reduce a una fórmula cristalizada en una estructura de dominación, pero a la vez no asociarlo con algo inerte, resulta importante por cuanto permite resituarlo atendiendo a los aspectos dinámicos y procesuales, en función de las clases que “están presentes en el Estado como instancia de relación entre fuerzas”. Para tomar distancia de las concepciones tradicionales y esquemáticas del Estado, apelará a una bella metáfora que compartimos in extenso debido a que no tiene desperdicio y es sumamente pedagógica:
Los astrofísicos se han dado cuenta que aquello que consideraban un vacío, no lo es, no hay tal vacío, lo que hay es, más bien, lo que llamamos una sopa cósmica, el equivalente a una sopa que está calentándose y generando burbujas. Esas burbujas, en la teoría de algunos astrofísicos, son nada menos que el nacimiento y muerte constante del Universo, por lo tanto, no existe un Universo, cristalizado en las llamadas constelaciones observables, en la llamada masa positiva, o visible, sino que hay un Universo, también de materia obscura, que es el noventa y tanto por ciento del Universo. Es decir, lo que vemos es lo menos y lo que no vemos es lo más; pero eso que no vemos es parte de esta sopa cósmica, de esta especie de calentamiento constante del que van surgiendo estas burbujas (…) vemos los grandes cristales, el ámbar, pero no vemos aquello que lo produce. Así, cuando les digo que vemos los fenómenos como productos, pero no vemos lo que genera el producto, evidentemente nos quedamos sin fenómeno. Cuando digo el Estado está, y no vemos que se está construyendo todos los días, no vemos la sopa cósmica del Estado (Zemelman, 2010, pp. 45-46).
Desde esta tesitura, se torna comprensible su invariante obsesión por el análisis de coyuntura en base a las relaciones de fuerza y a la “recuperación del sujeto” (de las y los sujetos), en tanto son el basamento último (lo “producente”) que permite vislumbrar el sentido de aquello que se construye y disputa a nivel cotidiano. Sin desmerecer la importancia que puedan tener las instituciones convencionales del poder político como cristalización material (simbolizadas bajo la metáfora del “ámbar”, y mediante las cuales distintas fuerzas aspiran a hacer efectiva su capacidad de influencia sobre la dirección u orientación de un determinado proceso histórico), Zemelman intentará eludir lo que define como “inclinación estadocrática”, optando por dotar de visibilidad y darle prioridad al magma o “materia obscura” de las relaciones conflictivas y las voluntades colectivas con capacidad de viabilizar proyectos históricos. Este sinuoso campo de las fuerzas sociales en disputa, será visto desde el prisma gramsciano como una red de vínculos fluidos de cooperación, lucha y/o antagonismo, desplegados en su continuo movimiento y que, en última instancia, co-constituyen y moldean al conjunto de aquellos aparatos y ámbitos decisionales formales, que por regla general son la dimensión más perceptible, vertical y concreta (lo instituido o petrificado) del Estado.
A modo de conclusión
Como hemos intentado poner en evidencia a lo largo de este artículo, diferentes autores/as y perspectivas críticas gestadas desde América Latina han problematizado lo que consideran son elementos o rasgos distintivos que permiten comprender la especificidad del Estado en nuestra región, desde su génesis misma y su complejo devenir histórico, hasta sus contornos y transformaciones más recientes. Entre los factores a tener en cuenta al momento de caracterizar la estatalidad, se destacan su carácter periférico y dependiente respecto del mercado mundial, el entrelazamiento o imbricación de particulares lógicas de opresión étnica, patriarcal y de clase, así como el hecho de que en sus estructuras jurídico-políticas e institucionales se han ido plasmando las relaciones de fuerzas y las luchas desplegadas por diversos sectores y grupos tanto dominantes como subalternos, dejando sus huellas y sedimentando una cierta “inclinación” o sesgo en su estructura material y en sus dinámicas de funcionamiento y accionar cotidiano, que implica que el Estado, lejos de ser neutral, condensa disputas y tensiones que, por regla general, a pesar de su carácter contradictorio, tiende a beneficiar o actuar en favor de determinadas minorías o élites privilegiadas y a satisfacer algunas demandas o exigencias más fácilmente que otras.
No obstante, ello no equivale a restarle centralidad como arena de conflicto y terreno estratégico de lucha. Las últimas décadas han sido en América Latina de enorme experimentación en este sentido, tanto para las organizaciones de izquierda y los movimientos populares -que han irrumpido con fuerzas en el escenario público del poder, cuestionando los formatos tradicionales del quehacer político-, como para ciertas coaliciones y liderazgos novedosos, que al calor de lo que hemos denominado CINAL y se ha abierto a finales de los años ochenta, lograron acceder con posterioridad al poder gubernamental, para ensayar desde allí variados procesos de transformación, o bien plasmar desde afuera de la institucionalidad estatal ciertos derechos y demandas democratizadoras, no exentas de ambigüedad, pero que se cristalizaron en políticas públicas concretas (Ouviña y Thwaites Rey, 2019).
Interpretar de manera rigurosa cada uno de estos procesos resulta hoy un ejercicio urgente, que excede por supuesto el propósito de presente artículo. Esta labor teórica e investigativa requiere ahondar sin duda en la cuestión del Estado desde una perspectiva interrelacionada e integral, sin desestimar para ello el análisis de coyuntura anclado en una lectura política situada, que no reniegue del compromiso intelectual ni del pensamiento crítico. Al fin y al cabo, como supo expresar Norbert Lechner en tiempos también sombríos, “precisamente porque los conflictos en las sociedades latinoamericanas siempre involucran al Estado, su insuficiente conceptualización deja de ser un asunto académico” (Lechner, 1981, p. 7).
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[1] Identificador persistente ARK: https://id.caicyt.gov.ar/ark:/s25250841/ponrvj39b
Fecha de recepción:
17/06/2024. Fecha de aceptación: 02/12/2024.
[2] CONICET, Departamento de Educación, Universidad Nacional de Luján/ Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, Carrera de Ciencia Política, Universidad de Buenos Aires
Buenos Aires, Argentina
https://orcid.org/0000-0003-1087-5671
hernanou@yahoo.com.ar
[3] Iniciado a finales de la década del ochenta y teniendo como puntapié el llamado “Caracazo” en 1989 -al que le sucederán una serie de rebeliones populares y levantamientos en varios países de la región-, da lugar, con posterioridad a esta irrupción de luchas populares desde abajo, al triunfo electoral y llegada al gobierno de coaliciones de centro izquierda, nacional-populares y/o con vocación posneoliberal, cuyo primer hito es el ascenso de Hugo Chávez al poder ejecutivo en Venezuela en 1999. Denominamos a esta fase CINAL y la interpretamos como un período de disputa hegemónica, que puso en el centro de la escena a los Estados nacionales. Es importante insistir en que el CINAL antecede a los triunfos electorales que hacen posible el surgimiento de gobiernos genéricamente caracterizados como “progresistas”, acompaña con sus temporalidades, agendas propias y hasta hondos desencuentros al contradictorio derrotero de estos gobiernos, e incluso perdura -en la clave de una dinámica de tipo “societal”- más allá de sus caídas o declives, producidos ya sea a través de las derrotas que sufren en las urnas o a raíz de procesos de desestabilización asentados en prácticas neogolpistas. Para un desarrollo de esta hipótesis, véase Ouviña y Thwaites Rey (2019). Respecto de las posibles interpretaciones de este ciclo y de las perspectivas de transformación y/o continuidad de la estatalidad en las últimas décadas, pueden consultarse, entre otros estudios, Rauber (2010); Carillo Nieto, Escárzaga y Gunther (2016); Oliver (2016); Gaudichaud, Modonesi y Webber (2019); y Bautista, Durand y Ouviña (2020).
[4] Si bien a lo largo de nuestra exposición utilizamos el significante “América Latina”, resulta claro que es preciso también problematizar este término y descolonizar las formas mismas de enunciación de nuestra realidad continental. Simón Bolívar apeló a la idea-fuerza de “Patria Grande” (“para nosotros la patria es américa”, lanzó el libertador), mientras que José Martí optó por hablar de “Nuestra América”, por oposición a la América del norte en la que vivió casi dos décadas (las famosas “entrañas del monstruo” a las que aludió en más de una ocasión); los pueblos indígenas, por su parte, decidieron renombrar al continente todo como Abya Yala, que en lengua kuna significa “tierra viva” o “tierra que florece”. Pero más allá de estas formas de enunciarlo, lo cierto es que las querellas en torno a su denominación dan cuenta de una obsesión invariante: cuál es nuestra identidad y de qué manera (auto)nombrarnos. Este dilema fue teorizado, entre otros/as, por el intelectual cubano Roberto Fernández Retamar en su magistral texto Calibán, en el que retoma la clásica obra de teatro de William Shakespeare, La Tempestad, para problematizar -desde una perspectiva descolonizadora- qué somos las y los latinoamericanos (Fernández Retamar, 2000).
[5] Teniendo como referencia la clásica interrogación acerca de la singularidad de América Latina, René Zavaleta elabora dos conceptos complementarios para entender tanto la especificidad como lo común de cada sociedad, en particular en América Latina: el de “forma primordial” y el de “determinación dependiente”, como pares contrarios y combinables que remiten a la dialéctica entre la lógica del lugar (las peculiaridades de cada sociedad) y la unidad del mundo (lo comparable a escala planetaria). Si la noción de “forma primordial” permite dar cuenta de la ecuación existente entre Estado y sociedad al interior de un territorio y en el marco de una historia local, definiendo “el grado en que la sociedad existe hacia el Estado y lo inverso, pero también las formas de su separación o extrañamiento” (Zavaleta, 1987, p. 177), la “determinación dependiente” refiere al conjunto de condicionamientos externos que ponen un límite (o margen de maniobra) a los procesos de configuración endógenos. Es que, de acuerdo a Zavaleta, “cada sociedad, incluso la más débil y aislada, tiene siempre un margen de autodeterminación; pero no lo tiene en absoluto si no conoce las condiciones o particularidades de su dependencia. En otros términos, cada historia nacional crea un patrón específico de autonomía, pero también engendra una modalidad concreta de dependencia” (Zavaleta, 1986, p. 67).
[6] En junio de 1990, Ecuador vive un alzamiento indígena sin precedentes en la historia reciente de este país, inaugurando un ciclo de rebeliones populares en contra del neoliberalismo a escala continental, que inscribimos dentro del CINAL. Conocido como el levantamiento de Inti Raymi, tanto este como los sucesivos alzamientos en diferentes puntos de Abya Yala, significaron un cimbronazo no solamente en toda la región andina, sino también en el resto de América Latina. De ahí en más, las movilizaciones y dinámicas de lucha protagonizadas por pueblos y nacionalidades originarias cobraron creciente visibilidad y contundencia en los diversos escenarios públicos: de la conmemoración de los 500 años de resistencia indígena, negra y popular en octubre de 1992 a la irrupción zapatista del 1 de enero de 1994 en Chiapas, de las llamadas guerra del agua y el gas en Bolivia a la osadía del pueblo nasa en el Cauca o la insurgencia mapuche al sur del Bio Bio.
[7] De acuerdo a García Linera, “en sociedades complejas como la boliviana, el Estado se presenta como una estructura relacional y política monoétnica y monocivilizatoria que, así como desconoce o destruye otros términos culturales de lectura y representación de los recursos territoriales, vive con una legitimidad en permanente estado de duda y acecho por parte de otras entidades culturales y étnicas, y de otras prácticas de entendimiento de la responsabilidad sobre el bien común, excluidos de la administración gubernamental” (García Linera, 2008, p. 236).
[8] Luis Vitale (1992) afirma que es preciso redefinir las categorías de análisis en función de la especificidad latinoamericana, a contrapelo de las concepciones unilineales de la historia y de los modelos eurocéntricos de desarrollo, incluidos aquellos que se han presentado como críticos.
[9] Según Silvia Federici, “en el proceso de acumulación originaria no solo se separa al campesinado de la tierra, sino que también tiene lugar la separación entre el proceso de producción (producción para el mercado, producción de mercancías) y el proceso de reproducción (producción de la fuerza de trabajo); estos dos procesos empiezan a separarse físicamente y, además, a ser desarrollados por distintos sujetos. El primero es mayormente masculino, el segundo femenino; el primero asalariado, el segundo no asalariado. Con esta división de salario/no salario, toda una parte de la explotación capitalista empieza a desaparecer. Este análisis fue muy importante para comprender los mecanismos y los procesos históricos que llevaron a la desvalorización y la invisibilización del trabajo doméstico y a su naturalización como el trabajo de las mujeres” (Federici, 2018, p. 15).
[10] La ampliación del concepto de Estado y la consiguiente reformulación de la noción de hegemonía producida por Antonio Gramsci es uno de los aportes más significativos a la teoría política contemporánea. En sus Cuadernos de la Cárcel, el Estado es entendido como una compleja e inestable articulación entre dominio y consenso (“hegemonía acorazada de coerción”), por contraposición a cómo es comprendido generalmente: en tanto sociedad política o mera super-estructura coercitiva. De ahí que por Estado deba entenderse “no sólo el aparato gubernamental sino también el aparato privado de hegemonía” (Gramsci, 1984, p. 105). No obstante, es importante destacar que la hegemonía debe concebirse como un campo de fuerzas dinámico en el que la lucha material y la disputa de sentidos tienen un papel clave.
[11] En este sentido, aunque no podamos profundizar en ella, cabe mencionar a la corriente de pensamiento neo-institucionalista, que ha cobrado relevancia en la región planteando argumentos acerca de las funciones que el Estado debe mantener o asumir y de las capacidades institucionales necesarias para el cumplimiento de estas funciones. Esta perspectiva enfatiza la importancia del fortalecimiento institucional como garantía del crecimiento económico y de la mayor equidad social, y al Estado como agente dinamizador del desarrollo en América Latina, concibiendo a las instituciones como un conjunto de pautas supra-organizativas que distan de poder ser asimiladas a la lógica mercantil pura del costo-beneficio. Para una lectura en clave latinoamericana de sus principales postulados, véase Romero (1999).
[12] “La reducción del Estado a un objeto teórico hace que se pierda la riqueza que pueda tener su análisis desde el ángulo de las fuerzas sociales. No obstante, debemos reconocer que la Ciencia Política se orienta precisamente por una perspectiva conceptualista y formal, olvidando que sus instrumentos conceptuales son decantaciones teóricas de las prácticas mediante las que las fuerzas sociales materializan la permanente transformación del Estado como instancia en que se regulan sus relaciones” (Zemelman, 1979, p. 1043).