La indignación y el conatus del Estado spinozista[1][2]

Indignation and the Conatus of the Spinozist State

Autor original: Alexandre Matheron

                                              Traductor: Gonzalo Ricci Cernadas[3]

 

Dibujo en blanco y negro

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Resumen

En este artículo, Alexandre Matheron busca encontrar una base alternativa a la proporcionada en su obra Individu et communauté chez Spinoza, en donde afirmaba que una progresión de afectos (que empezaba por la piedad y terminaba con la envidia) para explicar los fundamentos de la vida humana y del Estado. Aquí, el autor considera que el supuesto anterior hacía intervenir criterios demasiados utilitaristas, motivo por el cual busca hallar el fundamento del conatus del Estado en la indignación, afecto entendido como el odio hace una persona que inflige un daño a otra semejante a uno mismo. De esta manera, y analizando exhaustivamente ciertos pasajes argumentativos de parágrafos de los capítulos III y VI del Tratado político, Matheron busca explicar el rol de la indignación no sólo a la hora de la conformación de agrupamientos humanos en sociedades, sino también su rol dentro de un Estado ante las comisiones de injurias diversas e incluso en su relación con la justicia.

Palabras clave: Spinoza, Indignación, Conatus, Estado.

 

Abstract

In this article, Alexandre Matheron seeks to find an alternative basis to that provided in his work Individu et communauté chez Spinoza, where he asserted that a progression of affections (beginning with pity and ending with envy) to explain the foundations of human life and the State. Here, the author considers that the previous assumption involved criteria that were too utilitarian, which is why he seeks to find the basis of the conatus of the state in indignation, an affection understood as hatred of a person who inflicts harm on another person similar to oneself. In this way, and by exhaustively analyzing certain argumentative passages of paragraphs of chapters III and VI of the Political Treatise, Matheron seeks to explain the role of indignation not only in the conformation of human groupings in societies, but also its role within a state in the face of the commission of various offenses and even in its relation to justice.

Keywords: Spinoza, Indignation, Conatus, state.

 

Quisiera desarrollar aquí una hipótesis que había esbozado en 1986[4] para intentar dar cuenta de una paradoja aparentemente concerniente a la evolución de Spinoza del Tratado teológico-político al Tratado político. Por un lado, en efecto, es evidente que, en el Tratado político no se encuentra ninguna señal de la explicación todavía contractualista por la cual el Tratado teológico-político daba cuenta de la génesis del Estado. Pero, por otro lado, es evidente que el Tratado político no proporciona ninguna explicación de este cambio. Spinoza nos dice, en el parágrafo 7 del capítulo I, que “las causas y los fundamentos naturales del Estado no habrá que extraerlos de las enseñanzas de la razón, sino que deben ser deducidos de la naturaleza o condición común de los hombres”, es decir, evidentemente, de la condición pasional de los hombres. Pero la explicación prometida no figura en ninguna parte, ni siquiera donde debería figurar, es decir, en el capítulo II. A menudo se ha concluido que Spinoza simplemente había cambiado de problemática, que había terminado por reconocer que la sociedad política se encontraba “siempre-ya-ahí” y que no podía decirse nada más. Sin embargo, siempre me pareció extraño que Spinoza no haya buscado explicar la razón por la cual, precisamente, la sociedad política estuviera “siempre-ya-ahí”. Es por eso que había ensayado por primera vez, hace 24 años[5], llenar esta laguna recurriendo a la teoría de la imitación afectiva expuesta en la tercera parte de la Ética. Pero había retenido de esta teoría (además de la propia indicación dada por Spinoza en el parágrafo 5 del primer capítulo del Tratado político) las cuatro pasiones que constituían aquello que había denominado como el ciclo fundamental de la vida interhumana: la piedad, la ambición de gloria, la ambición de dominación y la envidia. La explicación que había dado me parece aún hoy una explicación posible y en gran medida exacta. Pero, como tal, tenía el inconveniente de hacer intervenir cálculos utilitarios cuando no necesariamente todos los hombres recurren a ese tipo de cálculos. No se encontraría probada, de manera fehaciente, que la sociedad política debía necesariamente existir. Ahora bien, creo que hay un texto en el Tratado político, uno solo, el cual, una vez explicado acabadamente, da cuenta de esta necesidad y que contiene la explicación buscada. Y, al mismo tiempo, puede encontrarse que ese único texto, una vez que se lo entiende bien, permite también comprender por qué Spinoza no habría brindado una explicación explícita.

*

Este único texto es el parágrafo 1 del capítulo VI del Tratado político. Pero todavía es necesario leer con atención, so pena de no encontrar nada salvo banalidades. Dentro de ese parágrafo podemos leer que Spinoza dice:

Dado que los hombres se guían (…) más por la pasión que por la razón, la multitud tiende naturalmente a asociarse [naturaliter convenire], no porque la guíe la razón, sino algún sentimiento común, y quiere ser conducida como por una sola mente, es decir (como dijimos en el § 9 del capítulo III), por una esperanza o un miedo común o por el anhelo de vengar un mismo daño. Por otra parte, el miedo a la soledad es innato a todos los hombres, puesto que nadie, en solitario, tiene fuerzas para defenderse ni para procurarse los medios necesarios de vida. De ahí que los hombres tienden por naturaleza al estado político, y es imposible que ellos lo destruyan jamás del todo (Spinoza, 2010, p. 131).

Este texto, en una primera lectura, podría ser interpretado en un sentido contractualista: los hombres, temerosos de los inconvenientes de la soledad del estado de naturaleza, convienen entre ellos en someterse a una autoridad común. Y el verbo “convenire”, que se emplea aquí, puede tener, efectivamente, un significado jurídico: el de “realizar una convención”. Sin embargo, en una segunda lectura, es claro que esta interpretación no es satisfactoria. Spinoza, en efecto, no dice simplemente “convenire” sino “naturaliter convenire”. Y, al leer esto, cualquiera entendería que Spinoza se opone a Hobbes aquí: si los hombres “acuerdan naturalmente” en vivir en una sociedad política, eso significa que no tienen necesidad de recurrir al artificio de una convención para llegar a ese resultado. ¿Debemos entonces comprender que los hombres viven naturalmente en la sociedad política porque, estando dotados de razón, siempre han comprendido sus ventajas y que, en consecuencia, nunca se les ha planteado seriamente la pregunta de vivir de otra manera? El final del parágrafo parece confirmarlo. Por lo tanto, una tercera lectura se estaría obviando. Porque el inicio del texto indica expresamente que la sociedad política tiene causas únicamente pasionales. Spinoza no quiere decir que solamente las pasiones como el miedo nos dan el fin (evitar la soledad) y que la razón nos indica el medio (reconocer la autoridad de un soberano) porque, en este caso, Spinoza habría dicho (como lo había hecho, además, previamente en el capítulo XVI del Tratado teológico-político) que le sociedad política se explica a la vez por la razón y por las pasiones. Aquí, al contrario, todo el proceso (miedo a la soledad, acuerdo natural para evitarla, deseo de obedecer a una autoridad soberana) es pasional de principio a fin. ¿Pero entonces en qué consiste exactamente este proceso? Spinoza responde a esta pregunta de una manera muy elíptica: se contenta con reenviar al parágrafo 9 del capítulo III. Ahora bien, si nos desplazamos a ese parágrafo vamos a encontrar una gran sorpresa.

Este parágrafo 9 del capítulo III, en efecto, se encuentra consagrado no a las causas de la existencia del Estado, sino, al contrario, a las causas de su disolución. Encontramos allí una fórmula análoga a la que será retomada en el capítulo VI: “No cabe duda, en efecto, que los hombres tienden por naturaleza [naturae ductu] a conspirar contra algo [in unum conspirant]”, lo cual equivale a la expresión “natura convenire” del capítulo VI, “cuando les impulsa un mismo miedo o el anhelo de vengar un mismo daño” (Spinoza, 2010, p. 113). Pero esta vez se trata de entender a los sujetos contra el soberano y, contrariamente a lo que sucederá en el capítulo VI, Spinoza nos explica aquí en qué consiste esta “tendencia por naturaleza” (naturae ductu) que conduce a los sujetos a agruparse: esa tendencia se llama indignación. En efecto, nos indica que, “como el derecho de la sociedad se define por la potencia conjunta de la multitud [communi multitudinis potentia], está claro que la potencia y el derecho [potentiam Civitatis, et Jus] de la sociedad disminuye en cuanto ella misma da motivos para que muchos conspiren lo mismo” (Spinoza, 2010, p. 113)[6]. Y es por eso que precisamente añade que “cuanto provoca la indignación en la mayoría de los ciudadanos, es menos propio del derecho de la sociedad” (Spinoza, 2010, p. 113). E incluso el lazo entre el miedo común, la indignación, la agrupación de sujetos y la destrucción del Estado se encuentra ilustrado de manera más lapidaria hacia el final del parágrafo 4 del capítulo IV, donde Spinoza examina los efectos del exceso de la tiranía: “Asesinar a los súbditos, espoliarlos, raptar a las vírgenes y cosas análogas transforman el miedo en indignación y, por tanto, el estado político en estado de hostilidad” (Spinoza, 2010, p. 123). Ahora bien, si la transformación del miedo en indignación cambia el estado civil en un estado de guerra, el redireccionamiento del parágrafo 1 del capítulo VI al parágrafo 9 del capítulo III parece indicar que efectivamente es capaz también que el estado de guerra se modifique por un estado civil. ¿Pero cómo? Para comprender esto, es necesario examinar exactamente cómo se produce esta transformación.

En primer lugar recordemos qué es la indignación. Tal como la define la Ética, es una forma de imitación afectiva: como lo indica el corolario 1 de la proposición 27 de la tercera parte de la Ética, es el odio que experimentamos por aquel que daña a un ser semejante a nosotros. Y lo experimentamos por imitación de sentimientos de la víctima con una intensidad tan grande que nos implica una desventaja, siempre que, como lo había mostrado la proposición 22 con su escolio, que el odio será más fuerte si la víctima es además alguien a quien amamos. A partir de allí podemos comprender cómo, bajo un régimen tiránico, el miedo común puede modificarse en indignación y lograr la inversión de la opresión. El tirano, por definición, es quien gobierna esencialmente a través del miedo. Ahora bien, el miedo implica siempre el odio hacia quien lo inspira y eso es una forma de tristeza, y el odio no es otra cosa que la tristeza acompañada por la idea de su causa exterior. Sin embargo, si nos detuviéramos, nada sucedería todavía. Si hubiera simplemente un miedo común, es decir, si cada uno temiera solitariamente al tirano sin preocuparse por nadie más, el odio hacia el tirano sería algo esporádico porque no tiranizaría a cada instante a ninguno de los sujetos. De cualquier manera, cada uno lo odiaría solitariamente, le desearía solitariamente todo el mal posible, aspiraría a vengarse, pero sin ver ninguna salida a esa situación. Esto es lo que sucede cuando el exceso del tirano no es todavía visible y mientras logra que cada súbdito, replegado sobre sí mismo, mantenga en silencio sus propias desdichas por miedo a ser denunciado y busque salirse con la suya a costa de los demás: bajo el despotismo turco, dice Spinoza en el parágrafo 4 del capítulo VI del Tratado político, los hombres viven en soledad. Pero cuando las fechorías de los dirigentes se hacen cada vez más grandes como para poder permanecer ocultas, cuando todo comienza a saberse y a decirse, la indignación aparece necesariamente y esto cambia todo: cada uno se indigna permanentemente por los abusos que ve cometer alrededor de sí o de los cuales escucha que tienen lugar y, en consecuencia, odia permanentemente al tirano y le desea lo peor. Y cada uno, a partir del momento que sabe que otros también están indignados por los daños sufridos por los demás, comienza a percibir que no se encuentra solo frente al tirano, que puede contar con la ayuda de otros y que una resistencia colectiva es así posible. Por lo tanto, una de dos: o el tirano comprende el peligro y retrocede al acordar concesiones a sus súbditos y su poder[7] se restablece al momento que estimaba que era lo suficientemente fuerte como para volver a oprimirlos (lo que hace que los súbditos vuelvan a ponerse en su contra, etc.), y estas oscilaciones pendulares garantizan lo mejor posible una autorregulación aproximada del cuerpo social, o bien, al contrario, el soberano se obstina y la insurrección se encuentra a la orden del día.

Supongamos ahora que esta insurrección logra derrocar al tirano, pero que deviene en una guerra civil que se eterniza y que se desmenuza poco a poco en un pequeño conjunto de guerras locales, lo cual resulta finalmente en una disolución completa de todas las relaciones sociales. Vayamos más lejos y entremos deliberadamente en el campo de la ficción: supongamos que los individuos en el estado de naturaleza han perdido todo deseo de vivir en una sociedad política. El recurso a esta hipótesis ficticia no tiene, en principio, nada de anti-spinozista, como tampoco lo es definir una esfera suponiendo ficticiamente que un semicírculo gira alrededor de su diámetro (ver el parágrafo 72 del Tratado de la reforma del entendimiento), o deducir las propiedades del amor intelectual de Dios suponiendo ficticiamente que ha nacido en la duración cuando, en realidad, es eterno (ver el escolio de la proposición 33 de la quinta parte de la Ética). Spinoza, además, justifica expresamente las condiciones contrafácticas en el parágrafo 57 del Tratado de la reforma del entendimiento. Así pues, ¿qué sucedería bajo esta hipótesis de un retorno puro al estado de naturaleza? Según el parágrafo 1 del capítulo VI del Tratado político, habíamos visto que la sociedad política necesariamente debe reaparecer por un proceso análogo por el cual se disuelve. Esto quiere decir que la indignación engendra el Estado de la misma y exacta manera que causa revoluciones. Ahora bien, a partir de lo anterior, la manera de entender cómo tendrán lugar las cosas será muy fácil.

Consideremos un conjunto de individuos que viven muy cerca unos de otros, que no utilizan su razón y que no tienen ningún tipo de idea del bienestar que podría implicar una sociedad política. Podemos inmediatamente deducir, de acuerdo a la teoría spinozista de las pasiones (como lo habíamos realizado en 1969[8]), que cada uno de ellos se involucrará sucesivamente con los demás en un ciclo de piedad, ambición de gloria, ambición de dominación y envidia: si uno de ellos se encuentra en aprietos, otro vendrá a ayudarlo por piedad, continuará ayudando por ambición de gloria, se aprovechará para intentar imponer sus propios deseos y valores (si es necesario, recurriendo a la violencia) y terminará por intentar despojarlos de los bienes que les había ayudado a procurar, lo cual tendrá lugar una multitud de ocasiones, simplemente variando de personas. Si dejáramos todo así y si eliminamos, hipótesis mediante, cualquier tipo de cálculo utilitario (algo que no había hecho lo suficientemente en 1969), nada nuevo sucedería: cada individuo agredido permanecería constantemente solo frente a su agresor y la situación podría continuar así indefinidamente. Solamente permutarían sin cesar los roles de agresor y agredido. Pero precisamente la pareja agresor-agredido nunca se encuentra aislada, ya que toda agresión tiene testigos que, por imitación afectiva, se indignan contra quien consideran como el agresor y van en rescate de quien consideran como la víctima. De modo que al cabo de un tiempo quizás breve obtendríamos el siguiente doble resultado. Por un lado, como agresor, cada uno, se encontrará con la indignación de los demás y los considerará como enemigos potenciales; asimismo, cada uno se habrá beneficiado como víctima de la indignación de los demás y los considerará como aliados potenciales. Cada uno, por consecuencia, tendrá miedo de los demás y esperará beneficiarse de la ayuda de los otros. Una sola y misma cosa inspirará a cada uno miedo y esperanza: la potencia[9] de todos (ver in fine el parágrafo 3 del capítulo III del Tratado político). Por otro lado, cada uno se encontrará, sin cesar, en estado de indignación contra cualquiera y se dispondrá permanentemente a ayudar a todos aquellos que considere como víctimas de una agresión, de manera que la potencia de todos pueda volverse una realidad efectiva, benevolente para algunos y formidable para otros. Y esta es la posibilidad que se realizará rápidamente.

En efecto, a partir de allí, cada vez que dos individuos entren en conflicto, cada uno pedirá ayuda a los demás porque sabrá que pueden ayudarlo. Y los demás responderán esa llamada porque están dispuestos a hacerlo: cada uno, imitando los sentimientos de aquel de los dos adversarios que más se le asemeje, se indignará contra aquel que se le asemeje menos y combatirá con él. El que más se le asemeje será, evidentemente, quien tenga los mismos deseos y valores y posea aproximadamente las mismas cosas. En consecuencia, y en igualdad de condiciones, la victoria será de aquel adversario que se conforme más al modelo corriente y aquel que se desvía más será aplastado y disuadido de empezar otra vez. Bajo estas condiciones, luego de un número de repeticiones, un consenso terminará por desarrollarse para imponer normas comunes concernientes a lo que cada uno puede desear y poseer sin peligro: existirá, efectivamente, una potencia colectiva de la multitud que garantizará la seguridad de los conformistas y que reprimirá a quienes se desvíen. Esto quiere decir, conforme a la definición spinozista de imperium (“el derecho definido por la potencia de la multitud [multitudinis potentia]”, parágrafo 17 del capítulo II del Tratado político[10]), que tenemos aquí, al menos informalmente y en un estado naciente, un imperium democraticum.

Y este imperium, una vez que haya tenido lugar, tenderá a auto-perpetuarse porque cada uno, por esperanza y por miedo, acordará una nueva disposición de sus propias fuerzas, lo que permitirá que la potencia de la multitud se reconstituya nuevamente y continúe inspirándose del miedo y la esperanza, etc. Después de lo cual, por cierto, esta democracia informal podrá institucionalizarse: la multitud podrá conservar el imperium para sí misma dándose reglas de funcionamiento que consolidarán la costumbre o, bien al contrario, si la multitud se encuentra con problemas muy difíciles, puede cedérselo a un individuo o a un pequeño grupo (ver el comienzo del parágrafo 5 del capítulo VII del Tratado político). Pero, en igualdad de condiciones, siempre se desarrollará el mismo proceso de auto-reproducción.

Esto es entonces lo que nos sugiere la referencia al parágrafo 9 del capítulo III que se encuentra en el parágrafo 1 del capítulo VI del Tratado político. Así entendida, esta hipótesis, ya que es ficticia, no puede explicar cómo las sociedades políticas se constituyen históricamente. Pero sí puede explicar ontológicamente por qué la sociedad política necesariamente existe: muestra por qué, para que pueda formarse incluso en el más desfavorable de los casos (en el caso poco probable de individuos enteramente desprovistos de experiencia política y sumisos únicamente al juego ciego de sus pasiones, incapaces del más mínimo uso instrumental de su razón), la sociedad política, a pesar de todo, debe surgir de alguna manera. Eso nos permite entender a fortiori por qué existe necesariamente en todos los otros casos posibles y reales. Y también permite, al mismo tiempo, comprender el tipo de necesidad de la que se trata. En efecto, si se dice: “la sociedad política es necesaria porque los seres humanos son sumisos a sus pasiones”, esto es verdad, pero es equívoco. Si por esto se entiende: “es necesario que haya sociedad política para hacer que los hombres vivan según su razón ya que ellos no lo hacen espontáneamente”, esto es falso ya que esto sólo explica la razón por la cual el filósofo acepta la sociedad política y busca mejorarla, pero no explica en absoluto la causa por la cual existe. Así, lo que debe decirse es lo siguiente: “los hombres son sumisos a sus pasiones y, como consecuencia del mismo juego de sus pasiones, la sociedad política existe necesariamente”.

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En este momento, sin embargo, surge una pregunta: ¿por qué esta génesis hipotética del Estado, que da cuenta de la necesidad ontológica de su existencia, no la brinda explícitamente Spinoza en el Tratado político? ¿Por qué se contenta con apenas sugerirnos una referencia? Pero, en realidad, venimos de ver lo suficiente como para comprender que hay dos razones: una negativa y otra positiva.

Primero la razón negativa: Spinoza, en realidad, no tenía necesidad de darnos una explicación genética o, lo que viene a ser lo mismo, Spinoza no ha hecho otra cosa que eso mismo a lo largo de todo el Tratado político. En efecto, el parágrafo 9 del capítulo III de esa obra mostró que la indignación, cuando no lleva a la destrucción completa de la forma del Estado existente, desempeña un rol regulativo en el funcionamiento de la sociedad política al volver a controlar al soberano y restableciendo las bases de su potencia. El parágrafo 1 del capítulo VI, por su parte, mostró alusivamente que el rol de la indignación no es simplemente regulador, sino que también es constitutivo de la realidad misma del Estado. Ahora bien, es fácil ver que estos dos roles, en realidad, no son distintos en verdad. En efecto, lo que se destaca de la explicación que nos ha brindado Spinoza es que el estado de naturaleza, en sentido estricto, no puede existir y, por consecuencia, no existe, en realidad, una génesis de la sociedad política a partir de este estado. Esto no quiere decir que todos los hombres no puedan encontrarse en una situación análoga a lo que habitualmente se llama “estado de naturaleza”. Pero esto significa que ese supuesto “estado de naturaleza”, contrariamente a lo que pensaban Grocio y Hobbes y a lo que luego pensaron Locke y Rousseau, no es precisamente un estado: no es un status, una situación estable que tiene sus características propias a las que habría que escapar para pasar a la sociedad política. El estado de naturaleza, en realidad, en la medida en que se destruiría a sí mismo si existiera, es la génesis misma de la sociedad política y de ninguna manera el punto de partida por la que esa génesis se efectuaría. O, más exactamente, es uno de los momentos de la propia autogénesis de la sociedad política, o de su auto-reproducción, o de su auto-regulación, en el caso en que se desarrolle de la peor manera posible: en el caso en el que un desequilibrio extremo (la disolución de una forma particular del Estado por el efecto de la indignación) se encuentra compensada por un reequilibrio menos extremo (la constitución de otra forma del Estado por efecto de la indignación). Ahora bien, no hay diferencia de naturaleza entre este proceso y el de la dinámica interna ordinaria de las sociedades políticas de hecho. Simplemente, en la mayor parte de los casos, las distancias entre el desequilibrio y el reequilibramiento compensatorio son menos grandes: los dirigentes cometen excesos, los súbditos se indignan contra ellos, pero los dirigentes temen ser derrocados y toman medidas que les permiten reunir a la mayoría de sus súbditos, lo que significa que esta mayoría se indigna nueva y preferencialmente, pero no ahora con ellos, sino con lo que queda de sus enemigos. Pero el proceso es fundamentalmente el mismo: tenemos en los dos casos una oscilación pendular entre una indignación contra el orden establecido (que generalmente no implica su amenaza, sino que su caída solo en casos extremos solamente) y una indignación hacia los enemigos del orden (generalmente hacia aquellos del mismo orden que antes se reestablecieron lo mejor que pudieron pero, en casos extremos hacia aquellos del nuevo orden que reemplazaron al antiguo), el estado de naturaleza es simplemente el límite extremo que alcanza esta oscilación en el peor de los casos. Y esta oscilación pendular no manifiesta otra cosa que el conatus mismo de la sociedad política: su esfuerzo obstinado y tenaz de perseverar por y contra todo su ser. Pero entonces es evidente que la génesis de la sociedad política, dejando de lado la cuestión del origen, no es otra que el proceso mismo por el cual se produce y se reproduce a sí mismo permanentemente, todos los días y a nuestros ojos, y que es estrictamente idéntico a aquel por el cual la sociedad política habría salido de un hipotético estado de naturaleza si hubiera existido, así como las perfecciones del amor intelectual de Dios son estrictamente idénticas a aquellas que hubiera tenido si hubiera nacido con la duración. Y es porque precisamente la definición de imperium como “el derecho definido por la potencia de la multitud” es en realidad una definición genética que no hace más que expresar simplemente este proceso de auto-constitución y de auto-reconstitución del Estado.

Sin embargo, si es verdad que Spinoza no tenía necesidad de consagrar un desarrollo separado de la génesis del Estado, también es verdad que no lo volvía inútil en tanto le habría permitido mostrar cómo la cuestión no debía plantearse de esta manera. Que él mismo lo pensó de esta manera es lo que muestra la discreta referencia al parágrafo 1 del capítulo VI den parágrafo 9 del capítulo III del Tratado político. ¿Pero a qué se debe tal discreción? ¿Por qué Spinoza se limita a una mera referencia, como si se tratara de una cuestión que debiera ser divulgada con precaución, una cuestión que debía ser dejada para ser deducida por sus lectores intelectual y moralmente capaces de hacerlo? Aquí es donde interviene la razón positiva de su silencio.

Esta razón es a la vez muy simple y problemática. Por un lado, en efecto, se advirtió que la indignación desempeña un rol esencial en la auto-constitución de la sociedad política. Pero por otro lado, Spinoza nos indicó expresamente en el escolio de la proposición 51 de la quinta parte de la Ética que la indignación es necesariamente mala. Y esto debe tomarse con todo rigor porque si es verdad que hay pasiones que son malas por sí mismas pero que son indirectamente buenas en ciertos casos (la humildad, el arrepentimiento, la honestidad, etc.; ver el escolio de la proposición 54 de la cuarta parte de la Ética), Spinoza precisa que no sucede lo mismo con la indignación, la cual es necesariamente mala porque es una forma de odio inter-humano y que el odio inter-humano “jamás puede ser bueno” (proposición 45 de la cuarta parte de la Ética), una afirmación que se justifica por el hecho de que el odio nos determina necesariamente a esforzarnos por destruir aquello que odiamos y que es absolutamente contrario a la exigencia de la razón que nos hace desear a los demás lo que deseamos a nosotros mismos (proposición 37 de la cuarta parte de la Ética).

No se trata entonces de distinguir entre diferentes formas de indignación, las cuales algunas podrían ser buenas, por ejemplo, la indignación revolucionaria contra los tiranos. Aunque incluso se admita que la indignación puede ser buena para la sociedad, jamás puede serla para los individuos que la experimentan. Pero, de la misma manera, la indignación es mala en cuanto tal para la sociedad misma porque introduce de cualquier manera los gérmenes de la discordia en la Ciudad que comprometen los efectos positivos que eventualmente podría tener: no hay ninguna diferencia, desde este punto de vista, entre las masacres de septiembre[11] y el asesinato de los hermanos de Witt[12], incluso si admitimos que Spinoza habría sin duda aprobado la Revolución francesa. Pero entonces, si la indignación es constitutiva del conatus del propio Estado, ¿significa que existe en la raíz misma de la sociedad política algo irremediablemente malo?

Parece que así es. Si, en efecto, consideramos el imperium democraticum del estado naciente, tal como se ha intentado reconstruirle desde arriba –el imperium democraticum caracterizado por el ejercicio todavía informal de la potencia de una multitud en plena efervescencia–, es evidente que su funcionamiento no tiene nada de idílico: la forma elemental de la democracia, según Spinoza, es el linchamiento. Y todas las sociedades actuales, bajo formas más civilizadas, siguen aproximadamente la misma senda. Es verdad que todo el esfuerzo desplegado por Spinoza en sus proyectos de constitución ha consistido, en un sentido, en intentar suprimir lo mejor posible esta senda, es decir, de concebir mecanismos institucionales que aseguren tanto como sea posible la auto-regulación del cuerpo político apelando a sentimientos positivos antes que al odio. Pero incluso bajo estas formas civilizadas de auto-regulación la indignación subsiste, si bien de forma marginal. En el caso de la teocracia hebrea esto es evidente: una de sus principales instrumentos es el “odio teológico” que cultiva por igual junto con las motivaciones positivas. Incluso si se refiere esencialmente al enemigo de Dios, no deja de ser cierto que cada ciudadano cree en su amenaza constante, sabiendo que la menor desviación de su parte se sustituiría instantáneamente por el amor al prójimo en la mente de sus compatriotas y que todo el mundo se volvería contra él. En los Estados del Tratado político, por el contrario, los sentimientos positivos son cultivados preferencialmente, pero la indignación permanece en otro plano. Sin dudas, Spinoza dijo, ya en el escolio de la proposición 51 de la cuarta parte de la Ética, que el soberano condena al ciudadano –y sin duda también el juez que lo condena en nombre de él– no está motivado por la indignación sino por la pietas. Pero no debe entenderse por pietas la virtud según fue definida en el primer escolio de la proposición 37 de la cuarta parte de la Ética (“el deseo de hacer el bien que experimentamos cuando vivimos bajo la conducta de la razón”), porque, salvo excepciones, los soberanos y los jueces son hombres pasionales como los demás. Spinoza debe darle a la pietas el sentido tradicional: el de amor a la patria. Y, de hecho, en los Estados del Tratado político, los jueces deben amar su patria sin tener en cuenta ninguna de las ventajas muy concretas que les procura (que reciben, por ejemplo, el producto de las multas que imponen). Pero es precisamente quien, bajo el régimen pasional, ama a su patria y, por consecuencia, al conjunto de conciudadanos tomados en su conjunto, quien se indigna necesariamente contra aquellos que les hacen daño al perturbar la paz civil. Y lo mismo sucede con todos aquellos que aprueban el funcionamiento de la justicia en general. Simplemente, en el caso de los Estados más civilizados, la indignación se vuelve abstracta: no busca un individuo particular, sino que, antes que nada, a los delincuentes en general y, sólo en consecuencia, a aquellos que han sido reconocidos como tales según el procedimiento en vigor. Pero siempre se trata de indignación. Y es imposible que sea de otra manera, incluso en el más perfecto imperium democraticum, el cual Spinoza no ha llegado a elaborar en su teoría. Estoy enteramente de acuerdo con todo lo que puede ser dicho sobre la potentia multitudinis y los efectos emancipatorios de su ejercicio pleno, pero no debe olvidarse que, en el imperium democraticum, se trata de una potencia que se ejerce también sobre cada uno de los miembros de la multitud tomados individualmente y potencialmente contra algunos de ellos. Es verdad, en efecto, que una comunidad de sabios dominados por el amor intelectual de Dios habría tomado las decisiones colectivas y que las tomaría democráticamente. Pero en ese caso tendríamos una democracia sin imperium, lo cual no sería verdaderamente un Estado. Decir que existe un imperium, incluso democrático, equivale a decir que existe represión, por más reducida que esta sea. Y bajo el régimen pasional es imposible querer esta represión sin experimentar una indignación al menos virtual contra todos aquellos que merecen sufrirla potencialmente. No se trata de que la indignación sea indispensable en el ejercicio de la represión, sino que ella es una consecuencia ineluctable.

Existe, en definitiva, algo radicalmente malvado en la naturaleza de todo Estado, incluso en el mejor constituido, aunque tal Estado sea muy favorable al desarrollo de la razón y que la “parte buena” supera abrumadoramente a la parte malvada. No se trata de una aporía teórica: se sigue del spinozismo y nada, dentro del spinozismo, exigiría que además sea de otra manera. Pero sin duda Spinoza lo encontró un poco inconveniente y prefirió no insistir demasiado y, en su lugar, señalar discretamente una verdad que se reservaba para explorar más adelante. Quizás esta sea una de las razones del inacabamiento del Tratado político.

 

Bibliografía

Matheron, A. (2011). Individu et communauté chez Spinoza. Paris: Les éditions de Minuit.

Ricci Cernadas, G. (2022). La multitud en Spinoza. De la física a la política. Buenos Aires: RAGIF Ediciones.

Spinoza, B. (2000). Ética. Madrid. Trotta.

Spinoza, B. (2010). Tratado político. Madrid: Alianza.



[1] Identificador persistente ARK: https://id.caicyt.gov.ar/ark:/s25250841/tcvsnon82

 

Fecha de recepción: 05/11/2024. Fecha de aceptación: 25/11/2024.

 

[2] La traducción de este artículo se realizó a partir de la versión francesa reunida en un volumen editado en 2011 por ENS Éditions, el cual compilaba distintos manuscritos publicados a lo largo de la vida de Alexandre Matheron y que llevó por título Études sur Spinoza et les philosophies de l'âge classique. Agradezco a Sandrine Padilla de ENS Éditions por brindar la autorización para la traducción al español de este artículo y para su publicación en esta revista. También agradezco a Antonio Rozenberg por su atenta y minuciosa lectura de esta traducción [Nota del traductor].

[3] Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

https://orcid.org/0000-0002-1727-0547

goncernadas@gmail.com

[4] En mi artículo “El problema de la evolución de Spinoza del Tratado teológico-político al Tratado político”.

[5] En Individu et communauté chez Spinoza (1988, pp. 150-179).

[6] Modificamos la traducción de Atilano Domínguez ya que, en su versión, “potentia” aparece traducida por “poder” en lugar de por “potencia”. Como se explica en las notas al pie de páginas número 6 y 8, deben distinguirse los términos latinos de “potentia” y “potestas”, siendo este último es que puede ser traducido por “poder” en nuestro idioma [Nota del traductor].

[7] El término original francés es “pouvoir”. Es importante reparar en este detalle ya que responde a una consideración que Matheron tenía en mente al escribir el presente manuscrito. Nos referimos a la obra de Antonio Negri, La anomalía salvaje, la cual había enfatizado la distinción entre “potere” y “potenza”. Estos términos italianos corresponden a los latinos “potestas y “potentia” respectivamente y fueron traducidos en francés por “pouvoir y “puissance” y al español por poder y potencia. Sigo la misma línea de traducción y, por lo tanto, cada vez que en este artículo aparezca el término “poder” se corresponderá al “pouvoir” del artículo en francés. Para la importancia de la diferencia entre “potestas” y “potentia” dentro de la ontología de Spinoza, cfr. Ricci Cernadas pp. 115-130) [Nota del traductor].

[8] Matheron se refiere a su obra Individu et communauté chez Spinoza, publicada ese año [Nota del traductor].

[9] El término original en francés es “puissance”. Cada vez que en este artículo aparezca el término “potencia” se corresponderá al sustantivo francés mencionado y que aparece de esa manera en el manuscrito original [Nota del traductor].

[10] Nuevamente alteramos la traducción de Atilano Domínguez ya que, en su versión, “potentia” aparece traducida por “poder” en lugar de por “potencia” [Nota del traductor].

[11] El autor hace referencia a un conjunto de juicios sumarios y ejecuciones en masa que tuvieron lugar entre el 2 y el 6 de septiembre de 1792 en Francia [Nota del traductor].

[12] El autor hace referencia a Johan y a Cornelio de Witt, ambos políticos neerlandeses coetáneos a Spinoza. El primero de ellos, Johan, fue Gran Pensionario de Holanda desde 1653 hasta 1672 durante el primer periodo sin estatúder en el cual se constituyeron las Provincias Unidas de los Países Bajos [Nota del traductor].